por Francisco Herreros.
Tal como hace 46 años, la derecha se atrincheró detrás del bototo militar, entonces para usurpar el poder, hoy para conservarlo. Dado el dinamismo, vértigo e intensidad del estallido social que sacude Chile, es difícil predecir sus consecuencias en la dimensión política y en lo inmediato.
Pero al menos, hay dos certezas: a Piñera se le incendió el oasis, por más que haya existido sólo en su imaginación, y el «panel de expertos» difícilmente volverá a decretar un alza en la tarifa del transporte.
Es, evidentemente, la mayor crisis política y social que ha enfrentado la arrogante república neoliberal, desde el inicio de la perpetua transición.
Pero sería erróneo postular que a partir del 18 de octubre, Chile entró en una situación prerrevolucionaria, y que por tanto, el colapso del sistema neoliberal está, literalmente, a un tiro de piedra.
Una situación prerrevolucionaria requiere tres o cuatro componentes elementales, por ahora ausentes en el complejo escenario instalado por la crisis: dirección política, unidad política y social, madurez política e ideológica, y proyecto alternativo de sociedad.
Es conocida la capacidad de ruptura que tienen los movimientos sociales, especialmente en una fase de estallido, como ahora en Chile. Suelen ser dramáticos, espontáneos, espasmódicos, febriles, inorgánicos, masivos, trepidantes y en ocasiones, extremadamente violentos.
Sin embargo, con la misma velocidad con que se expanden y alcanzan el cénit, suelen desactivarse y diluirse en lo cotidiano.
Con todo, tampoco han sido infrecuentes los casos en que estallidos sociales devienen en crisis políticas severas y/o prolongadas, cuando las clases hegemónicas pierden capacidad de mantener inmutable su dominio, y los de abajo se niegan a seguir soportándolas.
El estallido social de Chile puede derivar en cualquiera de los dos polos de la encrucijada: aplacarse, por el despliegue de poder militar o la negociación, al estilo de un gobierno de salvación nacional, como está proponiendo la Concertación, o derivar en una crisis política prolongada, capaz de alterar sustantivamente el balance del poder.
Por tanto, es necesario caracterizar sus rasgos con precisión.
El primero de ellos es la escalada del conflicto espoleada por la inconcebible torpeza del gobierno.
Nadie hubiera pensado, hace una semana, que la evasión en el pago del pasaje del metro, protagonizada por piquetes de estudiantes organizados, en protesta por la segunda alza en el año en las tarifas del transporte público, se transformaría en el factor detonante de una de las mayores jornadas de protesta social, no sólo del período de la república neoliberal, sino de la historia del país.
Conforme a su ADN autoritario y represivo, el gobierno respondió con la militarización del metro, con efectivos de fuerzas especiales de Carabineros, a pretexto del resguardo del orden público, lo cual añadió presión a una caldera que estalló hacia las 15:00 horas del viernes 18, cuando el cierre del metro colapsó el precario sistema de transporte de la capital, que no sólo no ha sido rehabilitado hasta ahora, sino que no se ve para cuándo.
Medida doblemente palurda por cuanto la evasión en el Transantiago supera holgadamente el 30%, ante la impavidez del Gobierno, y fue adoptada por el Gobierno encabezado por el mayor evasor tributario y de contribuciones del país.
No menor influencia en la escalada de la indignación ciudadana ocasionaron declaraciones arrogantes, frívolas, irónicas e insultantes de ministros que recomiendan levantarse más temprano para ahorrarse la diferencia con la tarifa punta, o comprar flores, porque bajaron de precio, o aseguran la imposibilidads de una rebaja tarifaria del metro, el día antes de que el Gobierno despachara el proyecto de ley que las anulaba.
Otras autoridades, como el presidente de la «comisión de expertos» que decretó el alza del transporte se permitieron barbaridades tales como sostener que «cuando suben los tomates, el pan, todas las cosas, no hacen ninguna protesta».
¿Torpeza intrínseca radicada en la esfera del comportamiento individual?
En absoluto. Se limita a expresar la identidad de clase de una minoría arrogante e inepta, que gobierna para sí.
Es más, el comportamiento del gobierno de Piñera ante la crisis, con la militarización inmediata del país, ha sido tan desencajado, distante y opuesto al sentir popular, que no permite descartar una operación política de mayor alcance, con calculada y deliberada provocación, que a pretexto del caos y la violencia, apunta a despojarse de formalidades democráticas para ejercer directamente el poder, con arreglo a los manuales clásicos de control político, asentado en el poder militar.
Una segunda particularidad de la estampida del descontento social es su rápida escalada, desde conflicto propio de la región metropolitana de escala nacional. No hay región del país donde no haya emergido la protesta social, con niveles de intensidad marcados por la declaración de Estado de Emergencia, que ya incluye cinco regiones: matropolitana, Segunda, de Antofagasta; Cuarta de Coquimbo, Quinta de Valparíso, Sexta de O’Higgins; Octava del Bío.Bío, Decimocuarta de Los Ríos, y Duodécima de Magallanes.
