¿Es verdad que Hillary Clinton ganó por 0,02% el espectáculo, la asamblea partidista o maniobra de distracción que se llama El Caucus de Iowa? Seguramente no. Pero no lo sabremos nunca. ¿Por qué? Porque Bernie Sanders se niega a poner en tela de juicio los resultados, ni a exigir el escrutinio de votos en bruto, que probablemente mostraría que el senador ganó por un margen decisivo la votación real.
¿Os suena familiar? Hace eco de la táctica «honorable» de Al Gore durante los recuentos de 2000, cuando no solamente se negó a luchar por su propia elección sino tampoco por sus votantes (ni por los miembros del Caucus Negro del Congreso) quienes se la jugaron por su campaña. Por mucho que me gustaría darle crédito a Ralph Nader, Gore sólo pudo culparse a sí mismo del debacle. Ídem Bernie Sanders. El senador tuvo una oportunidad real para descarrilar a Hillary Clinton: ganar en Iowa y luego en New Hampshire. Y dejó que se le escapara.
El resultado desmoralizante de la campaña de Iowa debe ser una amarga decepción para los jóvenes que acuden masivamente a los mítines de Sanders. Para mi gusto, sus discursos resultan bastante tediosos, la retórica lúgubre y caducada de una época bien pasada. Pero no se puede negar el anhelo, a escala continental, de alguien que arremete contra los bancos, contra Wall Street, y contra la desigualdad agobiante que está quebrando la república. Con razón, aquellos sanderistas apasionados están también cabreados por la corrupción evidente de un sistema político que les trata como marginados.
La naturaleza embustera de los resultados de Iowa, desde decidirlos con una moneda al aire, o la falta de trabajadores del precinto, o la App de Microsoft (¿quién podría confiar en la empresa que produjo MS Windows?) sólo corrobora las sospechas. Bernie debió estar tan furioso como su banda de sans culottes universitarios. En cambio, izó la bandera blanca. En aquel momento los Clinton debieron saber que le tenían ya bien amansado. Se acabó el pánico.
Parece que Sanders haya aprendido a hacer campaña leyendo De amore et amoris remedio de André le Chapelain, el código medieval de conducta de los caballeros románticos. Bernie podría haber recibido una clase de Nader sobre cómo enfrentarse a la máquina de los Clinton, pero Sanders, se ha distanciado tercamente de la figura política populista más osada de nuestros tiempos. En cambio, los Clinton han afilado sus hachazos políticos can Maquiavelo y les películas de Charles Bronson. Aún mientras le dan navajazos por la espalda, Sanders se niega a atacar de lleno a Hillary. Ni siquiera quiere valerse de suplentes para martillear a los Clinton.
Pero los Clinton representan todo lo que Sanders afirma que opone. Son los arquitectos principales del relevo neoliberal del Partido Democrático. Defienden los programas de austeridad tanto en los EEUU como en el extranjero mientras regalan las llaves del erario a los operadores de Wall Street. Despedazaron la reglamentación bancaria y apocaron las leyes del medioambiente y de seguridad alimentaria.
Han forzado acuerdos comerciales, desde el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés), al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) hasta la OMC, todos de los cuales diezman los puestos de trabajo.
Han respaldado guerras intervencionistas desde Kosovo a Colombia, desde Iraq a Libia. Han aniquilado al bienestar, han ensanchado la guerra contra la droga y han institucionalizado la pena de muerte federal. Todo en el nombre del realismo político. Pero el pragmatismo clintoniano es unidireccional: hacia el derecho. (Ver Queen of Chaos de Diana Johnstone para la hoja de antecedentes de Hillary.)
Hillary conoce los puntos flacos de Sanders. Cada vez que Bernie hable, incluso de manera abstracta, de los vínculos pérfidos de la senadora con Wall Street y Goldman Sachs, ella emite un aullido de indignación faux y requiere que Sanders se disculpe por “estar volviéndose negativo”. Los Clinton deben estar sofocándose de risa cada noche en su cuenta de Snapchat de lo fácil que es abochornar a Sanders para que resuma una actitud de impotencia sumisa. Es un perro que no muerde. Ni siquiera ladra.
