jueves, noviembre 21, 2024
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Auge y Caída de Ben Johnson

El 24 de septiembre de 1988 se disputó la carrera de todas las carreras. Nunca semejante plantel de velocistas se había citado sobre una pista para disputarse la corona en la competición deportiva más importante del planeta, pero sobre todo se escenificaba el choque de sables entre Carl Lewis, antiguo rey de la velocidad olímpica, por entonces la mayor estrella en la historia del atletismo, y Ben Johnson, el incómodo aspirante que llevaba dos años asediando su trono y que de hecho ya se había convertido oficialmente en el hombre más rápido sobre la faz de la Tierra.

Era con mucha diferencia el momento más esperado de los Juegos Olímpicos de 1988 y no decepcionó. Al contrario, sucedieron cosas que antes hubiesen resultado impensables.

Por ejemplo, que el estadounidense Calvin Smith, antiguo plusmarquista mundial, cruzase la meta marcando 9,99 segundos en el reloj pero tuviese que conformarse con la cuarta plaza, cuando cuatro años antes hubiese obtenido la medalla de oro con ese mismo registro.

Todavía más: era la primera vez en la historia del atletismo que un velocista bajaba de los diez segundos y no conseguía siquiera subir al podio. Pero lo más relevante de aquel 24 de septiembre fue que Carl quedase definitivamente destronado por Ben Johnson, quien hizo la carrera de su vida, barriendo la plusmarca mundial, sacando varios cuerpos de distancia a Lewis y permitiéndose el lujo de levantar el brazo en señal de victoria antes de cruzar la meta, gesto que le impidió conseguir una marca todavía más impresionante.

Johnson rubricó una supremacía mayestática que los cien metros no volvieron a contemplar hasta la aparición de Usain Bolt. Había destrozado a todos sus rivales, había humillado al antaño invencible Lewis ante la mirada atónita del mundo entero y por unas horas estuvo a punto de convertirse en el hombre cuya fotografía colgase en las habitaciones de millones de chavales de todo el mundo.

Sí, parecía que él iba a ser el nuevo gran icono del deporte. Pero su gloria duró menos de cuarenta y ocho horas. El dopaje, la ponzoña que llevaba años ensombreciendo la trastienda del atletismo, saltó a las primeras planas cuando las pruebas de Ben Johnson lo delataron ante el mundo.

El triunfante canadiense se convirtió en el símbolo de la infamia deportiva; ningún otro campeón había caído desde tales alturas en tan brevísimo tiempo mientras el mundo contemplaba con asombro su despeñamiento.

Era el precipitado final de una rivalidad feroz y Johnson quedó retratado como el malvado. Pero había mucho más detrás de aquella historia. Hoy pocos piensan que Ben Johnson fuese realmente el único tramposo en aquella partida de póquer.

Bajo el fulgor del Hijo del Viento

Cuatro años antes, en 1984, las cosas habían sido muy distintas. Por entonces Carl Lewis no tenía rivales. Ben Johnson era uno de los varios velocistas acostumbrados a ser testigos de lujo en las constantes victorias de Lewis. En los Juegos de Los Ángeles Johnson obtuvo la medalla de bronce, un buen logro que sin embargo era insuficiente para hacer que el gran público recordase su nombre, al menos más allá del Canadá.

Desde el discreto segundo plano de la parte izquierda del pódium, Johnson tuvo que resignarse a contemplar cómo Carl Lewis brillaba en solitario, consagrándose como superestrella absoluta del atletismo mundial. En Los Ángeles, el estadounidense certificó su imperio con cuatro medallas de oro: cien metros lisos, doscientos metros lisos, salto de longitud y relevos 4×100.

Así igualaba la hazaña que el legendario Jesse Owens había protagonizado en 1936 ante la plana mayor del régimen nazi, una imagen que permanecía bien impresa en la memoria de todo el mundo y que ayudó a que Carl Lewis se tornase instantáneamente conocido en el mundo entero.

La coronación de Lewis, a los veintitrés años, fue fulgurante de cara al gran público pero en realidad no sorprendió en el mundillo. Quizá el espectador medio prestaba únicamente atención a las citas olímpicas, cada cuatro años, pero entretanto los grandes atletas se citaban en otras competiciones y los velocistas estaban ya acostumbrados a que Carl Lewis barriese en los cien metros. Su reinado incontestado se remontaba a un par de años antes de Los Ángeles y se prolongaría después.

