Fui de las que marcó AC en el voto presidencial de la primera vuelta. Nunca antes había marcado mi voto y tuve que vencer aprensiones antes de ejercer tal opción. Mi primer temor era que, al marcar AC en la parte superior derecha de la papeleta, se invalidara mi voto y que ello implicara no escrutar mi preferencia presidencial. Y tenía esa preocupación porque, a pesar de que el SERVEL expresó de manera inequívoca que los votos marcados que tienen una preferencia nítida, están válidamente emitidos y que tal preferencia debe ser escrutada, no faltaron los que llamaron a no marcar la papeleta bajo el supuesto de que eso ponía en peligro la opción presidencial.
La práctica demostró que no fue así. No se presentó ningún caso en que la marca AC del voto lo invalidara. Los vocales y apoderados de mesas respetaron la directriz del SERVEL y, obviamente, volverán a actuar de la misma manera el 15 de diciembre.
Mi segunda aprensión era que estaba manchando una tradición republicana que hace de la elección presidencial un momento de compromiso cívico con el ejercicio electoral de decidir quién conducirá el país por un período determinado de tiempo.
Marcar el voto con algo ajeno a dicho propósito, leí y escuché de muchos a quienes respeto, lesionaba una limpia tradición. Es más, se agregaba como argumento que, así como ahora se había constituido un movimiento para marcar AC, ello podría ser un antecedente para que en futuras elecciones se abusara de este mecanismo y se iniciara una práctica inaceptable de marcar el voto para las más diversas iniciativas, con lo cual perdería respetabilidad el momento electoral.
Y fue esa argumentación la que me permitió vencer tal aprensión. Precisamente, es la vigencia de una institucionalidad política que, como sabemos adolece de problemas de representación y participación, la que lleva a este recurso extremo de marcar una papeleta para hacer oír la voz de la ciudadanía por la necesidad de una nueva Constitución que refleje el Chile actual. Es la resolución de esta falencia democrática de representación y participación, sobre la base de una nueva Constitución, la que evitará que se utilice a futuro la elección presidencial para marcar diversas preferencias ciudadanas, pues habrá otros cauces institucionales para expresarse.
Me dije entonces que marcar el voto AC, lejos de amenazar el rito republicano, contribuiría a su fortalecimiento y a mejorar la calidad futura de nuestra democracia.
Y no estaba equivocada. No he escuchado decir a nadie que los millares que marcamos el voto AC atentamos contra la limpieza del proceso electoral. Al contrario, acudimos con responsabilidad a ejercer el derecho y el deber ciudadano de votar. Por contraste apareció lo que sí constituye un riesgo de legitimidad de la democracia y de sus instituciones republicanas, tal es, los altos niveles de abstención que hemos tenido en estos comicios.
Volver a marcar AC en la papeleta presidencial de segunda vuelta es, justamente, para expresar que una nueva Constitución puede reducir la baja credibilidad y desconfianzas ciudadanas y ello constituirá un aliciente para aumentar la participación electoral y una ciudadanía activa a futuro.
Asociado a la preocupación anterior, tuve que desechar el argumento que dieron algunos analistas que nos recordaron que impedir la marca de los votos fue una conquista para evitar una vieja tradición de cohecho. Y que alterar la limpieza del voto abría las compuertas para reeditar tan repudiable práctica. Pero ese argumento es irrelevante ante los avances tecnológicos actuales que permitirían practicar el cohecho con mejores medios de prueba: qué más simple que fotografiar el voto con el celular en la privacidad de la caseta y registrar así la evidencia.
Por lo demás, la experiencia de la primera vuelta –con su alta abstención y con la inédita cantidad de candidaturas presidenciales– demostró que la amenaza al ejercicio de la democracia no es el cohecho, actividad que se alimenta en relaciones de dependencia y sumisión propias del período oligárquico. La amenaza está en la desafección política y en el malestar ciudadano, expresivos de las desigualdades de poder y oportunidades validadas por una Constitución que no representa a una ciudadanía cada vez más consciente de la titularidad de sus derechos, pero que experimenta en su vida cotidiana los amarres que limitan su ejecución.
