martes, diciembre 24, 2024
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El Barón de Coubertin y su Mundo Olímpico

La tierra se acerca, una vez más, a concluir su vuelta alrededor del sol. Los años bisiestos se bendicen o maldicen, hasta con semillas de supercherías, pero no pasan inadvertidos. Algunos son felices, como mi suegro, quien nació en 1932 y solo ha cumplido veintiún inviernos, digamos que oficialmente, lo que a veces le recuerda que sigue joven.

En años bisiestos se desarrollan dos acontecimientos de singular importancia: las elecciones presidenciales en los Estados Unidos (al análisis de los especialistas) y los Juegos de las Olimpiadas, o Juegos Olímpicos de Verano, porque así son reconocidos en el capítulo 10 de la Carta Olímpica, pues que también están los de Invierno:

El término Olimpiada designa el período de cuatro años consecutivos, que comienza con los Juegos de la Olimpiada y finaliza con la inauguración de los Juegos de la siguiente Olimpiada.[1]

¿Pero quién fue el fundador de ese fascinante mundo? En el primer capítulo puede leerse:

El Olimpismo Moderno fue concebido por Pierre de Coubertin, a cuya iniciativa se reunió en junio de 1894 el Congreso Atlético Internacional de París. El 23 de junio de 1894 se constituyó el Comité Olímpico Internacional (COI).[2]

El 1ro. de enero de 1863, de típico invierno parisino, vino al mundo Pierre de Fredy, barón de Coubertin. De cuna aristocrática, fue aplicado en los estudios, despierto, intuitivo y, paradójicamente, con un comportamiento más bien solitario, que desechó la carrera militar para dedicarse a la pedagogía. Había nacido veintiún años después de muerto el clérigo protestante inglés Thomas Arnold, en un país con otras concepciones pedagógicas, religiosas y deportivas.

Cuando Coubertin comenzó a concebir el renacer del Olimpismo, se fue a Inglaterra para estudiar un sistema deportivo que él pretendería trasplantar a la pedagogía francesa, en diferentes condiciones histórico-sociales. Evidente error, pues era un hombre de finales del siglo XIX y buena parte del XX, en pleno surgimiento y consolidación del capitalismo monopolista. Arnold, quien había reglamentado las que serían en 1896 las primeras doce disciplinas olímpicas, vivió en la fase premonopolista.             

Thomas Arnold, nacido en el puerto de Cowes (1795-1842), en la sureña isla de Wight, situada en el Canal de la Mancha, una estación veraniega de regatas internacionales, representa una importante figura del movimiento deportivo inglés intrafronteras. A Coubertin se le abrieron otras perspectivas, él aspiraba a cambiar el mundo a través del deporte. Su obra mayor radica en internacionalizar las actividades atléticas mediante la fraternidad, solidaridad, camaradería, igualdad de razas, credos religiosos y de todas las clases sociales.

Arnold educó a sus estudiantes mediante la práctica de los deportes y ejerció su influencia en los colegios de Inglaterra; Pierre de Fredy le subió la parada, pues buscaba educar al mundo a través del deporte con una carga pedagógica que incidiera en el desarrollo de la personalidad:

El deporte es el mejor calmante que existe. Cuando un hombre, en un arrebato de indignación, rompe una silla, se tranquiliza al momento, pero la silla sigue rota, y la dignidad del hombre se empobrece.[3]

De tamaño normal y temple indoblegable, supo atraer personalidades y enfrentar a los detractores: envidiosos, inescrupulosos, nacionalistas. Entonces acudió a las organizaciones sociales, gobiernos, príncipes, duques, reyes y presidentes.

Viajó por todo el mundo hablando de paz, comprensión entre los hombres y de unión, mezclándolo todo con la palabra Deporte. Al fin, en la última sesión del Congreso Internacional de Educación Física que se celebró en la Sorbona de París, el 26 de junio de 1894, se decide instituir los Juegos Olímpicos. En Inglaterra, esta idea no es bien recibida y la opinión pública decide quedar al margen. Alemania reaccionó intentando boicotear los juegos. Grecia se opone, y su jefe de gobierno, Tricoupis, quiso impedir su realización, pues aquel lío salía muy caro a su país.[4]

Para muchos, la propuesta era irrealizable. ¿Cómo reunir a los jóvenes del mundo para hacer deportes?, pero se sostenía en sólidas bases: en 1851 un equipo de arqueólogos, encabezados por el francés Ernest Curtius, pusieron al descubierto las ruinas de Olimpia. Ese hecho, más los Juegos de la Grecia Antigua y la obra de Arnold, encenderían la mecha.

