«Star Wars -La Guerra de las Galaxias» es una historia sencilla, contada simplemente, del bien contra el mal, la luz contra la oscuridad, y la libertad contra a la tiranía. En otras palabras, es la historia de la lucha de EE UU por preservar la democracia y la civilización en un mundo acosado por el mal y los ‘malhechores’.
El cine y la propaganda política han ido siempre de la mano. De hecho, si algún vez un medio se adaptó a la propaganda ese fue el cine. Y si alguna vez se pudo atribuir a una industria la creación de una realidad alternativa tan penetrante que ha logrado convencer a generaciones de estadounidenses y de otros países en todo el mundo que arriba es abajo, el negro es blanco, y la izquierda es la derecha, esa es la industria de Hollywood.
George Lucas, el creador de la franquicia de Star Wars que, incluyendo esta última entrega, ha rodado ya siete películas desde que la inicial apareció en 1977, es junto con Steven Spielberg un niño de la reacción a la contracultura americana de los años sesenta y principios de los setenta.
Aunque ambos son producto de los años sesenta – una década en la que la cultura y las artes, sobre todo el cine, estaban a la vanguardia de la resistencia al complejo militar industrial de Estados Unidos – Lucas y Spielberg alcanzaron la fama a mediados de la década de 1970 con películas que en lugar de atacar o cuestionar a la oligarquía dominante del sistema saludaban su papel como protectora e interprete de la moral de la nación.
El telón comenzó a caer sobre el período más vital, emocionante y cerebral del cine americano como medio cultural- responsable de la producción de clásicos como “Bonnie y Clyde”, “MASH”, “El último deber» ,»French Connection», «Grupo Salvaje”, “Taxi Driver” ,”Apocalypse Now” – con “Tiburón” de Spielberg en 1975, seguido en 1977 por “Star Wars” de Lucas.
El primero asustó a EE UU, mientras que el segundo la hizo de nuevo reconciliarse consigo misma.
Ambas películas engendraron el concepto de “taquillazo”, en el que se invita al público a sentir más que pensar, lo que les permite poner en suspenso su incredulidad y escapar de la realidad en lugar de compartir la experiencia de enfrentarse a ella a través de historias en las que personajes alienados expresan la angustia, la frustración, la ira, y el malestar que los espectadores experimentan en sus propias vidas, induciendo así un sentido de solidaridad.
Era la época del antihéroe, personajes principales para los que el sistema y el conformismo eran el enemigo, y que araban su propio surco sin importar las consecuencias. El cuestionamiento de la autoridad y sus verdades recibidas reflejaba un país cuyos jóvenes y no tan jóvenes estaban hambrientos de un cambio radical. La guerra en Vietnam, Watergate, los derechos civiles de los negros y los movimientos nacionalistas había sacudido la sociedad estadounidense y, con ella, su cultura y sus referencias culturales.
Pero a mediados de los años setenta, con el fin de la guerra de Vietnam, y con la contracultura perdiendo fuerza, llegó el momento de volver a meter en el arcón de los recuerdos toda esa alienación, ira y rebeldía y permitir que la mitología del sueño americano y la democracia volvieran a reafirmar su dominio.
En su historia sin igual de este período vital del cine estadounidense – Easy Riders, Raging Bulls – el escritor y crítico cultural Peter Biskind escribe:
«Más allá de su impacto en la comercialización y merchandising del cine, Star Wars tuvo un efecto profundo en la cultura. Se benefició de la reacción a los años de la presidencia de Carter, la vuelta al centro que siguió al final de la guerra de Vietnam».
Esta vuelta al centro se convirtió en una marcha hacia la derecha bajo Reagan, que se manifestó en Hollywood como un estancamiento artístico y cultural, en el que directores como Spielberg y Lucas se preocuparon menos por el guión y los personajes y se concentraron en el espectáculo. Más grande, más sonido y más rico fue el mantra que acabó haciendo que se impusiesen personajes bidimensionales y tramas que un niño de diez años de edad con una caja de lápices de colores y un poco de imaginación podían crear.
Biskind escribe:
«Lucas sabía que los géneros y las convenciones cinematográficas dependen del consenso, de la red de prejuicios compartidos que se había roto en los años 60. Quería recrear y reafirmando esos valores, y Star Wars, con su fundamentalismo moral maniqueo, sus uniformes blancos y negros, restauró el brillo de unos valores tan oxidados como el heroísmo y el individualismo».
En esta última entrega de Star Wars, dirigida por JJ Abrams, Lucas se conforma con aparecer en los créditos después de vender la franquicia a Disney en 2012 por 4.050 millones de dólares. Sí, leyó bien: 4.050 millones de dólares. Con ese dinero se pueden comprar un montón de espadas laser.
Disney y Abrams han vuelto atrás en el tiempo para actualizar la franquicia, devolverla a sus raíces con el regreso de Han Solo (Harrison Ford), la Princesa Leia (Carrie Fisher), Luke Skywalker (Mark Hamill), y los viejos iconos favoritos Chewbacca y R2D2.
Para los fanáticos de Star Wars hay incluso el regreso de la inigualable nave espacial de Han Solo, el Halcón Milenario. El malo de la película, su Darth Vader, es un tal Kylo Ren, interpretado por Vladimir Putin … lo siento, Adam Driver. Con este personaje se plantea el único elemento interesante de la trama. Pero una vez dicho esto, estamos hablando de «interesante» en comparación con el resto de la trama. No estamos hablando precisamente de Roman Polanski y “Chinatown”.
Hay también papeles importantes en la película para dos actores británicos relativamente desconocidos: Rey, a través de cuyos ojos se desarrolla la historia, es interpretado por Daisy Ridley, mientras que Finn es interpretado por John Boyega.
A pesar de toda la publicidad que rodea a su lanzamiento, y los comentarios favorables que ha cosechado, la última entrega de la larga marcha y extraordinariamente exitosa franquicia de Star Wars – “Star Wars: el despertar de la fuerza” – es una serie de clichés tan manidos y pretenciosos que da un poco de vergüenza ajena.
Tal vez el aspecto más llamativo de la película no es la batalla del bien contra el mal que relata, sino el hecho de que Harrison Ford ha cobrado 76 veces más que el recién llegado Daisy Ridley por aparecer en el reparto. El paquete financiero del veterano actor de 73 años incluye un pago por adelantado de 20 millones de dólares más el 0,5 por ciento de los ingresos brutos de la película, que se estima que tendrá una taquilla de la friolera de 1.900 millones de dólares.
Es la prueba de que la historia de Estados Unidos no es la del bien contra el mal o la luz contra la oscuridad. En realidad, es la historia de los súper ricos contra todos los demás.
(*) Autor de un libro de memorias de Hollywood políticamente incorrecto e irreverente – Dreams That Die – publicado por Zero Books.
Fuente: Counterpunch