En los cien metros, Lewis poseía todos los laureles excepto uno, la plusmarca mundial que desde 1983 estaba en manos de su compatriota Calvin Smith. El récord de Smith fue memorable, porque rebajó en dos centésimas los hasta entonces inatacables 9,95 segundos de Jim Hines, récord que había permanecido intacto desde los Juegos de México en 1968.

Pero si bien notable, aquel fue un logro puntual. No ponía en duda la superioridad de Carl Lewis y, por muy plusmarquista mundial que fuese, Calvin Smith estaba acostumbrado a ocupar una rutinaria segunda plaza detrás del auténtico dios del sprint. Lewis no se había ganado el apelativo «Hijo del Viento» sin un buen motivo.

Después de aquellos cuatro oros en Los Ángeles, Carl Lewis se convirtió en un estándar tanto dentro como fuera de las pistas. Nacido y criado en una familia de atletas profesionales, no se conformaba con las victorias. Una vez convertido en estrella, se sintió tan cómodo en aquella posición que la cultivaba con una dedicación que iba más allá de lo meramente profesional; incluso tomó clases de interpretación y declamación para ofrecer una mejor imagen.

Superaba a sus rivales en velocidad, pero también en desenvoltura ante las cámaras: sabía hablar con la prensa, a la que siempre ofrecía material con el que trabajar, y se expresaba con claridad.

Ningún campeón de atletismo de aquellos años supo explotar la faceta comercial con tanta efectividad, aunque en ocasiones sus esfuerzos rayasen lo esperpéntico (llegó a publicar dos LP como cantante que, la verdad, no serán recordados por su calidad y grabó algún que otro videoclip que visto hoy produce, como poco, sonrisas).

Pero por encima de todo demostró ser el más hábil negociando contratos y la remuneración que percibía por dignarse a aparecer en determinadas competiciones alcanzaba cifras con las que sus rivales apenas podían soñar. Carl Lewis era una estrella, se comportaba como una estrella y cobraba como una estrella.

Los demás grandes velocistas del momento estaban condenados a vivir bajo su sombra. En los estadios, porque no podían vencerle, pero también se veían relegados en la esfera mediática. Aunque varios de ellos eran tipos inteligentes, capaces de expresarse con claridad y de ofrecer declaraciones dignas de ser leídas, ninguno de ellos tenía la vocación o la destreza de Lewis para convertirse en permanente centro de atención.

Por ejemplo, aunque Calvin Smith era el segundo en popularidad, su carácter serio y reservado —desde luego nadie hubiese podido imaginarlo protagonizando un vídeo musical— lo hacía menos llamativo de cara a los medios y el público.

El estadounidense Dennis Mitchell o el británico Linford Christie podían ser elocuentes, particularmente el segundo, pero se manejaban con una actitud bastante convencional que también los mantenía alejados de la primera línea de las bambalinas.

Otros velocistas ni siquiera se mantenían en una misma órbita de popularidad y tampoco parecían preocupados por ello, acostumbrados a que el atletismo hubiese recibido escaso seguimiento antes de que Carl Lewis lo llevase a todas las portadas. No se sentían fuera de lugar dejando que el Hijo del Viento acaparase todas las miradas. Pero sí había un corredor atormentado por la inatacable superioridad de Lewis.

De todos aquellos rivales que permanecían eclipsados por el fulgor de Lewis, el más oscuro era sin duda Ben Johnson. No por sus resultados, que lo situaban entre los diez mejores del mundo, sino por un carácter que a priori se antojaba totalmente inadecuado para la explotación mediática o comercial.

Ni siquiera después de su bronce en Los Ángeles era tenido en cuenta por la prensa o el público. Nacido en Jamaica, se había mudado a Canadá siendo un adolescente —su acento todavía lo delataba— y era con mucho el menos comunicativo de los grandes nombres de la velocidad.

Había crecido sufriendo insultos y menosprecios racistas durante su adolescencia en Canadá, y había respondido a aquella actitud hostil encerrándose en sí mismo, añorando con tristeza los días felices en su isla natal y desarrollando una personalidad que al menos de puertas afuera tendía a visibles rasgos de melancolía. Ni siquiera poseía la facilidad de palabra de Linford Christie o Dennis Mitchell, no digamos cualquiera de las cualidades que habían convertido a Lewis en un icono mediático.

