por Manuel Ligero.
En Chile hay toda una generación de artistas decidida a hurgar sin miedo en la historia reciente del país. Larraguibel lo hace en ‘Sprinters’, una novela sobre la ominosa Colonia Dignidad.
“Nosotros no sabíamos lo que pasaba en la comisaría de la esquina. No sabíamos que allí torturaban a gente. ¿Cómo íbamos a saberlo si a nosotros nadie nos contaba nada?”. Esta frase o alguna muy parecida la hemos oído muchas veces en España. Es la confesión dolorida de quienes vivieron el franquismo en paz, de quienes, consciente o inconscientemente, miraron para otro lado. ¿No sabían nada o no querían saber nada? Ni siquiera las personas directamente implicadas pueden contestar a una pregunta tan difícil y tan íntima. Pero lo cierto es que durante la dictadura esa fue la conducta de millones de españoles, cada uno por sus razones. Y tampoco es que se les pueda reprochar nada: habría que vivir aquello antes de hablar y pedir cuentas. Hoy muchos se preguntan: ¿qué hubiera hecho yo de haber sabido lo que ocurría por aquel entonces en España? ¿Me hubiera comprometido con alguna forma de oposición o hubiera seguido con mi vida sin buscarme problemas, como tantos otros?
Los países tienen también sus traumas, y este de no saber (o no querer saber) lo comparten todas las sociedades que han vivido bajo un régimen fascista: la Francia de Pétain, la España de Franco o el Chile de Pinochet. “Yo me enteré de lo que había ocurrido en Colonia Dignidad con veintitantos años, cuando ya estaba en Madrid, y me dio mucha vergüenza. ¿Cómo nadie me habló de esto antes?”. Claudia Larraguibel (Santiago de Chile, 1968) no vivía en Chile cuando ocurrió lo de Colonia Dignidad.
Sus padres se exiliaron a Venezuela tras el golpe de Estado y no regresaron hasta después del referéndum, en 1988. ¿Y qué ocurrió allí? ¿Qué era Colonia Dignidad? Es lo que Larraguibel cuenta en Sprinters (editado por Salto de Página), un formidable cruce entre reportaje periodístico, guion cinematográfico y novela de ficción que funciona como un reloj.
Colonia Dignidad fue un complejo creado en 1961 por un exmilitar nazi, Paul Schäfer, en la Región del Maule, a unos 400 kilómetros al sur de Santiago. El asentamiento empezó siendo un refugio para los miembros de la secta que anteriormente había fundado en Alemania, la Misión Privada Social, una organización de carácter evangélico dedicada al trabajo agrícola comunitario. Un velo de secretismo cubrió las actividades de Colonia Dignidad hasta los años 90.
Entonces se supo que el complejo sirvió de centro de detención y tortura durante el régimen de Pinochet. Se conoció también el carácter autoritario que regía sus normas de convivencia: entre otras cosas, los miembros no podían salir del recinto, se separaba a hombres y mujeres, los matrimonios estaban prohibidos hasta cumplir los 40 años, se trabajaba sin recibir ningún sueldo, se drogaba a los componentes de la secta para que no se rebelaran y había que confesar los supuestos pecados ante el propio Schäfer, quien, además, vivía rodeado de una cohorte de sprinters, que es como llamaban a sus favoritos, un grupo de adolescentes de los que abusaba sexualmente.
Esta pesadilla contaba con el beneplácito de la dictadura chilena. La colonia, además, fue un centro de tráfico de armas: en 2005 se descubrió allí el mayor arsenal de armas privado incautado en toda América Latina. El mayor. Imaginen la cantidad de armas que han podido manejar los grandes cárteles de la droga y piensen entonces en la dimensión delictiva de Colonia Dignidad.
