Aunque, aparentemente, no se encuentra en los manuales militares, saquear y violar son prácticas frecuentes tras la derrota militar de un enemigo. Poco se habla de este tipo de sucesos y, por lo general, se consideran hechos aislados. En 1881, el Ejército chileno entró a Lima y las crónicas de la época dicen que la devastación fue absoluta.
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Rapiña y, también, destrucción. En los últimos años el robo de volúmenes desde la Biblioteca Nacional del Perú, ocurrido en ese episodio y la solicitud de restitución hecha a Chile por el país vecino, ha traído el tema al presente, con escasos resultados favorables para la demanda peruana.
Pero, no hay que remontarse tan atrás para volver a revivir esos hechos, porque tras el 11 de septiembre de 1973 las Fuerzas Armadas volvieron a las prácticas de antaño, esta vez cuando, supuestamente, libraban la “guerra contra el marxismo”, o la “guerra antisubversiva”.
Durante 17 años, el despojo se practicó no sólo contra aquellos considerados enemigos y derrotados, sino también contra el mismo Estado.
El asunto del robo practicado por miembros de las Fuerzas Armadas es un tema poco explorado, y creo que se considera muy banal al lado de los crímenes de sangre, con los que se identifica a la violencia política ejercida por la Dictadura.
Sin embargo, es impresionante la frecuencia con la cual ocurría, en distintas escalas o niveles, dependiendo del status de quien lo perpetraba. Quienes nos hemos sometido a la lectura de testimonios y declaraciones de víctimas de violaciones a los derechos humanos podemos advertir que, en algún punto, siempre se mencionan tanto el destrozo de los bienes de la víctima como la sustracción de parte de ellos al momento de efectuarse la detención; obviamente, se mencionan a la pasada, son casi detalles sin importancia.
Tal vez el relato más conocido sea el saqueo de la casa presidencial, tras el bombardeo el día del Golpe, en el que incluso habrían participado vecinos del barrio.
Entre quienes estuvieron sometidos al régimen de prisión de guerra, y se les permitió mantener cierta comunicación con el exterior, la recepción de encomiendas era el momento de la rapiña. Y, así, hay diversos relatos que han quedado registrados y que la memoria se encarga de traer, de vez en cuando, al presente.
Estas situaciones, que acabo de mencionar, son los niveles más bajos del pillaje. Pero, qué ocurre cuando subimos en la escala de importancia: se observan otras situaciones de “apropiaciones indebidas”, “desviación de fondos para gastos y enriquecimiento personal”, lo que quedó al descubierto el año 2004, con el Caso Riggs.
En esa oportunidad, varios seguidores del Dictador se sintieron defraudados, más aún cuando durante su detención en Londres se había orquestado una campaña para recaudar fondos destinados a la mantención del general en su cautiverio (¡!).
Pero, también hubo saqueo entre instituciones. Una vez ‘ocupado’ el Estado, las Fuerzas Armadas se transfirieron propiedades a sí mismas.
Un ejemplo es lo ocurrido con el balneario popular Rocas de Santo Domingo, de propiedad de la Corporación de la Vivienda en 1973, apropiado por el Ejército para fines represivos, y que luego notarió a su nombre. Como este caso hay muchos, en un contexto donde el crimen estaba legalizado y en la práctica la impunidad era total.
Perfectamente podría decirse que la Ley Reservada del Cobre entra en esta categoría, es la legalización de un acto de usurpación de un bien público, en este caso. He escuchado decir que, incluso, es la condición para que las FF.AA. accedieran a abandonar el control del Estado (porque está claro que su poder parece seguir intacto), algo así como una ofrenda necesaria ante tal sacrificio, pues como ha señalado mi colega Sebastián Monsalve, en otra columna, en efecto los militares no desdeñan los bienes terrenales. ¡Vaya que no!
El asunto que quiero plantear, aquí, es la continuidad de una práctica de usurpación o apropiación de bienes que no les pertenecen, dicho en simples y pedestres palabras: robo. Algo que parece sorprender en el caso de las FF.AA. chilenas, en relación con el caso de la dictadura argentina, ya que acá se cree que los militares no “afanaban”, que eran tan rectos y moralmente superiores, que no incurrían en esas bajezas (matar si, robar jamás).
Si es plausible esa continuidad, ¿por qué ocurre?
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Podría decirse que, si bien las FF.AA. imaginaban que, entre 1973 y 1990, estaban librando una guerra, el pillaje podría explicarse, pero no justificarse, como una acción propia de los ejércitos de ocupación, que han resultado vencedores e imponen su propia jurisprudencia.
Pero, luego de 1990, ¿seguían librando esa guerra imaginaria?, no, pero la transición parece haberles asegurado la continuidad de un marco de impunidad, a través de las limitaciones de la vigilancia civil sobre el mundo militar.
Impunidad que se suma a las diversas excepcionalidades a las que los miembros de las FF.AA. están sometidos, incluido el haber puesto a disposición de la miseria de las AFP a toda la población nacional, excepto a sí mismos, obviamente.
Y para qué hablar de los civiles que son puestos a disposición de la Justicia Militar; recientemente, Amnistía Internacional ha impulsado una campaña para terminar con esta situación, que ha constatado como una práctica de impunidad.
En definitiva como ya señalaba Monsalve, el problema no es individual, sino político e institucional: hay prácticas arraigadas porque el contexto y las instituciones las permiten y, entonces, hay una continuidad en el pillaje. De ahí que podría no haber mucha distancia entre la lógica del botín de guerra y el reciente ‘milicogate’.
Fuente: Corporación Olof Palme Chile