Johnson era retraído, de expresión lúgubre y mirada esquiva, más bien torva, que no parecía invitar a una conversación casual. Si se nos permite la comparación y salvando las distancias, Carl Lewis era expansivo y presto al espectáculo como Muhammad Ali, mientras Johnson era adusto y huraño como el George Foreman de los años setenta. Aunque, como en el caso de Foreman, el intimidante aspecto de Ben Johnson escondía un carácter más tímido que feroz.

Se daba la paradoja, sin embargo, de que en aquel perfil sombrío residía la génesis de un posible estrellato, precisamente por aquel marcadísimo contraste con la personalidad de Lewis. En el deporte, lo que el público desea y sobre todo lo que deseamos con ahínco quienes escribimos sobre ello, es que se produzca un marcado choque de caracteres entre dos contrincantes directos.

El contraste de personalidades es la clave de muchas grandes obras literarias, de muchas grandes películas, y también de las más grandes rivalidades deportivas. Así pues, Ben Johnson era perfecto como antítesis del vodevil de Carl Lewis.

Pese a la inmensa fama de Lewis, su autosuficiencia no era del agrado de todo el mundo y había quienes estaban hartos de sus salidas de tono ya desde antes de los Juegos de Los Ángeles, cuando el presuntuoso Carl había hecho declaraciones tales como «si no obtengo cuatro oros, seré un fracaso» (lo cual, según se podía colegir, convertía automáticamente en fracasados a todos los demás corredores).

Es ya célebre un artículo de la revista Sports Illustrated que por entonces calificó al joven velocista como «vanidoso, superficial y pagado de sí mismo». No ayudaba tampoco la actitud de su entorno, donde llegaron a afirmar que Carl Lewis tenía el potencial para convertirse en «un nuevo Michael Jackson», palabras que algunos se tomaron a broma pero que otros encontraron irritantes.

Por si fuera poco, Lewis era el típico producto de la perfecta maquinaria estadounidense de fabricar superdeportistas, un campeón cincelado casi desde la cuna por unos padres que eran dueños de un club deportivo y cuya hermana fue también medallista olímpica.

Así pues, aunque Carl Lewis era el mejor con diferencia hasta el punto de que no se esperaba la aparición de un pronto relevo, la prensa y la afición estaban psicológicamente preparadas para recibir con los brazos abiertos la llegada de cualquier clase de competencia, especialmente si venía bajo la forma de alguien que tuviese unas circunstancias vitales y unos rasgos personales con los que resultase más fácil simpatizar.

Pero un rival directo no se puede fabricar. O eso pensaban todos por entonces.

1985-87: La súbita progresión de un nuevo fenómeno

Antes de 1985, Carl Lewis y Ben Johnson habían participado juntos en siete carreras. Lewis las había ganado todas. El canadiense ni siquiera había sido el oponente más directo, basculando en la mayoría de los casos entre terceros y cuartos puestos. La diferencia media entre ambos corredores solía rondar las dos o tres décimas de segundo (a veces una décima, a veces cinco), lo cual supone todo un mundo en los cien metros.

Digámoslo de otro modo: Ben Johnson nunca había inquietado lo más mínimo a Carl Lewis, quien como mucho podía preocuparse de que Calvin Smith tuviese un día particularmente bueno, tan bueno como para vencerle en alguna competición puntera… pero ni siquiera eso sucedía. Lewis era imbatible.

A mediados de 1985, Ben Johnson vio por octava vez cómo Lewis cruzaba primero la meta mientras él quedaba a dieciocho centésimas del estadounidense, una distancia descorazonadora teniendo en cuenta que el Hijo del Viento apenas había terminado de sanar un desgarro muscular.

Los primeros signos de cambio llegaron aquel mismo año y fueron por descontado llamativos, pero analizadas las circunstancias podían considerarse casi coyunturales. Cuando poco después volvieron a verse las caras en Zurich —una de las grandes citas atléticas del calendario y un escaparate muy importante— sucedió lo inesperado: Carl Lewis rindió por debajo de su nivel habitual y quedó en cuarta posición, lo cual permitió que Ben Johnson le venciese por primera vez.

A la novena había sido la vencida, sí, pero aquel resultado parecía poco más que un accidente. Es más, cuando poco después volvieron a correr juntos en Alemania, Lewis recuperó la primera plaza. Fue un apretado final de carrera donde Johnson quedó tercero a la ínfima distancia de dos centésimas, pero Lewis había recuperado su habitual primera plaza.