Pero de todas las aprensiones a vencer para marcar mi voto, la más fuerte provenía de la imagen que se propagó acerca de la Asamblea Constituyente como una amenaza a la institucionalidad y a la estabilidad democrática del país.
Luego de escuchar argumentos a favor y en contra de prestigiosos constitucionalistas y dirigentes políticos, de familiarizarme con experiencias de Asambleas Constituyentes en diversos países del mundo con todo tipo de gobiernos y orientaciones políticas, después de leer entrevistas a integrantes de Asambleas Constituyentes, como la de un destacado jurista y ex ministro colombiano de centro derecha que visitó Chile, comprendí que los temores eran infundados.
Al contrario, más temible era lo que podría suceder en Chile de no haber una nueva Constitución que norme cómo nos relacionamos como iguales los ciudadanos, permitiendo que todos, en nuestra diversidad, nos sintamos parte de una misma comunidad. Y que el mecanismo para llegar a tal Constitución legitimada y respetada por la comunidad toda, no es irrelevante.
Cuando marqué mi voto AC en primera vuelta quise expresar lo que tal vez muchos, al igual que yo, querían poner de manifiesto. Que no sólo me importa conquistar una nueva Constitución, sino la convicción de que ella debe ser por el procedimiento más legítimo y creíble para una ciudadanía que, mayoritariamente, se relaciona con la política y sus instituciones desde la desconfianza.
Cualquiera sea la forma que adopte el mecanismo para tener una nueva Constitución, debe respetar los principios básicos que han acompañado las experiencias exitosas de Asambleas Constituyentes: aquellas que han gestado constituciones a través de una institucionalidad y procedimientos que todos reconocen como legítimos y representativos; y que han comprometido un ejercicio de deliberación democrática y participativa para cautelar las expresión de visiones plurales.
No sé cómo será esa constituyente que finalmente deberá proporcionar una propuesta de nueva Constitución al país; no sé con claridad cuáles serán los contenidos fundamentales que deberá procesar esa constituyente; tampoco sé con qué procedimiento se dará inicio a tal proceso. Pero confío en que las nuevas autoridades soberanamente electas, parlamentarios y Presidenta, encontrarán un camino institucional, democrático y participativo. Esa tríada es una fórmula que, a mi juicio, representa la Asamblea Constituyente, aún si absurdamente tal denominación provoca temores irracionales en tantos que dudan de nuestra sensatez.
No es posible que una constituyente desconsidere a los parlamentarios que representan, con limitaciones por nuestro sistema binominal, a distintas fuerzas políticas del país. Aun si gestados por un sistema electoral que debe ser reformado, los recientes parlamentarios electos son nuestros representantes y los votamos bajo las reglas institucionales vigentes.
Pero, así como es necesario su rol y participación, hay que admitir que es insuficiente y habrá que desarrollar una creatividad muy grande para que dicha constituyente repare las omisiones de representación social que subsisten en nuestra institucionalidad política.
A modo de evidencia, aunque más rejuvenecido el Congreso, los parlamentarios jóvenes recientemente electos son todavía escasos, como francamente minoritaria sigue siendo la participación política femenina, pues –si bien se elevó respecto del actual Parlamento– las mujeres electas para el período del nuevo gobierno no superan el 18% en el Senado y el 15.8% en la Cámara de Diputados. En cuanto a la reciente elección de CORES, sólo un 20% de los cargos elegidos son mujeres. Y lo anterior se agrava con la ausencia de representación política de los pueblos originarios, perdiendo las elecciones parlamentarias los escasos seis candidatos indígenas que, como es bien sabido, compiten con evidentes desventajas.
Adhiero por segunda vez este 15 de diciembre a la campaña Marca tu Voto para ser parte de una mayoría política y social que, con Michelle Bachelet Presidenta, le proporcione la fuerza democrática al proyecto de nueva Constitución, en la esperanza de que los representantes de la soberanía popular validen –aspiro a que con un gran pacto nacional– la institucionalidad más representativa y participativa para llevar adelante el proceso.
(*) Directora de la Fundación Dialoga. Ex ministra de Planificación.
Fuente: El Mostrador