Fue un golpe de Estado. Es verdad que Morales forzó la Constitución al presentarse por cuarta vez. Es verdad que en el país había un malestar difuso que se expresó en el referéndum sobre la pertinencia de esa cuarta participación.
Pero fue un golpe de estado, protagonizado por las derechas racistas más rancias, la policía y el ejército.
Bolivia se sumió en una crisis devastadora el 20 de octubre, fecha de las elecciones presidenciales y legislativas. El período de mayor estabilidad política en toda su historia como estado independiente ha llegado así a su fin; las movilizaciones y protestas en todo el país muestran un escenario aún abierto y que condujo, el 10 de noviembre, a la dimisión y exilio del presidente Evo Morales y del vicepresidente Álvaro García Linera, primero en México y luego en Argentina.
Inmediatamente se establecieron dos narrativas opuestas para leer los hechos, tanto en Bolivia como a nivel internacional: Por un lado, la izquierda, vinculada al “primer presidente indio” Morales, o rastreable hasta sus aliados internacionales (de izquierda o no, desde México hasta el in pectore presidente argentino Alberto Fernández, desde China hasta Rusia), afirmaba que se trataba de un clásico golpe de Estado, que acabó con un presidente legítimo y legalmente reelegido, golpe que fue orquestado por el Departamento de Estado norteamericano, la CIA y la oligarquía boliviana.
Por otro lado, la derecha, tanto nacional como internacional (de Trump a Bolsonaro, y con la complicidad de los “demócratas sinceros” de la Unión Europea y del Partido Demócrata Americano, con la excepción de Bernie Sanders), ha argumentado que fue la legítima destitución de un “dictador” que distorsionó las últimas elecciones para ser reelegido.
De hecho, lo que complicó este tipo de polarización fue el surgimiento, en la izquierda libertaria y autonomista, de un abanico de posiciones críticas tanto del gobierno de Evo como de los impulsos clasistas, misóginos y coloniales que surgieron dentro del movimiento de protesta contra él.
Es dentro de este ámbito donde se pretende ubicar este artículo, aunque con la conciencia de que tales expresiones críticas no deben llegar a legitimar, como parece que en algunos casos lo hacen, lecturas negativas o tibias sobre el golpe de Estado que se está dando en Bolivia y que, como cualquier expresión del fascismo, deben ser firmemente rechazadas.
En cambio, pensamos que solo una lectura crítica y autocrítica del llamado “proceso de cambio” que tuvo lugar bajo el MAS puede resultar útil para una perspectiva verdaderamente antiimperialista.
Una elección ilegítima
Las elecciones del 20 de octubre se celebraron en un entorno particularmente turbio. La cuarta reelección de Evo Morales, de hecho, era evidentemente inconstitucional, ya que la constitución promulgada en 2009, durante el primer mandato de Morales, establece que la elección presidencial de una misma persona puede extenderse a un máximo de dos mandatos. Ya en octubre de 2014 Evo fue elegido por tercera vez, pero lo hizo con la justificación de que su primer mandato (2006-2009) se había cumplido bajo la constitución anterior.
Sin embargo, la incapacidad crónica de los populismos latinoamericanos para ignorar la figura del líder carismático (el caudillo) había impuesto, en los cálculos del Movimiento Al Socialismo (MAS), la necesidad de asegurar que Morales pudiera ser reelegido indefinidamente. Así, el 21 de febrero de 2016 se celebró un referéndum constitucional para garantizar precisamente esta posibilidad, en el que, sin embargo, Morales fue derrotado, por primera vez desde su elección en 2005, aunque por poco.
En lugar de seguir el ejemplo de Hugo Chávez, que tras una derrota en el referéndum constitucional de 2006 logró darle la vuelta en un nuevo referéndum en 2009, Evo prefirió recurrir legalmente al Tribunal Supremo, que en 2018 le garantizó, de forma sorprendente, el “derecho humano” a ser reelegido indefinidamente, violando así de forma clamorosa el resultado del referéndum.