Todavía no había motivos para creer que su reinado estuviese bajo amenaza. Prensa y público podían entender que estaba corriendo por debajo de sus posibilidades y muchos factores influyen sobre esto, desde el clima hasta el más pequeño error técnico durante la breve pero intensa galopada de cien metros, no digamos las lesiones o el estado de forma general.

Así que, en cuanto a Ben Johnson y contemplados aisladamente, aquellos dos resultados no indicaban todavía un salto cualitativo en su progresión. ¿Había mejorado desde Los Ángeles? Sí, desde luego, pero incluso su victoria en Zurich entraba dentro de los parámetros de lo razonable.

1986, en cambio, fue el año en que no resultaba posible seguir hablando de accidentes o resultados que se pudiesen achacar a las circunstancias. Una realidad sorprendente golpeó al mundillo de la velocidad cuando Ben Johnson empezó a correr más rápido que antes y se convirtió, ya de verdad, en una amenaza para el reinado de Carl Lewis.

El primer aviso se produjo en enero —aunque no en la prueba de los cien metros— cuando el canadiense superó una marca que llevaba siete años en vigor, la de los sesenta metros indoor. En mayo, Johnson y Lewis se volvieron a encontrar, y el canadiense ganó por segunda vez, marcando un tiempo de 10,01 segundos.

Lewis podía empezar a inquietarse en su trono. Inquietud que aumentaría poco después durante los Juegos de la Buena Voluntad que se celebraron en Moscú, donde Ben Johnson no solamente volvió a batir a Carl Lewis sino que además marcó un tiempo de 9,95 que lo dejaba a solamente dos centésimas del récord mundial.

En agosto, Johnson se anotó su tercera victoria consecutiva sobre el Hijo del Viento y, ahora sí, resultaba evidente que algo estaba pasando.

Es cierto que en aquellas competiciones Lewis no anduvo cerca de sus mejores registros y de hecho ni siquiera fue siempre segundo, sino que ocupó la tercera plaza un par de veces. Pero lo que de verdad llamaba la atención era la súbita progresión de Ben Johnson, que había pasado de ocupar terceras y cuartas plazas casi por sistema a convertirse en el nuevo dominador de la disciplina.

No solamente corría más rápido que nadie sino que había cambiado físicamente, con un marcado desarrollo muscular. No obstante, para el público o la prensa esto podía ser el resultado de avances en su sistema de entrenamientos. Y en parte era verdad, porque al menos un porcentaje de aquella mejora se debía a cambios en la manera de entrenarse, favoreciendo la potencia y prestando mucha atención al momento de la salida, que Johnson empezó a perfeccionar.

Como es fácil suponer, Carl Lewis empezó a sentirse amenazado, más teniendo en cuenta que se avecinaban los Juegos Olímpicos de Seúl, motivo por el que durante 1987 las competiciones iban a celebrarse en un ambiente de mayor tensión.

El público quería comprobar si Ben Johnson continuaría desafiando al antaño invencible Hijo del Viento ahora que los Juegos estaban a año y medio largo. Pudieron comprobarlo por primera vez en una competición celebrada en Sevilla, donde el canadiense realizó una salida espectacular y ganó, aunque Lewis estuvo a punto de alcanzarlo en los últimos metros, quedando a una sola centésima.

La de Sevilla fue una carrera paradigmática que exponía las principales armas de cada cual y donde ambos dominaron en sus tramo predilecto: Johnson en la salida, Lewis en el acelerón final. Continuaba dando la impresión de que Ben Johnson estaba en su momento álgido, pero también de que Lewis seguía siendo peligrosísimo en los metros finales.

Muchos empezaron a pensar que con los Juegos a la vista el estadounidense iba a retornar a su mejor forma. Y así fue. Lo que nadie había podido prever era que Ben Johnson iba a resistir el envite.

Aquel mismo 1987 se celebró en Roma la segunda edición de los mundiales de atletismo, creados cuatro años atrás. Era una ocasión todavía más importante que Zurich, era el campo de batalla donde cada velocista demostraría en qué momento se encontraba de cara a los Juegos del año siguiente. Fue allí donde se produjo el terremoto que hizo trizas lo poco que quedase en pie del ya ilusorio reinado de Carl Lewis.

Aunque el estadounidense hizo una de las mejores carreras de su vida y de hecho igualó con 9,93 segundos la hasta ese día vigente plusmarca mundial, tuvo que conformarse con la segunda plaza. Ni siquiera su característico acelerón en la parte final sirvió para acercarlo a un Ben Johnson que estuvo en otro nivel.