Cuando Larraguibel empezó a conocer poco a poco la historia, se la contó a sus amigos periodistas en Madrid. Primero les contó la fuga de Tobias Müller y Salo Luna, un episodio real que también narra en la novela. “Ahí hay una película”, le dijeron. Y ella se puso a escribir el tratamiento de un guion que finalmente no se llegó a producir pero que constituye una parte muy emocionante (y perfectamente integrada) del libro. Hubo película, sí, pero la hicieron otros, con poca fortuna y sin el guion de Claudia. Se llamó Colonia (2015) y la protagonizaron Emma Watson y Daniel Brühl.
“Yo eché siempre de menos algo que no tuve: una infancia en Chile”, cuenta la autora para explicar las motivaciones que le llevaron a escribir sobre la Colonia Dignidad. “Ahora creo que ya sé por qué he escrito mis dos últimos libros. En Al sur de la alameda [publicado por Ediciones Ekaré y firmado con su pseudónimo, Lola Larra] hablaba de la ‘revolución pingüina’ de los estudiantes chilenos entre 2006 y 2011. Pero también trataba el tema de las protestas estudiantiles durante la dictadura de Pinochet. ¿Qué hubiera hecho yo si hubiera vivido en Chile? Yo tenía 15 años por aquel entonces. ¿Hubiera protestado? ¿O hubiera pasado de todo? ¿Habría mirado para otra parte? Con Sprinters me hago la misma pregunta. ¿Me hubiera enterado de lo que estaba ocurriendo en Colonia Dignidad?”.
Larraguibel pertenece a una generación de escritores, cineastas y artistas que han tomado la historia reciente de Chile como materia prima para sus trabajos en una especie de terapia nacional colectiva.
“La literatura no tiene deberes. No debe tenerlos. Pero es cierto que hay una vocación por reconstruir un pasado que yo creo que es muy sanadora y que veo en otros muchos escritores. Y, sobre todo, escritoras”. Entre ellas cita Lina Meruane, Alia Trabucco y, sobre todo, a Nona Fernánez. “Nona ha narrado su infancia en varias novelas: Space Invaders, Mapocho, Av. 10 de Julio Huamachuco, La dimensión desconocida… Toda su obra es muy potente y es la reconstrucción de un país en dictadura. ¡Es muy buena, la Nona! Buenísima”.
Sprinters comienza con la misteriosa muerte de un niño de la colonia en una cacería. El incidente no se investiga y el crío es enterrado en una tumba sin nombre, como si nunca hubiera existido. Pero Lutgarda, una mujer alemana que llegó a Chile siendo niña, no puede parar de darle vueltas a la cabeza. Cuando todo el escándalo de la Colonia Dignidad sale a la luz, ella, que tiene ya cerca de 50 años y que no ha salido nunca del recinto, decide aventurarse fuera para saber qué ocurrió realmente con ese niño al que nadie parece echar en falta.
– El personaje de Lutgarda provoca en el lector sentimientos contradictorios: si existió en realidad debió de llevar una vida durísima. Pero, de alguna manera, quieres que exista, porque es una mujer extraordinaria. ¿Existió realmente Lutgarda?
Lutgarda está construida a través de la experiencia y la cercanía que tuve con varias colonas. A mí me hubiera gustado que hubiese existido. No sé si alguna vez volveré a ser capaz de crear un personaje tan poderoso. Tiene una voz, una dignidad… Salió principalmente de una excolona maravillosa llamada Ingrid Szurgelies con la que pasé mucho tiempo y que aparece varias veces citada en el libro. A diferencia de los hombres que entrevisté, las mujeres eran más luminosas. Por alguna razón tenían más esperanza, más resiliencia, más vitalidad. Y nunca se habló de ellas. Todos los documentos que yo manejé, todos los libros, hablaban solo de los hombres. Las mujeres eran los seres más invisibles de la colonia. También es cierto que a los hombres los dopaban más y que quedaron más dañados. Conocí a hombres a los que se les administró fármacos durante 30 años. Y eso sin contar a los que fueron sprinters, claro. Las mujeres no tuvieron que pasar por eso. A Paul Schäfer no le gustaban las niñas.
– De todas las personas que entrevistó para documentarse, ¿hay gente que siga viviendo hoy en la colonia?
