La primera idea que quiero compartir en esta oportunidad es un reconocimiento a Oscar, y por su intermedio a las dos o tres generaciones de luchadores sociales, a quienes les tocó afrontar las fases más duras del combate contra la dictadura.
No sé si todos los presentes lo saben, pero Oscar integró la avanzada de los que retornaron para ese propósito, en 1978, poco antes de que lo hiciera Gladys Marín, con el fin de asumir la conducción del partido, apenas meses después de la desaparición de dos direcciones completas del Partido Comunista, aquel fatídico 1976.
En condiciones de rigurosa clandestinidad, formó parte de la dirección que diseñó y luego llevó a la práctica la denominada política de la rebelión popular, que tanta importancia tuvo en el desenlace de la dictadura; de modo que cuando habla de ella, créanme que lo hace con entera propiedad.
Luego, en la década de los noventa, siguió en la dirección del partido en una época tal vez no menos difícil, caracterizada por el colapso de la Unión Soviética y los países de Europa oriental, y en Chile, por la implacable exclusión del Partido Comunista y dos escisiones del mismo.
Trabajador infatigable, cuando empezó la era del deshielo político del partido, se trasladó a Copiapó, donde tuvo responsabilidad de dirección en la ardua tarea que culminó exitosamente con la elección de Lautaro Carmona como diputado del quinto distrito de Atacama; uno de los tres diputados comunistas que llegaban al Parlamento, desde el 11 de septiembre de 1973.
Cuando, por circunstancias familiares, se repliega del plano de la actividad, concluye sus estudios, graduándose de sociólogo y se vuelca sobre la reflexión política, producto de la cual es la obra que nos convoca.
Decir que Oscar es de los imprescindibles de los que hablaba Bretch, sería incurrir en el lugar común. Por eso, y para cerrar esta primera idea, sólo me cabe reiterar el homenaje a su insobornable trayectoria, y a través de él a tantos luchadores de esas dos o tres generaciones, muchos de los cuales han experimentado la implacable ley del relevo sin el debido reconocimiento, y decir que me enorgullece que me haya elegido para presentar su libro.
En él, Oscar traza una línea de tiempo que va desde el Gobierno de la Unidad Popular, hasta la actualidad, que caracteriza como nuevo ciclo político, pasando por el tedio de la interminable transición; o sea, la línea de nuestro tiempo.
La tesis central de Oscar, que comparto plenamente, consiste en articular dialécticamente las necesidades históricas que informaron el proyecto nacional de desarrollo que propuso la Unidad Popular, con los desafíos que exige el nuevo ciclo político, síntesis del agotamiento del sistema neoliberal y un oscilante movimiento de masas.
En el capítulo dedicado al gobierno popular, rebate con concisión y eficacia, aquellas nociones reaccionarias que omiten la intervención norteamericana, o esas que reducen la cumbre del siglo corto del que hablaba Hobsbawm a la chapucería y ambición de los “jerarcas” de la UP; o peor aún, las que postulan que el proyecto de la Unidad Popular era poco más que una ilusión de vanguardias iluminadas.
En rigor, Oscar sostiene con propiedad la versión que se atiene a los hechos de esa epopeya histórica, y la contrasta con aquellas versiones pre-constituidas, que a pesar de su falta de pruebas, o tal vez por lo mismo, han alcanzado cierta preeminencia en el imaginario colectivo.
Con seguridad apoyada en un eficaz trabajo de notas de pie de páginas y una profusa bibliografía, Oscar argumenta la vigencia del proyecto histórico de la izquierda, el mismo que ha sido capaz de sobreponerse al termidor de la dictadura y al sopor interminable de la transición.
Sin embargo, en mi opinión, el mayor aporte del libro de Oscar está en la tercera parte final, que dedica al análisis del nuevo ciclo político.
Con acierto, describe el nuevo ciclo político como una posibilidad. Dentro de esas condiciones, que se transforme o no en realidad dependerá del trabajo concreto, aquí y ahora, de los actores presentes en esta transición de la transición.
Oscar problematiza, como creo corresponde, la noción del poder.