El canadiense no solamente barrió a Lewis sino que pulverizó el récord mundial por toda una décima de segundo, algo que en aquel momento causó verdadero estupor. Al finalizar la prueba, espectadores y periodistas contemplaron con admiración cómo Carl Lewis se acercaba a Ben Johnson para decirle unas palabras.

Todos pensaron que lo estaba felicitando y vieron el gesto como un ejemplo de lo que debe ser una rivalidad deportiva limpia. Sin embargo, según Johnson, Lewis se limitó a decirle con tono agrio:

«Has hecho una salida falsa».

La acritud de Lewis se manifestó públicamente poco después, durante una rueda de prensa en la que lanzó abiertas acusaciones de dopaje, aunque en ningún momento mencionó el nombre de Johnson. Pero no se necesitaba ser Sherlock Holmes para entenderlo:

«Hay medallistas de oro en este torneo que toman drogas. Se examinará la carrera durante años por más de un motivo».

Por entonces, no obstante, aquellas palabras fueron tomadas por muchos como una pataleta. El asunto del dopaje era algo todavía misterioso e ignoto, algo que buena parte del público asociaba con atletas de allende el telón de acero, como si el dopaje fuese poco más que uno de tantos siniestros manejos de la maquinaria comunista de fabricar deportistas en serie.

Desde la República Democrática Alemana habían empezado a filtrarse informaciones grotescas que hablaban de graves malformaciones físicas en algunos aspirantes a atletas, pero la opinión pública no había asumido la idea de que el dopaje pudiese ser un fenómeno mucho más extendido.

En diversos deportes se producían casos aquí y allá, desde luego, pero en su momento eran considerados excepciones, al menos por quienes no estaban dentro de sus respectivos mundillos profesionales. Ni siquiera hoy sabemos con seguridad hasta dónde llegaba la marea negra durante aquellos años, solamente nos queda suponer. Y en aquellos días las declaraciones de Carl Lewis podían ser interpretadas como la excusa de un mal perdedor.

Ni siquiera resultaba sorprendente que alguien con su exorbitante ego reaccionase de aquella manera, incapaz de tolerar el que hubiese surgido un competidor mejor que él. Johnson se limitó a replicar con su típico aire taciturno:

«Cuando Carl Lewis lo ganaba todo nunca dije una palabra en su contra. Y cuando llegue alguien y me venza, tampoco me quejaré».

Pese a su aureola sombría, no resultaba difícil simpatizar con el aire humilde del canadiense.

La batalla final

Tu corazón late como loco y todo lo que puedes pensar es «por favor, Dios, no me dejes morir aquí».

Así rememoraba Linford Christie los momentos previos a la final de los cien metros lisos de los Juegos Olímpicos de Seúl. No era para menos. Nunca en la historia del atletismo había estado tan pendiente el mundo entero de una sola carrera. Y lo sucedido durante 1988 no hizo más que incrementar la tensión.

En agosto, poco más de un mes antes de los Juegos, Lewis y Johnson se volvieron a encontrar en la tradicional cita de Zurich. El resultado sorprendió a algunos, alegró a otros y en todo caso añadió una considerable dosis de morbo a la futura final olímpica.

En la carrera de Zurich, Ben Johnson tomó la delantera con una de sus salidas fulgurantes y llegó a dar la impresión de que vencería por sexta vez consecutiva a su gran rival, pero Carl Lewis lo terminó sobrepasando con uno de sus clásicos acelerones finales. Fue Lewis, pues, quien venció, repitiendo además el espectacular crono de 9,93 que había obtenido el año anterior. Johnson, con 10,06, estuvo lejos de su plusmarca mundial.

Desde el punto de vista psicológico era una victoria importantísima para Carl Lewis; de hecho él y su entourage lo celebraron sobre la pista como si hubiese ganado ya el oro olímpico. Después de cinco carreras mordiendo el polvo ante el canadiense, el Hijo del Viento volvía a dominar con una demostración extraordinaria de aceleración en la segunda parte de la carrera.

Algunos creyeron confirmada su opinión de que Lewis no permitiría que Johnson lo destronase definitivamente en la cita olímpica.

Varias semanas después, en Seúl, el ambiente estaba al rojo vivo. Ben Johnson no era amigo de hacer declaraciones públicas, pero en privado, con su habitual circunspección, había manifestado su deseo de vengar la derrota de Zurich y las declaraciones acusatorias de su principal rival. «Voy a joder a Carl Lewis».