De esta manera, a pesar de una obvia ilegitimidad, Morales se presentó a las elecciones del pasado mes de octubre, con el objetivo de ganar directamente en la primera vuelta, para lo que bastaba con obtener el 40% de los votos con una distancia del 10% sobre el segundo candidato, para evitar la situación de polarización de casi tres años antes, en la que el líder del MAS había gozado de un consenso inferior al 50%.
En la noche de las elecciones, cuando las proyecciones electorales cubrían el 83,8% del área electoral, a Evo Morales se le dio el 45,3%, apenas 7 puntos más que a su oponente, el ex presidente Carlos Mesa, que llegaba al 38,2%. La decisión del Tribunal Electoral de suspender la publicación de los datos 20 horas durante la votación provocó protestas de votantes de derecha que, denunciando un fraude, quemaron numerosos colegios electorales, pero de esta manera destruyeron eventualmente numerosas pruebas.
Cuando Morales ya había declarado el estado de emergencia, el Tribunal Electoral hizo públicos los resultados al alcanzarse el 95,63% del escrutinio, que esta vez le daba a Evo una ventaja de 10,12 puntos. El resultado se estabilizó en una diferencia del 10,57%. Frente a las ardientes protestas de los candidatos y de los votantes opositores, el argumento del gobierno fue que las últimas papeletas examinadas provenían de las zonas rurales, donde la aceptación de Morales es estadísticamente mucho mayor.
Esta es sin duda una justificación creíble, tanto más cuanto que la propia oposición no pudo presentar ningún acta de escrutinio con pruebas de fraude. Sin embargo, la forma poco nítida con la que el gobierno manejó todo el proceso, primero con la reelección ilegal y luego con el largo apagón del sistema de escrutinio, para el cual se habían dado cuatro explicaciones diferentes y por el que el vicepresidente del Tribunal Electoral también había dimitido, creó un clima negativo para la legitimidad del voto.
Fue gracias a este clima que se pudo poner en marcha la estrategia golpista.
El golpe de Estado
Desde el primer día de las protestas, el gobierno del MAS ha denunciado que detrás de los movimientos de la oposición hubo un intento de golpe de estado. Sin embargo, como en la famosa fábula de “que viene el lobo”, evocar el espectro del golpe se ha convertido en una práctica tan común, en un argumento tan «normal» de cualquier gobierno progresista latinoamericano, siempre que se quiera desestimar rápidamente una crítica interna o de la izquierda (“¡no querrás que esos vuelvan al poder!») haciendo así que se traguen los peores sapos, que se ha convertido en un arma sin filo.
Que la “izquierda” aluda al posible golpe cada vez que hace algo propio de la “derecha» es ahora la regla. Queda por ver cuando, desafortunadamente, los intentos de golpes de estado son reales, en el entendimiento de que la oligarquía latinoamericana no se queda de brazos cruzados y que un golpe de Estado es, históricamente, uno de sus posibles instrumentos y estrategias.
En el caso boliviano, el golpe se desencadenó, inicialmente, cuando el candidato opositor Carlos Mesa, considerado, como cualquier neoliberal que se precie, un «centrista» moderado, rechazó la revisión del voto de la Organización de Estados Americanos (OEA), propuesto por Morales, una plataforma intergubernamental que siempre se ha distinguido, y más aún con la actual gestión del uruguayo Luis Almagro, por promover una política internacional fanáticamente antibolivariana y estrictamente al servicio de los intereses norteamericanos.
La razón de ese rechazo, sin embargo, aunque fue impulsado por la voluntad política de radicalizar la protesta social, se justificó en parte por el hecho de que la misma OEA había legitimado sorprendentemente, en ese momento, la reelección de Morales. El hecho es que, considerando ilegítima la intervención de la OEA, y en el contexto de una protesta generalizada, socialmente diversa (no solo reducida a las clases medias) y cada vez más violenta (casi sin represión por parte de la policía, pero con la actuación de grupos organizados del MAS, que dejaron un saldo de tres muertos), el salto de calidad de la estrategia golpista tuvo lugar el 2 de noviembre, cuando el nuevo presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, una organización oligárquica y empresarial que hasta entonces había mantenido buena relación con el MAS, Luis Fernando Camacho, invocó el “retorno de Dios y la Biblia” en el palacio presidencial contra el supuesto satán indígena Evo Morales y pidió públicamente a la policía y al ejército que se rebelaran contra el Presidente.