Una cosa es afirmar cortésmente que el escándalo de los correos de Hillary Clinton es una polémica fabricada y que no vale la pena ni discutirlo. (Sí, que vale la pena.) Otra cosa totalmente diferente es permitir que Hillary (que disfruta del sello de aprobación de Kissinger) salga con la suya respecto al debacle de Libia, una intervención que aparentemente Hillary tuvo que obligar a Obama a tragar. Libia es actualmente el área de operaciones más reciente a ISIS en África del Norte.
Claro, Sanders también respaldó al derrocamiento de Gadafi y no es de los que piden disculpas por sus propios errores.
Mientras tanto, los Clinton están afilando su cuchillería de campaña. Son los mismos quienes, en 2008, enviaron dos empleados a Iowa en plena campaña para difamar públicamente a Barack Obama, tachándole de traficante de cocaína. De hecho, toda la campaña de HRC contra Obama se organizó sobre la base de la premisa de que los EEUU nunca elegirían un presidente negro y, por lo tanto, tuvo su momento quizá más infame en Carolina del Sur cuando ella y Bill intentaron aprovecharse de los prejuicios raciales dentro del partido y de la prensa.
Pero Obama está hecho de otra pasta más resistente y contraatacó agresivamente, imputándole a Hillary una y otra vez su voto apestoso a favor de la autorización de la Guerra de Iraq. Como venganza, Hillary alargó su campaña malhadada hasta la última primaria, negándose incluso entonces a conceder la victoria. ¿Por qué? Obama era impoluto. Parecía poco probable que una Barbie irrumpiera de su armario.
Alexander Cockburn y yo comentamos en broma (con la sensación muy desagradable de que hubiéramos tropezado con algo de verdad) que Hillary fuera deseando en secreto que Obama (objeto de más de mil amenazas de muerte) fuera asesinado antes de la Convención Democrática.
Los equipos de sicarios de los Clinton se sirven del mismo manual de estrategia en contra de Sanders, sazonando las calumnias anticomunistas con una pizca del antisemitismo sureño. ¿Sabéis que Bernie es un rojo? Los EEUU nunca elegirán un socialista.
Si resulta nominado será el final del partido. Hay hasta una campaña de murmuraciones barriendo Carolina del Sur sobre la religión de Sanders.
¿Sabéis que es judío? No solamente un judío sino un judío ateo. ¡Un judío ateo y comunista! Y así sigue. ¿Qué más se podría esperar del esbirro actual de Clinton, David Brock, el hombre que difamó a Anita Hill?
En realidad, la campaña de Sanders se acabó antes de comenzar. La aspiración revolucionaria murió en el momento en que decidió a optar por las primarias del Partido Democrático en lugar de presentarse como candidato independiente, en cuyo caso pudiera haber resultado ser una gran amenaza a la clase dirigente neoliberal. Sanders hasta prometió apoyar a HRC en la elección general. ¿Qué clase de revolucionario es este que deja sentada en el trono a María Antonieta?
Las revoluciones no son lideradas por peleles bien intencionados. Las revoluciones implican hacerse con el poder. Se trata de reparar las injusticias. Las revoluciones exigen enfrentamientos feroces y, como bien podría haberlo dicho Robespierre, la contabilidad quirúrgicamente administrada.
Pero Sanders no ha deseado nunca una revolución de verdad. Es más un Hubert Humphrey que un Che Guevara, un reformador timorato, un liberal de antaño, despotricando en la antesala de un partido que ya hace mucho tiempo hizo su trato faustiano con los brókeres de la austeridad. Para los demócratas no habrá vuelta atrás de aquella transacción tan vergonzosa.
Por todas partes, el mal humor del país suspira por una rebelión política y económica de verdad. Podría pasar, ciertamente, pero buscadla en las calles y no en los rituales vacuos de esta elección.
(*) Editor de CounterPunch. Su libro más reciente es Killing Trayvons: an Anthology of American Violence (con JoAnn Wypijewski y Kevin Alexander Gray).
Fuente: CounterPunch