En los Juegos Olímpicos, finalmente, se jugaban el más importante de los laureles. Ambos rivales no coincidieron en las series eliminatorias, pero ya en aquellas mangas previas pudo percibirse cuál era la actitud de cada uno. Lewis estaba ansioso por reafirmar su poderío y trató de demostrar que era el mejor con alguna que otra exhibición innecesaria, haciendo tiempos de 9,97 y 9,99 durante las rondas de calificación.

Muy diferente fue el desempeño del canadiense, que hizo lo justo para meterse en la final, sin hacer tiempos llamativos y llegando a quedar tercero en una de las series. Todo aquello tenía una lectura clara: Ben Johnson estaba seguro de sí mismo y se guardaba sus ases en la manga, como por otra parte era habitual en los velocistas antes de una final.
Carl Lewis, en cambio, tenía un considerable peso sobre sus espaldas; el peso de la fama, el peso de un estrellato que había explotado sobre un concepto, el de ser el mejor sin discusión, que había quedado obsoleto.

Y entonces llegó la final.

Olvidemos lo que sabemos sobre ella para ponernos en el lugar de los espectadores que la vieron en su día. Y lo que vieron fue a Ben Johnson ejecutando un maravilloso ejercicio de perfección técnica. Hizo una de sus salidas milimétricas, algo a lo que el público ya estaba acostumbrado, pero además hubo algo nuevo: su aceleración virtuosamente calculada y ejecutada.

Parecía estar despegando como un avión.

Corrió con un incremento de potencia perfectamente medido que lo puso más allá del alcance de todos los demás contrincantes. Incluso el famoso tirón final de Lewis se reveló inútil y el estadounidense, que por lo general conseguía acercarse a Johnson en los últimos metros, solamente pudo mirar, visiblemente desesperado, cómo se le escapaba su némesis.
Tanto miraba Lewis a Johnson (fueron tres veces), que llegó a salirse de su calle, lo cual bien pudo haberle costado la descalificación. El Hijo del Viento hizo la carrera más rápida de su vida, 9,92, y aun así fue completamente machacado por Johnson.

El canadiense había tomado tanta ventaja que se permitió alzar el brazo en señal de victoria antes de atravesar la meta. Y aun con ese gesto pulverizó su propia plusmarca mundial, dejándola en 9,79, algo insólito para aquellos tiempos. Fue una final impresionante donde los cuatro primeros rebajaron los diez segundos (¡en 1988!), en donde Ben Johnson había humillado a la competencia.

El dopaje

Los esteroides no pueden sustituir el talento, ni el entrenamiento, ni un programa competitivo bien planificado. No pueden convertir a alguien lento en un campeón. Pero se han convertido en ingrediente esencial dentro de una compleja receta. (Charlie Francis, entrenador de Ben Johnson)

La competición deportiva crea metáforas de la vida con una velocidad inusitada y en ocasiones las destruye con idéntica rapidez. Y qué cualidad más indicada para la prueba de los cien metros lisos que la rapidez. Durante algunas horas, breves y fugaces, Ben Johnson pareció ser el perfecto ejemplo de lo que podía conseguirse con trabajo y humildad.

Un inmigrante de familia modesta, entrenado en un fraternal grupo de atletas canadienses —entre los cuales había otros de origen jamaicano como él— y que después de haber sido marginado por cuestiones raciales se había convertido en el mayor símbolo del orgullo nacional canadiense.

Para colmo lo había hecho venciendo a los arrogantes vecinos del sur, personificados en un Carl Lewis egocéntrico y vanidoso, producto del opulento programa de formación estadounidense. Así como quince años antes Bobby Fischer había emergido de la nada para derrotar a la maquinaria soviética de fabricar campeones de ajedrez, Ben Johnson había demostrado al mundo que, por lo menos en atletismo, los estadounidenses eran vulnerables.

Y como lo que sucede en los Juegos Olímpicos es lo que de verdad cuenta, porque allí se intercambian cetros, coronas y tronos, Ben Johnson ya tenía el suyo. Para colmo, la foto final era estética y simbólicamente perfecta: el canadiense alzando el brazo con majestad cesárea mientras atravesaba la línea de meta, Lewis contemplando al ganador con inequívoco gesto de frustración y desencanto.

Tan grande era el potencial de aquel símbolo que la noticia del resultado positivo en el control antidopaje cayó como una verdadera bomba. Apenas dos días después de ganar el oro, el entrenador de Ben Johnson, Charlie Francis, fue hasta su habitación de hotel y llamó a la puerta.