Solo seis días después, el 8 de noviembre, primero la policía de Cochabamba y luego rápidamente toda la policía nacional, se amotinaba contra el gobierno. El propio Camacho, con la ayuda del ejército, entró en La Paz para iniciar la revuelta, mientras sus seguidores retiraban las banderas de la whipala (símbolo de los pueblos indígenas de Bolivia), y los policías las retiraban de sus insignias.
Camacho es un empresario vinculado al agronegocio y las finanzas, un fanático católico pero con gran éxito entre los evangélicos, un machista (se llama a sí mismo macho Camacho) y un secuaz de Pablo Escobar; en el intento separatista de Santa Cruz en 2008 lideró un escuadrón neonazi llamado Unión Juvenil Cruceñista (UJC) y es considerado el Bolsonaro boliviano.
Dos días después del motín policial, en la mañana del día 10, bajo la presión del propio Camacho, la OEA emitió el resultado de su revisión electoral, en el que se señalaba que, aunque no había evidencia de fraude electoral que pudiera afectar al resultado, la presencia de pequeñas irregularidades en la votación y el clima social particularmente tenso sugerían la celebración de nuevas elecciones.
Aunque algunos controles no oficiales, como el del Centro de Investigación Económica y Política (CEPR), habían llegado a establecer, en cambio, la absoluta regularidad del proceso electoral, la misma mañana Morales convocaba una nueva votación para el 20 de enero, fecha en la que oficialmente expiraría su actual mandato.
Pero la dinámica golpista se activó: los partidos de oposición, tanto los “centristas” como los fascistas pedían ahora la caída del gobierno sin matices, y también algunos sindicatos de campesinos y mineros, hasta entonces fieles a Evo, le sugirieron, para evitar más derramamiento de sangre, que dimitiera; al mismo tiempo, los manifestantes quemaron las casas y amenazaron a las familias de los ministros y diputados del MAS (lo que también ocurrió al revés, por los masistas que actuaron contra los políticos opositores) y los obligaron a dimitir uno tras otro; finalmente, bajo la presión explícita del ejército, en la tarde del mismo 10 de noviembre, Morales y García Linera abandonaron La Paz y huyeron a la región cocalera del Chaparé, renunciando a sus cargos.
Esa misma noche, Camacho, aunque sin ningún respaldo institucional, anunció la emisión de una orden de captura contra el propio Evo Morales, quien al día siguiente, junto con la vicepresidenta y ministra de Salud, Gabriela Montaño, se exilió a Ciudad de México. Al día siguiente, el 12 de noviembre, tras la dimisión de los principales cargos institucionales del MAS, un parlamento sin quórum, privado de la mayoría de los diputados y senadores del MAS, a los que el ejército impidió la entrada, votó la elección presidencial de la senadora de derechas, y vicepresidenta del Senado, Jeanine Añez, que asumió el cargo al lado de Camacho y declaró que «la Biblia vuelve a Palacio”.
La parábola descendente del gobierno de Morales
El golpe de estado finalmente había terminado. Sin embargo, no se trata de un golpe tradicional, con un levantamiento armado del ejército y bajo la completa dirección de la CIA y el Departamento de Estado americano, como en los golpes de Estado de los años 70 y en general durante el período de la Guerra Fría.
Tampoco es un golpe puramente parlamentario, o un golpe suave, orquestado por las clases dominantes junto con el poder judicial y el parlamento a través de estrategias de aplicación de la ley, y con el consentimiento pasivo del ejército y de los Estados Unidos, como ocurrió en las recientes destituciones del presidente de Honduras, Manuel Zelaya, en 2009, del presidente de Paraguay, Fernando Lugo, en 2012, y de la brasileña Dilma Rousseff, en 2016.