Sí, claro. Varias.
– ¿Pero por qué? Si ya no hay secta, si de alguna manera han sido ‘liberados’, si conocen y entienden todos los horrores que se cometieron, ¿por qué siguen allí? ¿Porque es el único hogar que han conocido?
Eso es. Además, los diferentes gobiernos chilenos no han sabido qué hacer con la colonia y con sus responsables cuando todo salió a la luz. Paul Schäfer sí fue encarcelado y murió en prisión, pero los jerarcas, que eran cómplices de todo aquello, están libres. Uno de los más terribles, el doctor Hartmut Hopp, que era quien administraba todas las drogas, está libre en Alemania, aunque ahora se supone que la comisión mixta que se encarga del caso podría extraditarlo a Chile. Y los que ahora administran la colonia, Denis Alvear y Hernán Escobar, cuentan que ellos ya no tienen ningún contacto con los antiguos jerarcas, que están en una situación financiera desesperada porque les embargaron las tierras y que se ocupan de los excolonos que ya son ancianos y que no pueden valerse por sí mismos. Hicieron una cosa muy loca: transformar la Colonia Dignidad en un centro de agroturismo. Ahora se llama Villa Baviera. Hay unas cabañitas donde puedes ir a dormir.
– ¿Y de verdad hay gente interesada en ir allí?
Por supuesto. Hay unos blogs donde la gente cuenta cómo se sintió. Los hay que dicen: “Es un poco raro. Yo no volvería”. Y otros: “Es fantástico, es muy bonito”. Imagínese… ¡Si es como ir a dormir a Auschwitz! Una cosa completamente loca. Yo no he ido, eh… Cuando lo visité me ofrecieron quedarme a dormir, pero no quise, claro. Los que quedan allí dicen que no tienen nada que ver con el pasado de la colonia. Pero Hernán Fernández, el abogado de las víctimas, dice que todo es una fachada y que siguen en contacto con los antiguos jerarcas, siguen teniendo dinero, siguen estando cerca del poder… Fíjese, en Chile acaban de nombrar ministro de Justicia a Hernán Larraín, que fue siempre defensor de Paul Schäfer y de la Colonia Dignidad.
– Y que es el padre de Pablo Larraín, el director de cine.
Pero políticamente el hijo salió del otro lado. Afortunadamente.
– Hay un cierto paralelismo pederasta entre las figuras de Marcial Maciel y los Legionarios de Cristo y la de Paul Schäfer y la Colonia Dignidad. Maciel se apoyó en la religión para fundar su congregación, ¿pero en qué se basó Paul Schäfer?
La excusa también era religiosa. Él era pastor protestante. Colonia Dignidad no es que fuera una especie de academia nazi pero sí que había un componente político. Schäfer decía en sus discursos: “Dios me ha impuesto dos batallas: crear el paraíso en la Tierra y acabar con los comunistas”. O sea, que había una mezcla de política y mesianismo. Porque él era como un enviado de Dios. Todos se confesaban ante él.
– Es inevitable comparar las transiciones democráticas de Chile y España. Y quizás la pregunta le parecerá muy marciana pero ¿existe en Chile una Fundación Augusto Pinochet financiada con dinero público?
No como aquí con Franco, pero sí que la hubo hasta hace poco. Cuando Baltasar Garzón ordena su detención en Londres, su fundación aún existía y tenía muchísimo dinero. Pinochet murió tranquilamente, no se olvide de eso. No murió en la cárcel. Y en su entierro hubo centenares de miles de chilenos que desfilaron durante horas ante el féretro. Y lloraban y decían: “¡Ay, el tatita! ¡Ay, el tatita!”. El tata es el abuelo. Una cosa alucinante.
– En España, poco después de la muerte de Franco, parecía que los franquistas habían desaparecido. Era como si nunca hubieran existido.