Nada más abrir y ver la cara de quien le portaba las noticias, Johnson entendió lo que estaba pensando. Más tarde recordaría lo que pasó por su mente en aquel mismo instante: «De acuerdo, finalmente me han atrapado».

Hoy estamos acostumbrados a este tipo de noticias y hemos sido testigos de debacles tan enormes como la de todo un Lance Armstrong desposeído de sus grandes títulos, lo cual sin duda produjo un vacío en quienes lo vieron correr durante horas y horas en las grandes vueltas ciclistas, pero difícilmente sorprendió siquiera a los más ajenos al ciclismo.

El escándalo de Armstrong nos llegó precedido por una inacabable sucesión de noticias chocantes sobre tests positivos, registros y procesos judiciales en el pelotón, una tétrica sucesión de vergüenzas que siempre parecían anticipar otra vergüenza todavía mayor. Pero en 1988 todo era más naif, no solamente el público sino incluso la prensa especializada.

El mundo del deporte no estaba preparado para una debacle semejante. Se sabía que existía el dopaje, claro, porque ni siquiera era algo nuevo y tenía casi un siglo de antigüedad; se sabía que se habían producido positivos en diversas competiciones, pero la caída de la nueva gran superestrella mundial era una visión con la que nadie había contado.

Prensa y público se sintieron engañados al saber que toda la epopeya de aquel callado canadiense que había tumbado al gigante de gigantes era una enorme mentira.

Casi nadie sabía exactamente qué porcentaje de sus victorias podía deberse a los esteroides, pero la impresión generalizada fue la de que nunca las hubiese obtenido sin hacer trampas y Ben Johnson fue sometido a un juicio mediático como pocos se han visto en la historia del deporte profesional.

Como es lógico fue desposeído de su medalla de oro —que pasó a manos de Carl Lewis— y la plusmarca de 9,79 no llegó a ser ratificada. Un año después se anuló también su anterior récord de 9,83, conseguido en los mundiales de Roma.

Johnson negó haber tomado esteroides a conciencia, con lo que echaba a su entrenador a los pies de los caballos («Dije lo que me recomendaba mi abogado»), pero otros atletas del círculo de Francis decidieron contradecirle y con el tiempo Johnson admitiría la verdad: se había dopado de manera completamente voluntaria.

A la ignominia de su trampa añadía la infamia de una mentira que, de cualquier manera, poca gente creyó. No pudo volver a competir hasta 1991, aunque en su retorno sus resultados empeoraron considerablemente y no pudo siquiera clasificarse para los mundiales de Tokio.

Sí estuvo en los Juegos de Barcelona al año siguiente, pero no pasó de semifinales al desequilibrarse en la salida y quedar último después de una carrera que constituyó la visión patética del viejo tahúr desenmascarado que ya no era nada sin sus trampas.

En 1993 fue vedado de la competición por un nuevo positivo, esta vez un exceso de testosterona en sangre, y ya no se le permitió regresar a competiciones oficiales, lo cual significaba una cuantiosa pérdida económica.

En 1999, tras someterse a una prueba voluntaria para demostrar que estaba limpio e intentar que lo volviesen a admitir en competición, dio positivo por la presencia en su orina de un diurético ilegal que suele usarse para eliminar otras sustancias dopantes.

Su caso, como vemos, era desesperado. Desahuciado ya para la velocidad, los periódicos volvieron a hablar de él con una noticia que, para no variar, era chocante: Gadafi lo contrató como entrenador para su hijo Al-Saadi, que quería ser futbolista en Italia.

Y el hijo del dictador fue seleccionado por un equipo italiano, pero lo expulsaron después del primer partido por dar positivo en el control antidopaje. La prensa internacional no sabía si tratar el asunto con sorna o con luctuoso pasmo, pero lo de Ben Johnson era de guion de comedia esperpéntica.

De todos modos, estos sucesivos tropiezos poco habían cambiado las cosas, ya que la imagen pública de Ben Johnson había quedado completamente hecha añicos desde 1988.

Era el malvado oficial del universo olímpico.

La prueba de los cien metros suele captar la atención del público, disparando su fantasía en la búsqueda de nuevos iconos, y esto sucedía particularmente en los años ochenta gracias al reinado deportivo y mediático de Carl Lewis. Y cuando la misma gente que había presenciado una rivalidad épica supo que uno de aquellos dos grandes monstruos de la velocidad resultaba ser otro tipo de monstruo, la decepción no tenía límites.