Fue, en este caso, un golpe «cívico-policial-militar», en el que todavía no está claro el peso específico, la intención y la contribución de los distintos actores: partidos de la oposición, protesta popular, grandes empresas, grupos paramilitares, policía, ejército, gobiernos de Estados Unidos y Brasil, OEA.
Lo que se puede afirmar es que el golpe nunca ha desaparecido de las estrategias reaccionarias latinoamericanas, pero que su posibilidad de implementación o no, en un contexto de posguerra fría y debilitamiento de la capacidad de intervención directa de Estados Unidos en la región, depende cada vez más del grado de ilegitimidad social que se pueda construir en torno al gobierno que se pretende derribar, como ha sido más que evidente en los últimos tiempos en Brasil.
Como es evidente, el gobierno de Evo Morales se asentaba, a nivel formal-institucional, sobre bases de frágil legitimidad, pero esta evidentemente reflejaba condiciones materiales y sociales aún más precarias.
A pesar de los índices de crecimiento económico, que en los casi 14 años de gobierno de Morales han registrado un promedio del 4,9% anual, llevando el PIB de 9 a 42 mil millones de dólares, la calidad de estas cifras ha abierto sin embargo grietas cada vez más importantes en la base social del MAS.
En general, podríamos hablar de dos etapas del gobierno de Evo. Durante el primer mandato, aún en medio de mil contradicciones, el MAS llevó a cabo una agenda de reformas radicales que fueron producto de una síntesis de los diferentes sectores sociales que primero, con la Guerra del Agua en 2000 y la Guerra del Gas en 2003, abrieron una grieta en la gestión gubernamental neoliberal, y luego apoyaron y llevaron al gobierno al mismo MAS, participando en ella.
Como señala Raúl Zibechi, entre 2002 y 2006 se creó el Pacto de Unidad entre las principales organizaciones indígenas y campesinas que apoyaban a Evo: la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ), la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente de Bolivia (CIDOB), la Confederación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas Originarias de Bolivia «Bartolina Sisa» y asociaciones vecinales de El Alto.
Esta feliz síntesis, a la que hay que sumar los sindicatos de mineros, había conducido a cuatro objetivos principales: la convocatoria a una Asamblea Constituyente, que en 2009 condujo a la creación de la nueva Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia; la nacionalización de las reservas de gas; la reforma agraria; y una serie de leyes para proteger a la Madre Tierra y dirigidas a cambiar el sistema productivo del país en un sentido ecológico.
Sin embargo, desde 2008-2010, estos pasos adelante se habían convertido, en la práctica, en poco más que victorias formales. La causa principal fue el resultado del conflicto entre el gobierno y la oligarquía de Santa Cruz y las Tierras Bajas, que exigieron autonomía en la gestión de los ingresos del gas, se opusieron a la reforma agraria y estuvieron a punto de librar una guerra civil con milicias paramilitares.
Solo la intervención del presidente brasileño Lula da Silva permitió resolver el conflicto, pero al precio de la inclusión del Comité Cívico de Santa Cruz en el MAS y en la plataforma gubernamental, y con la aceptación de empresas constructoras brasileñas y de Petrobras en proyectos vinculados a la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA).
Pero otra causa fue el lento pero incansable desplazamiento del eje del “proceso de cambio” de los movimientos sociales hacia el Estado y su lógica de acumulación de poder y privilegios. La Constitución debería haber llevado a poner en discusión el autoritarismo estatal sobre las comunidades indígenas, pero en realidad no impidió que la autonomía de estas últimas fuera violada perpetuamente por las políticas estatales de extractivismo, cooptación y burocratización.
En junio de 2012 –dice Zibechi– la CIDOB, que había abandonado el año anterior el Pacto de Unidad, infiltrada y fuertemente dividida ante la acción gubernamental, mientras que en 2013 disidentes de CONAMAQ, otra organización que había roto con el MAS, afín a este último, intentaron hacerse con la organización por la fuerza y con la ayuda de la policía.
