domingo, diciembre 22, 2024
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Acuerdo de la Cocina: Anatomía de la Traición

por Francisco Herreros.

Parecía que la pesadilla se repetía no ya por segunda, sino por tercera o cuarta ocasión; pero la vigorosa protesta de ese día, y las que han seguido, muestran que, en esta oportunidad, las mayorías movilizadas no se van a dejar pasar fácilmente por la cola del pavo.

Por de pronto, con esa reacción, dejaron entablado un inapelable recurso de ilegitimidad.

Uno de los peores errores de las aristocracias, elites y oligarquías, que a menudo conduce a que dejen de serlo, consiste en medir la realidad en función de los parámetros que construyen para dominarla.

La jubilosas escenas de la cocina, en la sede del Senado, la madrugada del 15 de noviembre, empalman de inmediato en la memoria con la foto de las manitos alzadas en el «acuerdo nacional por la educación» que escamoteó la lucha de los «pingüinos» y permitió reemplazar la LOCE por la LGE, en noviembre de 2007, una de las típicas comedias de la república neoliberal.
La línea del tiempo retrotrae a la pomposa «reforma» constitucional de Lagos, en 2005, que hizo suya la constitución neoliberal de Pinochet, a cambio de alpiste; al plebiscito de 1989, que consagró el pacto binominal que estalló el 18-O; al fraudulento plebiscito de 1980 que le otorgó credenciales constitucionales al sistema neoliberal; e incluso, o principalmente, a la conspiración que acabó con la democracia en Chile, en 1973.

La matriz es la misma:

La concentración de la economía y el poder político en una minoría reducida pero poderosa, que soborna a la clase política, seduce a las capas medias y excluye -e intoxica- al creciente número del baile de los que sobran.

Aparentemente, la clase política no entendió que las condiciones cambiaron, o bien puede suceder que lo comprendió tan bien, que se apresuró a dar un golpe de mano, tanto para proyectar una señal de estabilidad institucional, como para arrebatar la iniciativa de la portentosa insurrección plebeya que no cede desde hace ya un mes.

Por cualquiera de las dos razones, el hecho es que, conmocionados por las telúricas proporciones de la huelga general de la mesa de unidad social, el 12 de noviembre, y tras 36 horas de febriles negociaciones, eufóricos y afónicos congresistas de derecha, la concertación y una parte del Frente Amplio, suscribieron entre cuatro paredes, por sí y ante sí, un odioso acuerdo que insulta la inteligencia del pueblo en rebeldía, toda vez que reproduce el origen del problema: el poder de veto de la derecha, que impide los cambios que Chile exige en la calle.

Para la derecha, todo coser y cantar: en la crisis social más aguda de la historia del país, el acuerdo le garantiza uno de sus más irritantes privilegios: el cerrojo del poder de veto; un universo sui géneris, regido por unas extrañas matemáticas, donde se puede ganar perdiendo.

Para los «opositores» que participaron en esas sudorosas y palpitantes reuniones, un baldón histórico imperdonable.

Nada nuevo tratándose de partidos que integraron la concertación y participaron de la política de los consensos.

En cambio, lo es la presencia de sectores no menores del Frente Amplio, que de esa manera, y en este momento, mostraron la hilacha.

Es la reedición de lo que en historia se denomina gobiernos de salvación nacional o pactos de superestructura, que suelen ser efímeros e ineficaces, puesto que los vetos cruzados, equilibrios pactados y equilibrios negociados, los condenan a una parálisis que deja los problemas donde mismo.

Lo que hizo ese tropel de parlamentarios es un golpe palaciego que busca comprar tiempo, por medio de una negociación interminable, que además coincide con el ciclo electoral de los dos próximos años.

¿Con qué derecho, legitimidad y moral administran el espacio que se ganó la gente en la calle, luchando, con muertos, con heridos y mutilados por miles, con una claridad, valentía y decisión que han asombrado al mundo?

Pero esta vez se equivocaron.

Se trata de la mayor insurrección popular contra el peor gobierno en la historia del país

¿A título de qué corrieron a salvarlo?

Se comenta, se dice, se rumorea que por temor al regreso de los militares al control del orden público.

De ser así, los «opositores» y «progresistas» que firmaron el acuerdo aceptan implícitamente el rol tutelar de las fuerzas armadas, y eventuales operaciones de guerra interna para garantizar el orden público, elevado por Piñera a principal razón de Estado.

De manera deliberada, o de inconsciente ignorancia, se someten al chantaje del uso de la fuerza, en defensa de intereses y privilegios de una minoría corrupta, incompetente e insaciable, encubiertos bajo las nociones de «orden público» y «paz social».

El siguiente párrafo de un posteo del periódico electrónico de ultraderecha, El Líbero, muestra para dónde quieren llevar la micro:

«El presidente de la Comisión de Seguridad de la Cámara, Miguel Ángel Calisto, pone las cosas de este modo: «La única manera de tener una agenda social agresiva es garantizando la paz». Es decir, lo que toca ahora es simplemente asegurar el orden. Hay varios caminos para eso que operan en paralelo. Uno es perseguir a los ideólogos y a los ejecutores de la violencia. En ese grupo califican desde los que llamaron a derrocar al gobierno hasta los que realizaron la perversa práctica (heredada de los nazis) de obligar a los automovilistas a detenerse y bailar para poder continuar su tránsito. Hay un equipo de reconocidos abogados penalistas que trabajan en eso, porque si la paz no se restaura de verdad, ahora mismo, ni la agenda social ni el proceso de elaborar una nueva constitución, que tomará dos años, serán viables ni tendrán sentido». (17/11/19).