Y el público se preguntaba: ¿por qué?

Ben Johnson procedía de un grupo de atletas canadienses que Charlie Francis, antiguo corredor, había reunido para conformar un exitoso equipo de velocistas que en los Juegos de Los Ángeles llegó a obtener ocho medallas, la mitad de las conseguidas por la selección atlética canadiense.

Fue Francis quien introdujo a Johnson y otros de sus pupilos en el consumo de esteroides. No les forzaba a tomarlos, pero sí les hablaba de la mejora que podía suponer en el rendimiento: un 1%, decía él, lo cual era un margen significativo en una carrera tan corta.

Ben Johnson decidió que si aquello le ayudaba a ganar, lo tomaría. Según él era la única manera de ser competitivo en un entorno donde los demás también tomaban drogas.

Los esteroides le eran aplicados por el médico George Astaphan, y aunque Johnson creía estar recibiendo Estrogol —supuestamente el esteroide que habían utilizado atletas alemanes, aunque el Estrogol ¡no existía!— descubriría con el escándalo que en realidad se trataba de estanozolol, sustancia que al parecer le fue administrada en una presentación veterinaria.

El doctor Astaphan, que a lo largo de los años ha contribuido poco a esclarecer las cosas, no especificó demasiado la procedencia de los esteroides que suministró a Johnson y otros atletas canadienses, diciendo que se lo había comprado a un atleta alemán, cuyo nombre no reveló, que le habría facilitado una veintena de botellas de una «sustancia lechosa».

Resulta difícil disculpar a Ben Johnson. Pero la perspectiva que tenemos hoy es diferente, quizá no sobre su conducta, pero sí sobre su entorno competitivo. El canadiense resultó ser un villano, pero quizá no era el único villano como se pensó durante tantos años. Baste decir que de los cinco primeros clasificados en la final olímpica de 1988, únicamente Calvin Smith se ha visto libre de escándalos posteriores relacionados con el dopaje.

Escándalos de mayor o menor magnitud, pero que desde luego han sembrado la duda sobre toda aquella época. Incluso el mismísimo Carl Lewis se ha visto rodeado de dudas.
Por ejemplo, durante las clasificaciones preolímpicas de la selección estadounidense para los Juegos de Seúl, dio positivo por efedrina, un estimulante y broncodilatador presente en algunos remedios para el resfriado.

Lewis alegó «ingestión inadvertida», esto es, que habría tomado la sustancia en alguna bebida o comida sin saber que estaba ahí.

Fue exonerado por la federación estadounidense y, lo más inexplicable, su expediente se perdió. Con los años ha habido voces —entre ellas la de Ben Johnson— que han señalado otros hechos sospechosos en torno a Lewis, como el que teniendo una buena dentadura usara correctores bucales.

Este hecho, por sí mismo, no significa nada, sobre todo conociendo el carácter presumido del americano. Pero no se puede dejar de hacer notar que el uso de correctores era habitual entre atletas que se inyectaban hormona del crecimiento, la cual tenía como efecto secundario un agrandamiento de la mandíbula y el consecuente movimiento y desorden de los dientes.

Estas y otras habladurías han circulado en las casi tres décadas que han transcurrido desde aquella infausta final, pero realmente resulta difícil hacerse una idea de cuál era el estado de cosas. Algunos afirman que casi todos los velocistas importantes tomaban drogas y que el dopaje era la norma, porque sin su ayuda nadie podía esperar ser lo suficientemente competitivo.

Ya entonces hubo artículos que no se sorprendían tanto del dopaje de Johnson como del hecho de que hubiese sido sorprendido; el diario estadounidense L. A. Times publicó en 1989 una pieza titulada «El único misterio es por qué pillaron a Ben Johnson».

Otros recuerdan que no se ha probado que otros velocistas rivales, aun en el caso de haber dado positivo por otras sustancias, se inyectasen esteroides.

Si tienen ocasión de ver el documental 9.79 de la cadena ESPN —lo recomiendo— podrán ver testimonios de los principales implicados en aquella carrera… pero, eso sí, no esperen respuestas.

Muchas acusaciones cruzadas, muchos interrogantes sin resolver y una única conclusión clara: que después de muchos años ya no da la impresión de que Ben Johnson fuese de verdad el único tramposo.

Elijan la respuesta que más les plazca.

Fuente: Jot Down

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