Voy a citar, porque me interpreta a cabalidad:
“Para las fuerzas progresistas y de izquierda, que han logrado articular una mayoría y ganar el gobierno, avanzar en la conquista de todo el Poder del Estado significa en rigor la consecución de un objetivo legítimamente democrático: que el pueblo dirija el gobierno, sea mayoría en el Parlamento y esté presente en la generación, composición y funcionamiento de todos los organismos e instituciones del Estado, comprendidos los tribunales de justicia y las fuerzas armadas y policiales. Resulta determinante entonces que al llegar la izquierda al gobierno por la vía electoral, construya un camino hacia el poder, que considere el hecho de estar en el gobierno como variable de una política revolucionaria”.
¿Cómo lograrlo?
Cito nuevamente:
“Ello implica construir un movimiento popular mayoritario que sea capaz de imponer cambios políticos fundamentales rompiendo las barreras institucionales antidemocráticas y capaz al mismo tiempo de aprovechar y preservar la nueva correlación continental de fuerzas, que junto con estimular los cambios en cada país, limita la injerencia imperialista y crea posibilidades para desarrollar los programas y estrategias de la izquierda”.
¿Herramientas?
Una que está en el ADN del Partido Comunista:
“Unidad política y social de los que están a favor de los cambios, y su movilización activa y permanente”.
Contra esa unidad política y social se enfrentan, naturalmente, la patota monopólica y sus paniaguados a sueldo, pero también apolíticos, anarquistas e izquierdistas radicales.
Oscar deja esbozado ese deja vu, respecto a la alianza circunstancial entre la ultraderecha y la izquierda radical durante la época de la Unidad Popular, con la concurrencia de esos mismo actores, en los montajes mediáticos contra la coalición que ha logrado introducir cambios modestos en el sistema, pero cambios al fin.
Para mí, este es un tema clave, del cual dependerá si el país se queda enredado en un sistema neoliberal fosilizado, o entramos en la era del post-neoliberalismo.
En mi opinión, el sistema neoliberal entró en una fase de estancamiento irreversible. Pero eso no tiene traducción mecánica en la escala de tiempo; ni significa que va a caer por su propio peso. El neoliberalismo habrá perdido el consenso, pero no el poder.
Para desalojarlo, necesitamos, literalmente, de la alianza política y social más amplia que podamos concebir. Una alianza, para decirlo sin ambages, que vaya desde sectores del pequeño y mediado empresariado, hasta la izquierda radical, cautivada por un proyecto nacional que se perciba realizable.
Entendamos, obviamente, que dicha alianza es transitoria. La amplitud de la misma choca con la naturaleza de los proyectos.
Por el lado derecho, sectores de la pequeña burguesía se descolgarán, seguramente, apenas la coalición mayoritaria declare un proyecto equivalente al proyecto de desarrollo nacional con perspectiva socialista, encarnado en la Unidad Popular.
En el lado izquierdo, muchos pueden irse si, producto inevitable de la negociación propia de la política de alianzas, no se consigue la totalidad de las metas programáticas, o el proyecto experimenta retrocesos temporales.
El análisis de la actual coyuntura presupone el diagnóstico riguroso de los movimientos posibles de los actores presentes en el escenario del ocaso neoliberal.
Es el tema del capítulo X de mi libro, Cuatro décadas de Neoliberalismo en Chile: La Cueca Larga del Rey Desnudo, que me propongo lanzar apenas encuentre editor, o pueda poner en circulación por medio de la editorial virtual de mi proyecto digital.
Estos párrafos fueron escritos en 2012, en pleno gobierno de Piñera, pero creo que mantienen, en lo gruesos, su validez. Cito:
“Como una suerte de telón de fondo, la histórica configuración tripolar del escenario político del país, ha resistido durante dos décadas la camisa de fuerza binominal, hoy tan en riesgo como el propio modelo neoliberal,
En el primer polo medra la poderosa alianza conservadora, integrada por los poderes fácticos, la fronda empresarial, los partidos de derecha, la tecnocracia y la academia neoliberal, las cúpulas religiosas, los mandos de las Fuerzas Armadas, el embajador de Washington, el ala neoliberal de la Concertación y la mafia del narcotráfico. Ya se sabe que cuando esta oligarquía se siente amenazada, literalmente ve rojo y no tarda en tocar a degüello.