La restauración de los Juegos de las Olimpiadas, es su obra cumbre. Para lograrlo Coubertin se núcleo de notables colaboradores. Uno de ellos, el padre dominico francés Henri Didon, enarboló la frase que mueve al Olimpismo: Citius, Altius, Fortius, acogido como lema en el Congreso de París 1894. Con el tiempo ha tenido varias acepciones, pero la original es: Más rápido, más alto, más fuerte.

El movimiento de restauración del Olimpismo, o mejor, la creación del Olimpismo como moderno concepto pedagógico social, obra de Pierre de Fredy, barón de Coubertin, es otro de los grandes acontecimientos del deporte del siglo XX. Precisamente fue la obra pedagógico-deportiva de Arnold y sus consecuencias educativas, la que influyó de manera decisiva en el espíritu del Barón durante su período de estancia en Inglaterra.

Historiador erudito, Coubertin conoció la historia griega y quedó fascinado por el hecho sorprendente del ‘agon’, simbolizado y hecho, a la vez, realidad en los juegos panhelénicos de Olimpia, Nemea, Corinto y Delfos. Sus ideas centrales, ideas-madres, no estructuradas sistemáticamente pero cargadas de fuerza y poder de arrastre, se concretan en: religiosidad, ritual, tregua universal, nobleza, selección, mejoramiento de la raza, caballerosidad, belleza espiritual. No es un programa lo que –Coubertin deja. Es un estilo, un talante, un entendimiento del deporte.[5]

El 25 de noviembre de 1892, Pierre de Fredy, asiduo a practicar deportes: remo, ciclismo, atletismo y otros, había aprovechado una ocasión en la Universidad de La Sorbona, de París, y en el Congreso de la Unión de Sociedades de Francia planteó, ante la sorpresa de todos, la idea de renovar los Juegos a escala mundial. La reunión no tenía ese objetivo, pero el Barón aprovechó un ambiente de pedagogos para lanzar la idea, en su carácter de Secretario del cónclave y fue escuchado con atención. Allí se lograría el acuerdo de desarrollar competiciones a nivel internacional. El impacto de aquel llamado sirvió para encender la chispa de la llama olímpica.

Ante la favorable coyuntura, convocó a un Congreso para “El estudio y la propagación de los principios del amateurismo”, de buena acogida, sin hacer alusión a un Congreso Olímpico, pues no existía el Olimpismo, concebido solo en su mente y la de sus más cercanos colaboradores. El amateurismo inglés, de carácter conservador, representaba un dilema, mas el objetivo no era ése, sino el llamado a la restauración de los Juegos Olímpicos.

Tanta fuerza tuvo la idea que al comenzar el Congreso, su nombre oficial fue: “Congreso para el restablecimiento de los Juegos Olímpicos”, relegando el problema del amateurismo a un segundo plano. El cónclave se desarrolló exitosamente en la Universidad de La Sorbona de París, del 16 al 23 de junio de 1894. Así lo recordaría con satisfacción, a pesar de algunas incomprensiones:

Así pues, en mi ponencia, había decidido terminar en forma sensacional con el anuncio de la resolución de promover el próximo restablecimiento de los Juegos Olímpicos. Y ¡Ya veríamos! Naturalmente yo había pensado en todo, menos en lo que pasó. ¿Oposición? ¿Protestas de ironía? ¿Indiferencia?… Ni mucho menos. Se aplaudió, se aprobó, se me deseó un gran éxito, pero nadie había comprendido. Era la completa incomprensión que empezaba y que debía durar largo tiempo. Cuatro años más tarde, en Atenas, en los Juegos de la primera Olimpiada, me acuerdo de una señora americana que, después de cumplimentarme, me dijo sonriendo:

 ‘Yo he asistido ya a los Juegos Olímpicos’ ¡Ah! ¿Sí? Le dije yo, y ¿dónde ha sido? ‘En San Francisco.’ Y viendo mi asombro, añadió: ‘Era muy bonito. César estaba también (Caesar was There)… Llenos de buena voluntad, no llegaban a comprender mi pensamiento, a interpretar esta cosa olvidada: el Olimpismo, ni captar su espíritu, la esencia, el principio… de las formas antiguas que lo envolvían y que habían muerto hacía mil quinientos años.[6]

Hubo varios acuerdos; dos esenciales: la creación del Comité Internacional Olímpico (CIO), conocido en español como Comité Olímpico Internacional (COI), que a propuesta del Barón sería presidido por el griego Demetrius Vikelas. Él era aclamado para el cargo, pero insistió en que Grecia lo merecía por su historia y allí se celebrarían los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. La internacionalización de las actividades atléticas era un hecho.

También se aprobó la periodicidad de cuatro años, una creación de los griegos, que se mantiene en la actualidad por su rigor científico, así como la igualdad entre todos los deportes olímpicos, sin tener en cuenta las particularidades nacionales. Importante sería el cambio de ciudad y país en cada edición, de fuerte acogida. Los griegos, por la historia, reclamaron la sede permanente, pero el Barón se mantuvo firme y evitó que se volvieran a regionalizar.

Coubertin dejó en marcha una gigantesca obra viva y cambiante (el Olimpismo y los Juegos Olímpicos) y una prodigiosa fuente de conocimiento e investigación integrada por sus múltiples artículos, libros, obras, conferencias, etc., que sobrepasa las doce mil páginas impresas.[7]

Su sueño era que los Juegos fundadores se celebraran en el París de 1900, pero la carga histórica hizo que aceptara Atenas, en 1896. Así surgieron al mundo los Juegos Olímpicos Modernos, llenos de contradicciones. La suerte estaba echada y se vislumbraba lo más difícil: poner en marcha el Movimiento Olímpico Moderno.

De exquisita sensibilidad artística, en más de una ocasión expresó: “el arte quizás sea un deporte, pero el deporte es un arte…” En los Juegos Olímpicos Antiguos se daban cita literatos, poetas, filósofos, retóricos, escultores, historiadores… Y nuestro hombre no descansaría hasta retomar ese objetivo.

Pierre de Coubertin intentó implantar la idea para los Juegos Olímpicos Modernos estableciendo por primera vez el llamado Pentatlón de las Musas (competiciones de arquitectura, pintura, escultura, música y literatura) en los Juegos Olímpicos de Estocolmo, en 1912 y en los que Pierre de Coubertin, concursando bajo seudónimo, obtuvo la medalla de oro en literatura, con su composición Oda al deporte.[8]

En 1927 recorrió, con parte de la familia, desde Atenas hasta Olimpia. Después de meditar y hurgar en la memoria, decidió que su cuerpo descansara en Suiza, y el corazón en Grecia. Paseaba por el parque de la Grange, en Ginebra, cuando lo sorprendió la muerte el 2 de septiembre de 1937; poco después se cumplirían sus deseos.

En su testamento, dejó establecido que su cuerpo fuera enterrado en Suiza, nación que le dio cobijo, comprensión y abrigo a él y a su obra, y que su corazón fuera llevado al mítico santuario de Olimpia, el motor espiritual de su ilusionado y fecundo quehacer olímpico. Allí reposa depositado en una estela de mármol, desde 1938.[9]

[1] Carta Olímpica: Editada por el Comité Olímpico Internacional. Grafos, S. A. Barcelona, España, 1992, p. 19.

[2] Ibídem, p. 11.

[3] Andrés Mercé Varela: Pierre de Coubertin. Ediciones Península. Barcelona. España, 1992, p. 59.

[4] Wikipedia, la enciclopedia libre, 2016.

[5] José María Cagigal: El deporte en la sociedad actual. Biblioteca Cultural. Editorial Prensa Española. Madrid. 1975, p. 21.

[6] Pierre de Coubertin: Memorias Olímpicas. By Geoffroy de Navacelle. Comité Olímpico Internacional. Lausana, Suiza. 1979, p. 19.

[7] Conrado Durántez: Pierre de Coubertin. El Humanista Olímpico. Comité Internacional Pierre de Coubertin. Lausana, Suiza, 1995.

[8] Ídem.

 [9] Ídem.

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