Hoy en Chile también hay más vergüenza a la hora de presentarse como pinochetistas. Pero ahí siguen. Como aquí, en España. Hernán Fernández incidía en eso y yo lo pongo en la novela en boca de Salo Luna. Lutgarda le dice: “Ya no están los jerarcas en la colonia”. Y Salo Luna le contesta: “Siempre han estado ahí”. Porque la colonia es un reflejo de todo el país. ¡Pero si en el gobierno de Piñera hay exministros de Pinochet! Y nadie cumplió condena ni nada parecido. Cumplieron condena los militares, los que estuvieron más relacionados con los crímenes de lesa humanidad. Pero los que formaban el entramado económico, los poderosos de Chile que lo fomentaron, siguen ahí.
– La película El club, de Pablo Larraín, guarda cierto parecido con Sprinters.
Sí, ¿verdad? ¿Por qué habrá tantos pederastas en Chile? Bueno, en todas partes.
-Y también se dijo de aquella película que era una metáfora del país.
Por eso es tan buena. Es maravillosa.
– Y durísima.
Es muy agobiante, sí. Muy opresiva. También lo han dicho de mi libro.
– Pero su libro ofrece cierta esperanza. Gracias a Lutgarda.
¡Menos mal que me lo dice! [Risas]. No todo el mundo opina lo mismo. Pero Lutgarda es una tía que termina corriendo, jugando, con ganas de vivir. Es muy sensata. Tiene una lucidez y una luminosidad que ya le gustaría tener a la narradora. La narradora siempre se está quejando. Siempre está cabreada.
– La narradora es usted.
Soy yo y no soy yo. [Risas]. Hay cosas que son medio verdad, medio ficción.
– Aquí en España se dice que tocar determinados temas políticos contribuye a reabrir heridas, que es mejor dejar las cosas como están. ¿En Chile se dice algo parecido?
Antes sí, pero ocurrió algo raro, catártico, cuando se cumplieron los 40 años del golpe militar. Antes de ese aniversario había, por supuesto, muchos libros y obras de teatro que habían tratado el tema de la dictadura. Y eran cosas muy buenas, pero muy elitistas. Pero en 2013 se empezaron a hacer telenovelas y series documentales que destapaban todos los horrores del golpe y que vio todo el mundo, un público muy transversal. Si por la lobotomía generalizada que suelen hacer las dictaduras había algún chileno que no se hubiera enterado de lo que ocurrió, ahí pudo enterarse. Se hizo una telenovela sobre la Vicaría de la Solidaridad [Los archivos del cardenal]. Y Benjamín Vicuña, que es un actor de telenovelas muy famoso, presentó una serie documental [Chile, las imágenes prohibidas], sobre los horrores de los años de la dictadura.
– ¿Ese tipo de programas respondía a una necesidad del país? Lo que hacen usted, Pablo Larraín, Nona Fernández, Sebastián Lelio… ¿es una especie de terapia?
Totalmente. Yo trabajo con muchos colegios y le digo a los estudiantes que la literatura no deja nunca de ser social y política. Más allá de las pulsiones artísticas que tengan los autores, es imposible que sus obras no drenen por ahí algo, algo de las heridas de la sociedad.
Protegida por un saludable sentido del humor, Claudia Larraguibel relata el trauma del exilio que vivió su familia. Ahí está la clave de todo y ella, ahora, lo sabe. Por eso escribe lo que escribe. “Yo me perdí toda una vida que podía haber vivido. Y lo que ocurre es que el exilio le tiende muchas trampas a la memoria”, explica mientras sonríe divertida. “En mi casa de Venezuela mis padres se reunían con los exiliados chilenos. Se reunían a llorar, a echar de menos la comida chilena, hacían empanadas chilenas, celebraban el 18 de septiembre, escuchaban a Violeta Parra, a los Quilapayún, echaban de menos el clima de Chile, las playas de Chile… Luego, cuando volvimos a Chile después del referéndum, se reunían con los mismos amigos del exilio, ¡y escuchaban música venezolana, comían arepas venezolanas, echaban de menos el clima de Venezuela! [Risas]. Esa es la trampa que te tiende el exilio: siempre echas de menos algo”.
Fuente: La Marea