Es un bloque cualitativamente más poderoso que la desorientada y vacilante derecha de mediados del siglo veinte. No sólo porque está fortalecido por casi cuarenta años de hegemonía y por un blindaje político institucional extraordinariamente difícil de romper; sino también porque desde la lógica de la lucha de clases, ya consiguió el objetivo, de reconquistar el poder, y sabe que debe defenderlo a ultranza, a riesgo de perderlo todo.
Además, está conectado umbilical, vascular e ideológicamente con los centros dominantes de la actual configuración de poder global.
Adicionalmente, ha cooptado con habilidad y establecido redes clientelares con sectores de bajos ingresos, que votan por la derecha en comunas y distritos populares, a quienes no trepidará en utilizar como fuerza de choque.
Sin embargo, dista mucho de ser invencible, como la anterior enumeración pudiera sugerir.
La extrema centralización de poder político y económico en manos de este bloque genera también su antítesis, en la medida en que amplía el campo de alianzas de quienes pretenden disputárselo y eventualmente arrebatárselo.
El anverso de su cohesión ideológica es otra de sus debilidades: la fe fanática en los automatismos del mercado y en la naturalización de sus intereses le impide captar las complejidades, matices y sutilezas del decurso de la historia, de suerte que suele equivocar los diagnósticos, cuando los hechos desbordan sus previsiones.
Un error de diagnóstico suele ser el primer paso de una derrota estratégica, y no por nada Plutarco decía que los dioses ciegan a los que quieren perder.
Pero, probablemente, el mayor talón de Aquiles del bloque conservador, es la propia naturaleza de su hegemonía. Pudo disfrutar de cuarenta años de poder para diseñar y construir el modelo de economía, política y sociedad que mejor se avenía a sus intereses, casi sin oposición política.
Pero al cabo de esas cuatro décadas, el resto de las clases y capas sociales está cayendo en cuenta que ese modelo no conduce ni al crecimiento, ni al bienestar ni al desarrollo, como prometía su discurso, sino todo lo más a la ilimitada acumulación y concentración de la riqueza en una oligarquía muy minoritaria, que ni siquiera se muestra dispuesta a compartir las migajas.
La propensión de las elites al acaparamiento de todo lo que se mueve, produce y lucra, y la toma de conciencia del resto de la población, de que ese es un comportamiento inseparable del modelo, constituye, a estas alturas, un fenómeno irreversible.
Y a la hora de la crisis, la oligarquía criolla no podrá acudir a los poderes imperiales, como hizo Agustín Edwards el 15 de septiembre de 1970, porque éstos están enzarzados en una lucha no menos decisiva contra sus propios demonios, fantasmas y enemigos de clase.
El segundo polo de la ecuación, el centro político, está perplejo y sin política; peor aún, extravió simultáneamente el proyecto y la convicción. A medio camino entre la socialdemocracia y el neoliberalismo, y sin resignarse a un rearme desde la oposición, ha oscilado entre una retórica agresiva contra el gobierno de Piñera, y una extraña conducta parlamentaria, consistente en darle una ceñida mayoría en todos los proyectos sustantivos, aquellos que completan el modelo.
El hasta cierto punto inesperado éxito electoral en las elecciones municipales de octubre de 2012, y la persistencia de las encuestas que dan por casi segura ganadora a la ex Presidenta Michelle Bachelet, lo mantienen cohesionado en torno a la expectativa de un quinto gobierno de la Concertación.
Sin embargo, cuatro años de más de lo mismo, sin proyecto alternativo, sólo pueden conducir al despeñadero, o a un nuevo gobierno de derecha, como ya comprendió una parte de la coalición.
El nudo central de la disputa al interior del bloque, está entre los intereses del reducido sector del capital nacional y la pequeña burguesía, de una parte, y aquellos de capas medias, integradas por profesionales y asalariados de mediano y buen nivel. Si bien la democracia cristiana ostenta un cierto predominio en el primero de los sectores nombrados, la representación política de los intereses de este bloque presenta, en general, una dispersión transversal, en partidos que tienen una especial propensión por representar el centro político.
