sábado, diciembre 21, 2024
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Cien Años de Cortázar y la Sombra de un tal Morelli

“¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura? Y nosotros que no queremos ser lectores-hembra, ¿para qué servimos sino para ayudar en lo posible a esa destrucción?” Quien se hace estos planteamientos en apariencia contradictorios, es Morelli, un escritor sin amigos y sin lectores, que quizás por eso mismo, se plantea la inmolación de la literatura a través de la literatura, para crear otra cosa. Morelli es un personaje de Rayuela, paralelo a Horacio, y que aparece en los llamados capítulos prescindibles de la novela. Así, apartado en un rincón, lejos de las tramas, ejerce de autor, lector y crítico literario, además de personaje de la propia obra que se está escribiendo. Se ha dicho que Morelli era un alter ego del propio Julio Cortázar.

Por Pedro Antonio Curto (U*)

En el programa Grandes Personajes a Fondo que dirigía magistralmente Joaquín Soler Serrano, se entrevista a Julio Cortázar durante más de dos horas. Es un Cortázar en blanco y negro, pues estamos en 1977, en la España de la transición y el escritor argentino es ya un autor en pleno auge. Mientras fuma sin parar y se le aprecia una dentadura destruida, entabla una conversación amena con el presentador, conocedor de su obra, y que nos adentra también en la biografía del escritor.

Dentro de esa cordialidad el argentino se altera levemente en algún momento, así es cuando le lanza una pregunta acerca del boom latinoamericano como fenómeno, clave para el reconocimiento de su obra y la de otros autores.

Él, con un cierto tono solemne, proclama que sus obras las escribieron en la soledad y la pobreza, que sus primeros libros fueron publicados en precarias ediciones, que no tenían contacto con los editores, que éstos vinieron después, tras el apoyo del público y los lectores, por cuyas manos fueron circulando esos libros, aparte de haberla escrito lejos de sus países. No sé si Cortázar se planteó a Morelli como un alter ego, pero desde luego la sombra del personaje salía de su propia carne.

Morelli ve al intelectual moderno como alguien solitario, perseguido por los diversos establishment políticos, económicos y culturales, asfixiado entre las convenciones sociales. Frente a ese acoso le queda el lector como aspiración para una comunicación plena, rompiendo los esquemas del orden tradicional. Una plenitud donde lo fantástico y la realidad se entrecruzan y dialogan.

Pero ese lector no se encuentra en una masa uniforme y adocenada, una masa a la que se dirige el narrador tradicional desde una posición de superioridad. Lo que quiere es hacer polvo esos valores que le parecen la máscara podrida, de un orden de cosas todavía más podrido. Por ello Morelli expone al lector en una situación personal, en un contacto directo, sin barreras de tesis, que sea parte activa de la novela, que es algo más que trama, que una historia; se trata, entre otras cosas, de una cosmovisión global y laberíntica.

Así descalifica al lector clásico: “tipo que no quiere problemas sino soluciones o falsos problemas ajenos que le permiten sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser suya.” Por el contrario el lector ideal sería: “la de hacer un cómplice, un camarada de camino.

Simultaneízarlo, puesto que el lector abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podría llegar a ser coparticipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y de la misma forma.” Para ello Morelli plantea los problemas del acto de escribir como trascendencia del yo alineado y la imposibilidad de llevar a cabo tal proyecto a causa de las limitaciones que conlleva el material básico de todo escritor: el lenguaje.

Y para ello, como no puede ser de otra manera en tal personaje, se lo plantea de una forma transgresora: “lenguaje quiere decir residencia en una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje que somos nos traiciona, no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que revivirlo, no reanimarlo.” Se plantea el lenguaje no solo como un medio, sino que tiene algo de déjà vu, de caminos y laberintos por los cuales circular ( y Rayuela es ante todo una novela-laberinto), suponiendo que al abrir la página de un libro, nos adentramos en ese otro lugar situado tras el espejo de Lewis Carroll. Aunque como Alicia, se termine diciendo, “solo vine a ver el jardín.”

En un momento Morelli se vuelve explosivo:

“El escritor tiene que incendiar el lenguaje, acabar con las formas coaguladas e ir todavía más allá, poner en duda la posibilidad de que este lenguaje esté todavía en contacto con lo que se pretende mentar.” Desde una propuesta literaria diferente, Marguerite Duras, nacida como Cortázar en el bélico año de 1914, decía respecto a la escritura: “Debería existir una escritura de lo no escrito. Un día existirá. Una escritura breve, sin gramática, una escritura de palabras solas. Palabras sin el sostén de la gramática. Extraviadas. Ahí, escritas. Y abandonadas de inmediato.” Es el juego de Cortázar en la versión de Duras, la escritura como liberación, sin sometimientos a reglas que la limiten y empobrezcan.

¿Qué tenía de Morelli, Cortázar? Sin duda mucho, aunque no fuera él; los dos eran cronopios, pero fuera de la ficción el éxito obligó a Cortázar a jugar en el escenario de las famas. En esos vaivenes, se mantiene la obra cortazariana, como ese personaje de Rayuela, Talita, que va de un edificio a otro a través de una cuerda, igual que un equilibrista. Así, la editorial Leer-e, acaba de lanzar su obra en versión digital; la propuesta del juego literario, también se muestra en las nuevas tecnologías.

En la entrevista, cuando el presentador alude a su éxito, Julio le responde: “cosas como la consagración universal me son profundamente indiferentes”, que eso le suena a estatuas y él siempre ha sido un cronopio. Frente a las estatuas, (también las que se levantan por él) en los cien años de Cortázar, el juego sigue.

(*) Escritor español.

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