Relacionado con lo anterior, un tercer rasgo específico de la actual crisis que estremece a Chile es la ampliación de las demandas hasta el nivel de impugnar globalmente las bases del modelo, que incluyen aquellas relacionadas directamente con la condición de vida; tales como pensiones, salud, educación, los reducidos ingresos de las mayorías, su elevado endeudamiento, la precariedad laboral y el aumento de la carestía de la vida sin compensación salarial, pero también otras de raigambre sociológica, normativa y cultural, como el fastidio ciudadano ante la corrupción generalizada de la casta política, la elite empresarial, los mandos de las fuerzas armadas y carabineros, e incluso las iglesias, la impunidad de los delitos de cuello y corbata, el fracaso del combate a la delincuencia, la ineficacia de la clase política, el desprestigio de las instituciones y la falta de participación en la toma de decisiones de política pública, que inciden negativamente en la cotidianidad de las personas, entre otras.
En lo inmediato, la evolución de los acontecimientos en una semana que se anticipa tensa, trepidante y eventualmente decisiva hacia una u otra dirección, dependerá de la intensidad de la confrontación de los dos principales antagonistas de la coyuntura.
El Gobierno de Piñera no ha vacilado en sacar a las Fuerzas Armadas a las calles, con trágicas consecuencias que al momento de redactar estas líneas, empezaban a conocerse; y a reafirmarse en la criminalización de la protesta social, reducida a grupos de delincuentes, vándalos y violentistas, que no tienen otro propósito que destruir el país.
El abismo que media entre el paranoico y exacerbado discurso de Piñera y las representaciones colectivas de los millones de chilenos que han participado en la protesta es, por virtud de la paradoja, uno de los escasos factores que contribuye a mejorar las posiciones de una salida radical, entendida conceptualmente por el reemplazo total o parcial del modelo neoliberal.
Posiciones que, a su vez, dependen de la capacidad de resistencia a la escalada de violencia represiva ordenada por Piñera; evolucionar con rapidez hacia la organización, la unidad de las luchas y la coordinación de las demandas, de manera de ir perfilando un programa, y resiliencia ante la gigantesca operación de desinformación masiva que está llevando adelante el sistema mediático.
Esas condiciones hoy no existen, pero es parte de las dinámicas de los conflictos, que en situaciones de confrontación aguda, como la que hoy sacude a Chile, emergen desde ángulos y momentos inesperados. Son aquellas coyunturas en que en cuestión de días, la madurez política brota de la necesidad, y la historia avanza más rápido que en décadas.
Estamos en guerra, señores, dijo Piñera:
«En guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún limite, incluso cuando significa pérdidas de vidas humanas con el único propósito de producir el mayor daño posible esta batalla no la podemos perder“.
En nada se diferencia del discurso de Pinochet, al tiempo que sacar al Ejército a las calles representa, técnicamente, un golpe de Estado.
Parafraseando a Hegel, Marx postuló que a menudo los hechos se presentan dos veces en la historia: la primera como tragedia, y la segunda como farsa.
Piñera no es Pinochet, así como no es lo mismo invocar la participación militar en defensa de la patria contra la amenaza del comunismo, en plena guerra fría, que hacerlo en defensa de una minoría abusadora, arrogante, mediocre y prepotente, y de un sistema económico político fracasado, que hace agua por los cuatro costados.
Sin embargo, al igual que Pinochet, Piñera se manchó las manos de sangre, y no trepidó en volver a utilizar a las fuerzas armadas y de orden como gendarmes de los intereses de una minoría oligárquica, cubriéndolas nuevamente de oprobio, lo cual lo despoja de toda legitimidad democrática y lo inhabilita como referente para cualquier negociación.
Piñera decidió remontar la crisis profundizándola. Está por verse si tiene juego para sostener la mano. Por lo pronto no deja de llamar la atención que hasta el propio comandante de la fuerza, haya saltado al ruedo con la afirmación de que no se siente en guerra con nadie.
Dos elementos adicionales presentes en la crisis, relativos al miedo, influirán significativamente en el desenlace.
De una parte, la enérgica reacción del actor popular demuestra una superación del miedo paralizante, provocado por la prolongada noche de la dictadura, y de otra el Gobierno eligió provocarlo, al fundar su discurso y desencadenar la represión, en nombre del combate a la delincuencia, el control del orden público, la defensa de la propiedad y la lucha contra la violencia organizada; factores característicos e inevitables de la conflagración política y social, estimulados por la concurrencia simultánea de la acción del lumpen, en concierto por acción u omisión con la infiltración y provocación policial, y la inducción y desinformación del sistema mediático.
Como se conjugarán estos factores, en qué dirección y en cuánto tiempo, son conjeturas y lucubraciones de desarrollo abierto, que pueden cambiar fácilmente, según las tornas de los acontecimientos.
Una pausa y ya volvemos.