¿Qué sintió entonces el niño vestido de marinero al contemplar esta montaña de cadáveres? ¿Orgullo nacional, tristeza o indiferencia? ¿Imaginó su Patria (cualesquiera que haya sido) más gloriosa, más digna, más suya al constatar el sacrificio consentido por sus compatriotas? Y al crecer, ¿se anidaron en su espíritu los sentimientos patrioteros de odio y menosprecio por los enemigos de su Estado-nación?, o tal vez, ¿se rebeló contra el militarismo y el chovinismo y practicó la fraternidad por encima de las fronteras como lo hicieron centenares de obreros peruanos y bolivianos que prefirieron enfrentar la alta probabilidad de otra matanza –esta vez en diciembre de 1907 en Iquique- antes que abandonar en la Escuela Santa María a sus hermanos chilenos?
“Cuando el ejército chileno marchaba hacia el enemigo y las bandas ponían en juego sus instrumentos, los capellanes bendijeron la tropa, la cual conforme a Ordenanza se hincó, con una rodilla a tierra, y entonces el virtuoso sacerdote don Ruperto Marchant Pereira, que era uno de los capellanes, alzando las manos con profunda y comunicativa emoción pronunció estas palabras: «Hermanos: antes de morir por la Patria, elevad el corazón a Dios`”[1].
Así describió el historiador chileno Gonzalo Bulnes uno de los momentos previos a la batalla de Tacna o del Campo de la Alianza, donde perecieron o quedaron heridos, el 26 de mayo de 1880, varios miles de soldados chilenos, peruanos y bolivianos.
La foto que observamos muestra una parte de los restos de los que allí cayeron defendiendo, con la bendición de la Iglesia, a sus respectivas patrias.
¿Sus patrias? ¿Qué patria defendían los quechuas, aymarás, cholos, “rotos” y “huasos” enrolados en los ejércitos beligerantes? ¿La de sus amos latifundistas y mineros o la de sus comunidades ancestrales? ¿La de los caudillos militares, aquella que les habían inculcado en el servicio militar y en la Guardia Nacional, o la “patria” como simple expresión del amor al terruño?
Todo parece indicar que cuando estalló la Guerra del Salitre o del Pacífico, el sentimiento nacional estaba más desarrollado en Chile que en Perú o Bolivia, lo que explica, al menos en parte, el triunfo de las armas chilenas. Pero este sentimiento no era muy antiguo ni había brotado espontáneamente. Como todos los fenómenos sociales, el patriotismo chileno tenía un carácter histórico, fruto de determinadas condiciones inscritas en la temporalidad. La prueba es que cuarenta años antes –durante la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana-, casi todos los “rotitos” y “huasos” habían sido conducidos a la fuerza (muchas veces laceados) hacia el norte.
Sin embargo, en 1879 los alistamientos voluntarios se contaron por miles. El cambio de actitud de la masa popular era el resultado del notorio progreso que experimentaba la construcción del Estado nacional en Chile. El servicio militar en la Guardia Nacional, el disciplinamiento del “bajo pueblo” por medio de la pena de azotes, los trabajos forzados, las papeletas en las zonas mineras, las jaulas rodantes del ministro Portales, la instalación de jefes militares sobre la jurisdicción de los principales yacimientos mineros, instrumentos todos al servicio de la proletarización y la mantención de la dominación oligárquica, así como la paulatina extensión a lo largo del territorio nacional de los aparatos de Estado, la acción de la Iglesia y de la escuela, la difusión de símbolos patrios y la celebración de ciertas efemérides, estaban dando frutos.
También es necesario considerar que, a pesar de sus contradicciones, el mestizaje étnico y cultural había creado significativos vínculos entre la elite y el “bajo pueblo”. Se ha postulado con buenos argumentos que la transhumancia de los peones, obligados a “correr tierras” en busca de trabajo, habría contribuido a generar en ellos una noción más amplia de su espacio de pertenencia, que coincidía con el núcleo básico del “Chile histórico” (el Norte Chico y el Valle Central). Su movilidad física llevó a estos trabajadores nómades a reconocer o construir una cierta afinidad cultural con otros sectores populares de otros puntos del país, aproximándose con el paso del tiempo a los valores comunes de la “chilenidad”[2]. Este sentimiento y mixtura cultural alcanzaría su coronación durante la Guerra del Pacífico porque las identidades siempre se construyen diferenciándose del “otro” y las guerras –aunque nos repugne aceptarlo- son momentos fuertes en la configuración de las identidades nacionales.
¿Qué sintió entonces el niño vestido de marinero al contemplar esta montaña de cadáveres? ¿Orgullo nacional, tristeza o indiferencia? ¿Imaginó su Patria (cualesquiera que haya sido) más gloriosa, más digna, más suya al constatar el sacrificio consentido por sus compatriotas? Y al crecer, ¿se anidaron en su espíritu los sentimientos patrioteros de odio y menosprecio por los enemigos de su Estado-nación?, o tal vez, ¿se rebeló contra el militarismo y el chovinismo y practicó la fraternidad por encima de las fronteras como lo hicieron centenares de obreros peruanos y bolivianos que prefirieron enfrentar la alta probabilidad de otra matanza –esta vez en diciembre de 1907 en Iquique- antes que abandonar en la Escuela Santa María a sus hermanos chilenos?
Nada sabemos acerca del niño de esta foto, pero su imagen meditabunda de los horrores de la guerra quedó archivada como un mensaje para las futuras generaciones que conviene rescatar y difundir.
Es verdad -como dice Toynebee- que la guerra ha existido desde el surgimiento de la civilización y ha acompañado al hombre a través de la historia, pero es igualmente cierto –como plantea el mismo autor- que la guerra siempre ha sido la causa del fin de las civilizaciones[3]. Enfrentados al inicio del tercer milenio, cuando la globalización y la mundialización parecen engendrar una sola gran civilización –la del conjunto de la humanidad-, los hombres y mujeres de la nueva era que está naciendo tienen en sus manos la posibilidad –única en la historia- de hacer, de este nuevo parto civilizatorio, un alumbramiento menos doloroso que nos ahorre futuras hueseras de gloria.
(*) Historiador, Profesor Titular de la Universidad de Chile.
Fuente: Radio del Mar
Notas:
[1] Gonzalo Bulnes, Guerra del Pacífico, vol. II, Santiago, Editorial del Pacífico S.A., 1955, pág. 169.
[2] Esta hipóteis ha sido formulada por Julio Pinto Vallejos en “¿Patria o clase? La Guerra del Pacífico y la reconfiguración de las identidades populares en el Chile contemporáneo”. (Ponencia presentada en las XV Jornadas de Historia Económica organizadas por la Asociación Argentina de Historia Económica y la Universidad Nacional del Centro, Tandil, 9 al 11 de octubre de 1996).
[3] Los plantemientos de este autor fueron desarrollados originalmente en su obra A study of history. Algunos extractos fueron publicados bajo el título War and Civilization. Al escribir este comentario he tenido a mano su versión francesa: Arnold J. Toynbee, Guerre et civilisation, Paris, Gallimard, 1973.