De ser así, los parlamentarios del Frente Amplio se harían cómplices de operaciones de represión selectiva, contra «ideólogos y ejecutores de la violencia», que atentan contra esa «paz».
Parece que los políticos que firmaron el acuerdo no se dan cuenta de que frustrar, una vez más, legítimas demandas y expectativas de un pueblo que ha sido paciente como pocos, puede llegar a ser un asunto muy peligroso.

Tampoco, de que no se puede impunemente, ni para siempre, utilizar el poder armado del Estado en operaciones de guerra interna, menos aun cuando se trata de aplastar demandas legítimas, largamente postergadas.

Tanto va el cántaro, que bien puede suceder, un buen día, que el poder destituyente del pueblo le cancele el monopolio de las armas.

Evidentemente, el sentido último de la maniobra apunta al cauce de salida institucional de la crisis.

¿Acaso no se dan cuenta de que esa institucionalidad es la que, precisamente, está en el centro de la ira popular?

No es improbable que lo logre, pero tampoco lo tiene garantizado.

Dependerá de la resistencia del movimiento popular; que muestra señales de desgaste, como es apenas natural.

Bomba de tiempo

La improvisación y precipitación del acuerdo deja implantadas bombas de racimo, con el reloj corriendo, cuyo estallido puede hacer que el actual parezca juego de niños.
Supóngase, por ejemplo, que el mentado «plebiscito de entrada» se hace.

Supóngase, como es probable, que la opción Apruebo y Convención Constitucional, ganen con una mayoría consistente, de entre el 55 y 60 por ciento.

Al no alcanzar el 66,6 por ciento, ¿significa que pierden?

En ese caso ¿gana la opción Convención Mixta Constitucional?

¿Y con qué ropa, si tampoco tiene los dos tercios?

¿Alguien puede suponer que un fraude de esa estofa va a ser permitido por el Chile que despertó?

¿Qué poder vinculante puede tener un acuerdo espurio contra la voluntad mayoritaria que exige Asamblea Constituyente abierta, democrática y sin trampa ni poderes de vetos?

¿Es una demanda «maximalista»?

Llegado el caso supuesto ¿con qué lógica y legitimidad la minoría le impone condiciones a la mayoría, en un país donde el modelo de desarrollo se desmorona a pedazos?

¿Con la fuerza?

¿Han pensado en este tipo de consideraciones los firmantes del acuerdo?

El veto gratuito concedido a la derecha será tanto más gravitante, cuanto mayores sean los intereses en juego, y se discutan los nudos del neoliberalismo estratégico: los derechos sociales -educación salud y previsión-; derechos laborales; derechos de minorías; fin al estado subsidiario; protección del medio ambiente, recuperación de los recursos naturales; nacionalización de los servicios estratégicos, como agua, energía y telecomunicaciones; equidad tributaria y un largo etcétera.

Esos nóveles frenteamplistas, ¿creerán, por ventura, que una derecha arrogante, marullera y mentirosa va a entregar esos privilegios a título gracioso, o que en aras de la paz social, se va a inhibir en el uso del poder de veto, o que no van a tratar de trancar la pelota y exacerbar los ánimos, con miras a la intervención militar?

En una pobrísima defensa de la inanidad del acuerdo, el diputado Giorgio Jackson, de Revolución Democrática, impetra una y otra vez la «hoja en blanco».
Pero, aparte de que personajes como Allamand se rieron en su cara, menos de una semana después, ¿qué necesidad había de hoja de color alguno, cuando, en los hechos, el poder destituyente del pueblo derogó la tramposa e ilegítima constitución de Pinochet?

Luego, defiende la impresentable tesis del veto cruzado:

«Podemos decir que, por ejemplo, la redacción del Estado «subsidiario» (art°19 n°21) no estará en la próxima Constitución si hay un 34% de delegados que lo impida».

Lo rebate con lucidez el académico y economista Gonzalo Martner, ex Secretario General del Partido Socialista:

«El quórum de dos tercios para una asamblea que redacte una nueva Constitución le da un poder de veto a la derecha inaceptable, y también se lo da al resto. Si somos todos buenitos habrá una pulcra Constitución de mínimos.

Si se expresan los conflictos de intereses existentes en la sociedad, habrá veto mutuo y por tanto colapsará la asamblea y no habrá proceso constituyente. O un acuerdo de madrugada con cualquier cosa para salvar los muebles. Por eso el mecanismo concordado es un error histórico».

El derrumbe del sistema neoliberal al que, indudablemente, asiste el país, exige un proyecto de recambio.

Por ahora, parece no estar entre las prioridades, ni en las capacidades del movimiento popular; aunque en algún momento tendrá que hacerse cargo, y cuanto antes, mejor.
El poder de veto de la derecha dificultará, sin género de duda -y en grado extremo- el reordenamiento de la economía, hacia una reconversión productiva, redistribución del producto y democracia social.

Que ese poder de veto se lo haya transferido la concertación, no tiene misterio, toda vez que de larga data comparten la misma comparsa.

Pero, ¿qué fumaron los frenteamplistas para no entender cuestiones tan básicas?

La historia nos juzgará, dice Gabriel Boric, con pretensión.

No cae en cuenta que el pueblo movilizado ya los condenó.

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