La reforma agraria, por su parte, habría debido recuperar tierra de los terratenientes, pero ha sido poco a poco desnaturalizada: por un lado, los latifundios fueron preservados en su mayoría, mientras que la producción de soja transgénica fue fomentada cada vez más, incluso con subsidios estatales, alcanzando el 92% de la producción en 2012, según Pablo Solón1 (en comparación con el 21% en 2005).
La mayor redistribución de tierra fue a expensas de la Amazonía, a través de una expansión de la frontera agrícola llevada a cabo por una serie de incendios provocados, pero consentidos por el gobierno, que también favoreció, entre otras cosas, al sector ganadero intensivo.
El pasado mes de agosto este proceso se hizo evidente con los incendios en la región de Chiquitanía, con lo que Bolivia compitió con el Brasil de Bolsonaro en la destrucción del llamado “pulmón del mundo”. Por otro lado, la política agrícola ha beneficiado especialmente a los cocaleros indígenas del Chaparé, lo que ha transformado poco a poco a la producción de coca desde el derecho de los pueblos originarios a preservar una tradición agrícola que no debe ser criminalizada, a la transformación de esta en una mercancía real, sujeta a las cadenas de valor del narcotráfico global, y con importantes repercusiones en la extensión de la frontera agrícola hacia zonas de baja altitud, con el conflicto entre los cocaleros indígenas de origen aymara y los de la Amazonía o los de las llamadas Tierras Bajas.
Incluso en el caso del gas, no puede hablarse de una verdadera nacionalización, sino de una renegociación de los contratos, aunque positiva, que ha permitido reducir a la mitad los beneficios de las multinacionales con respecto a la participación en manos del Estado, pero aumentando sus ingresos reales, mientras que en la actualidad el 75% de la producción boliviana de gas está en manos de Petrobras y de la empresa española Repsol2.
Finalmente, las leyes en defensa del medio ambiente y de la Pachamama, como la Ley Marco de la Madre Tierra y Desarrollo Integral, han quedado en letra muerta, mientras que nuevas concesiones mineras fueron otorgadas continuamente a multinacionales extranjeras, y se promovieron proyectos de grandes infraestructuras ecológicamente devastadoras, como la carretera que iba a pasar sobre el Territorio Indígena y el Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), detenida por una masiva movilización popular en 2011.
Frente a estas enormes derrotas en relación al imaginario del socialismo comunitario y del buen vivir propugnado por el Gobierno Morales, hay que reconocer algunos avances innegables: gracias principalmente a los ingresos del gas, que pasaron de 673 millones de dólares en 2005 a 5.450 millones de dólares en 20133, se impulsaron importantes políticas sociales que permitieron reducir drásticamente las tasas de pobreza extrema del 38 al 15% de la población, y se promovieron políticas de acceso masivo a la universidad, con una transformación de sus planes y métodos de estudio más acorde con las necesidades de las comunidades indígenas, la creación de una red de radios comunitarias (que estuvieron entre los primeros objetivos atacados en el golpe de Estado y con la nueva presidenta Añez), la mejora de las infraestructuras de las comunidades indígenas y una importante reforma que garantizó el acceso universal a la salud pública.
Otro pequeño paso adelante fue que, frente a una tendencia creciente de las políticas extractivas, se intentó internalizar algunos procesos de producción y aumentar el valor añadido de algunas materias primas exportadas. Finalmente, como bien dijo el exiliado vicepresidente e intelectual marxista García Linera, se ha creado una nueva clase media indígena gracias a la gestión empresarial y a la inclusión social en la maquinaria estatal, que ha derrocado en parte a la tradicional clase media blanca, provocando un fuerte resentimiento social y racial en esta última.
Sin embargo, como sostiene Solón 4, el crecimiento de una nueva clase media, si no va acompañado de un proceso de politización, corre el riesgo de producir solo nuevos grupos de poder en los municipios, los ministerios, las empresas, las Fuerzas Armadas y los sindicatos, más interesados en la distribución interna de los nuevos márgenes de beneficio que en la transformación social radical.