Y en esos términos, una dificultad adicional para las fuerzas que plantean el cambio, radica en que dos partidos de la Unidad Popular, el Partido Socialista y el actual Partido Radical Socialdemócrata se desplazaron hacia una coalición que gobernó durante veinte años sin alterar el patrón neoliberal, y otros tres -MAPU, API y Partido Socialdemócrata- simplemente desaparecieron; aparte de que la propia ideología de la socialdemocracia ha sido colonizada, al menos en parte, por el pensamiento neoliberal, en su variante tecnocrática.
La mayor fortaleza de este bloque, es su capacidad natural de constituirse en mayoría electoral, a partir de la moderación de su discurso y la ubicuidad de su comportamiento. Pero de esta labilidad arranca su mayor déficit.
Carente de proyecto propio, a esta altura el centro político no puede ofrecer más que variantes de capitalismo regulado y capitalismo desregulado, y a menudo, una abigarrada mixtura de ambos; en otras palabras, más de lo mismo.
La cúpula de los partidos que integran la Concertación, parte de lo que la gente denomina «clase política», ha mostrado un singular oportunismo y una marcada tendencia a cogobernar con la derecha. Sin embargo, a pesar de ello, ha logrado mantener su base electoral, sin perjuicio del paréntesis de duda que concita el acelerado desprestigio del sistema político en su conjunto.
En el último tiempo, una parte del ala izquierda de la coalición inició la exploración de una ampliación de la alianza hacia la izquierda, en coincidencia con el movimiento del Partido Comunista hacia el centro, en busca de sustento para lo que denomina un gobierno de nuevo tipo. Incluso hasta en el componente más conservador de la coalición, la democracia cristiana, se estaba abriendo paso la tesis de una asamblea constituyente para una nueva constitución, entre otras formulaciones que abrían cierto horizonte de cambio.
La historia muestra que en las escasas oportunidades en que han confluido los proyectos del centro y de la izquierda, básicamente el Frente Popular y la Unidad Popular, es cuando en el país más ha progresado la redistribución del ingreso y la democratización del sistema político. Pero también, que apenas la izquierda crece y se pone en posición de competir por la hegemonía, una parte sustantiva del centro político se retrae, y se refugia en la sensación de seguridad que encuentra en el bloque conservador.
El tercer polo está conformada por una izquierda extremadamente fragmentada. En primer término, está la izquierda histórica, representada por el pacto Juntos Podemos Más, constituido a su vez por el Partido Comunista, el Partido Izquierda Ciudadana, ex Izquierda Cristiana, un sector del movimiento social, y eventualmente, desprendimientos del Partido Socialista fieles a su secular tendencia a la división, tales como el Socialismo Allendista, el MAS, el Maiz, el Paiz, etc.
Luego viene un abigarrado sector que se ubica a la izquierda del Juntos Podemos Más, integrado por fracciones del MIR y del rodriguismo, así como reducidas organizaciones sobreideologizadas, sean de matriz ortodoxa, como el PC AP, o trotzkista, como el Partido de los Trabajadores y el movimiento Clase Contra Clase. Recientemente se incorporó a este sector el Partido Igualdad, proveniente de sectores del movimiento social más radicalizado.
En cambio, no resulta tan simple sumar a este sector una diversidad de organizaciones anarquistas, debido a la ausencia de una comunidad de proyecto, si bien comparten con las expresiones de ultraizquierda un comportamiento y un discurso sumamente agresivos hacia la izquierda histórica, al punto que suelen hacer política más por oposición a ella que por la pulsión de construir un proyecto político propio.
Golpeada por la dictadura, aún perpleja por el derrumbe de las catedrales, arrinconada por la política de exclusión de la Concertación, odiada y temida por la derecha, minusvalorada por la academia y los medios de comunicación, y fustigada por la belicosa ultraizquierda, la izquierda histórica es, con todo, el único sector político de todo el arco someramente descrito, que enarbola un proyecto nítidamente distinto al sistema neoliberal, y que por tanto, puede ofrecer un camino de salida.
O sea, no es que el sector más a su izquierda no lo tenga. Pero proyecto sin política se reduce a discurso.