En resumen, lo que hemos visto en estos 14 años en Bolivia ha sido un lento paso de la centralidad de un conflicto de carácter político-social a uno geopolítico, en el que el gobierno ha estado cada vez más ligado a intereses imperialistas alternativos a los de EE.UU. (primero Brasil, luego China) y a plataformas regionales progresistas como la liderada por Venezuela, pero que ha visto cómo la lucha de clases se ha ido suavizando cada vez más, hasta la fusión de la agenda gubernamental con algunos intereses oligopólicos de la minería, las finanzas y el agrobusiness.
Sin embargo, sería injusto negar los importantes éxitos sociales logrados bajo el MAS, y es precisamente en contra de ellos que se ha levantado la agenda golpista, con la intención de especular con el difuso malestar social que representaban los límites del gobierno para mantener las condiciones y los derechos sociales de hace 14 años.
Composición de un conflicto abierto
La crisis actual en Bolivia se ha resuelto, al menos por ahora, con un golpe de Estado oligárquico de connotaciones imperialistas, representado simbólicamente por la repentina decisión de la nueva presidenta Añez de devolver a Cuba a los médicos de las misiones, o abandonar la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y poner en discusión la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR).
Sin embargo, sería erróneo pensar que en el conflicto actual los sectores sociales están divididos por una clara línea de izquierda-derecha, clases medias y burguesas contra las clases populares. Como ha señalado una vez más Solón, si bien no hay duda de que los sectores de la derecha reaccionaria se han lanzado contra Evo, y que en Santa Cruz estos sectores son hegemónicos, en otras áreas las protestas contra el fraude han visto como se articulaban sectores de derecha e izquierda: en Potosí, la oposición al gobierno se radicalizó antes de las elecciones debido a una concesión de 70 años para la producción de litio en el salar de Uyuni, donde se descubrió el yacimiento más grande del mundo de este mineral; estas protestas tienen una matriz ecológica y otra corporativa por parte de los mineros, que pretenden una participación en los ingresos por la exportación de litio.
En el caso de La Paz, fue importante la presencia en las manifestaciones de estudiantes de la universidad pública y de grupos ambientalistas que trabajaron para el gobierno hasta el conflicto del TIPNIS. En fin, la gestión autocrática del gobierno ha significado que, en la fase de acumulación de fuerzas en los sectores golpistas, las principales organizaciones sociales de referencia del MAS o críticas no han reaccionado de manera efectiva, precisamente por el largo proceso de cooptación, corporativización y debilitamiento sufrido en los últimos años y la total falta de perspectivas de emancipación en relación con el gobierno: después de tantos años de traiciones de Morales, al fin y al cabo, ¿por qué valía la pena apresurarse a su defensa?
Estas organizaciones, principalmente los llamados Ponchos Rojos de la CONAMAQ, las organizaciones vecinales de El Alto, las feministas antipatriarcales de Mujeres Creando y los cocaleros de Chaparé y Cochambamba, sin embargo, han resurgido después de la renuncia de Evo, han asediado a las principales ciudades con bloqueos de carreteras en los caminos de acceso y han hecho un fuerte llamamiento al retorno al orden constitucional, al respeto de la whipala y a las elecciones inmediatas, tratando de frenar y sabotear el proyecto golpista.
Una semana después del levantamiento indígena, el ejército, al que el nuevo gobierno concedió la inmunidad por los asesinatos cometidos en la represión, respondió con contundencia, con un saldo inicial de 24 muertos. Fuera de juego (por ahora) Evo Morales, consumado el golpe de estado, son una vez más los pueblos originarios, los principales artífices del «proceso de cambio», los que devuelven el eje del conflicto al terreno de la lucha de clases.
Fuente: EuroNomade
Notas
1 Pablo Solón, “Algunas reflexiones, autocríticas y propuestas sobre el proceso de cambio en Bolivia”, en AA.VV., El eclipse de la progresividad. La izquierda latinoamericana en debate, Río de Janeiro: Elefante, 2018, p. 67.
2 Ibidem, p. 71.
3 Ibídem.
4 Ibidem, pp. 69-70.