Esa tenacidad para mantener sus convicciones durante tan prolongada travesía por el desierto, parece empezar a rendir réditos, tanto en la convergencia con sectores del centro político en busca de una alianza más amplia capaz de desalojar a la derecha del Poder Ejecutivo y de su sobrerrepresentación parlamentaria, e incluso de iniciar la demolición de las casamatas de la línea de Maginot neoliberal; como en el potencial campo de coincidencias con un potente movimiento social, la novedad de la coyuntura, por el momento más rebelde que revolucionario, pero que puede adquirir esa condición en la medida en que se imbrique con, y sea fertilizado por, la larga tradición de lucha de la izquierda histórica.
Según el punto de vista, esa potencialidad de confluencia entre partidos políticos y movimientos sociales puede considerarse como una fortaleza, pero también como una debilidad, respecto a mediados de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, cuando el empuje del movimiento popular alcanzó el punto cenital.
En ese tiempo, los movimientos sociales estaban hegemonizados por los partidos políticos, al punto que desde las posiciones conservadoras se consideraba a los primeros como meras correas transmisoras de los segundos.
Hoy la amplitud y beligerancia de los movimientos sociales compensa y de alguna manera llena el vacío que deja la debilidad de los partidos políticos. En la medida en que los partidos que mantienen el cambio económico, político y social como bandera de lucha, se integren a esos movimientos sociales, y como está dicho, les transmitan su experiencia histórica, esa confluencia puede ser una fortaleza para el próximo escenario de lucha.
Pero en la medida en que prevalezca la desconfianza y hasta cierto antagonismo de los movimientos sociales respecto a los partidos políticos; o en definitiva, si esa confluencia no se produce, la relación ambigua entre movimientos y partidos se transformará en debilidad, pues está sobradamente probado el ciclo de alta potencialidad de crecimiento, pero también de rápido desgaste, que caracteriza a los movimientos sociales.
La expansión desenfrenada del gran capital y la desnacionalización de la economía a través de la penetración del capital extranjero no sólo golpea a los trabajadores y sectores populares, sino también a una masa heterogénea de sectores de clases e intereses.
Entre ellos, una extendida gama de medianos y pequeños productores, rurales o urbanos, que sobreviven en duras condiciones, así como sectores de capas medias asalariadas, cuya calidad de vida se precariza al mismo ritmo que su trabajo; panorama que genera condiciones para construir una amplia alianza interclasista, que avance en las transformaciones políticas y sociales postergadas y desmonte la dictadura del mercado a que somete el modelo neoliberal a los chilenos.
En una alianza contra la hegemonía neoliberal puede entrar una diversidad de clases, sectores de clase y otras categorías sociales, que van desde fracciones burguesas del capital nacional, que circunstancialmente entren el conflicto con el capital transnacional, y de la pequeña burguesía comercial y productiva, es decir, el sector de la pequeña y mediana empresa; hasta la clase trabajadora, sin dejar de lado a una vasta gama de capas intermedias y organizaciones sociales que han pasado de la declaración a la acción en la defensa de sus derechos.
La fase ascendente de la lucha del movimiento popular de mediados del siglo veinte se vertebró en torno a un líder indiscutido, de extraordinarias condiciones, como lo era Salvador Allende.
Hoy no existe ese liderazgo, y eso es obviamente una desventaja. Pero como se vió, el campo de alianzas es potencialmente más ancho que el de su tiempo, lo cual de alguna manera nivela las posibilidades, aparte de que hoy se sabe los extremos a que está dispuesta a llegar la tiranía del capital, información que no se tenía entonces.
Pero, con todo, el mayor acervo de este bloque para la coyuntura de lucha que se avecina, consiste, como se dijo, en que es el único que está en posición de ofrecer un modelo distinto al neoliberalismo, y el único que percibe la dialéctica entre su paulatina pérdida de hegemonía y la instalación de cabezas de playa del nuevo modelo, que a su vez vayan generando mejores condiciones para lograr su derrota.
Ese es, a grandes rasgos, y sin ninguna pretensión de exhaustividad, la configuración del campo de fuerzas que interactuará en la disputa por la hegemonía en el drama histórico del recambio del modelo neoliberal”.
En mi opinión, en ese escalón histórico nos encontramos, y el libro de Oscar suministra abundante documentación para comprenderlo.
Muchas gracias.
(*) Periodista, director de RedDigital. Ponencia leída en la presentación del libro El Nuevo Tiempo de la Izquierda, de Oscar Azócar; Instituto de Ciencias Alejandro Lipschütz, 26 de noviembre.