Chile se levanta una vez más, a completar la reconstrucción en que estamos empeñados desde hace dos décadas. De la destrucción ocasionada por el violento maremoto reaccionario que se desató hace cuarenta años sobre nuestro pueblo. Fue una respuesta odiosa, al terremoto intenso que sacudió a nuestra sociedad en lo más profundo, desde mediados de los años 1960 y hasta 1973. Éste coronó medio siglo de desarrollismo estatal, singularmente pacífico, legalista y democrático, que logró irreversibles avances, que modernizaron el país de arriba abajo y para siempre.
Los chilenos entienden de estas cosas. Habitan una fractura geológica, a lo largo de más de la décima parte de la circunferencia del planeta. Un resquebrajadero de montañas, montes, cerros, lomajes y toda suerte de levantamientos de tierra, en imperceptible pero constante ascenso. Rasgados de valles y quebradas, erosionados por ríos, riachuelos y esteros que se despeñan, a veces en torrente, desde glaciares a miles de metros de altura, pero recorren no más de cien kilómetros hasta alcanzar el mar.
Estremecida de volcanes, temblores, terremotos y maremotos. Así es la vida en la proa del Sur de América, en su avance lento de rompehielos majestuoso que navega sobre la corteza del Pacífico.
Lo más dañino son los maremotos. Así llaman acá esas olas de superficie del mar, que se abaten como latigazo vengativo, sobre las costas zamarreadas por los estremecimientos de las entrañas de la tierra. A veces, cuando no se logra erigir a tiempo las defensas necesarias, resulta más destructivo que el terremoto mismo. Sin embargo, no logran retrotraer ni un milímetro los avances logrados en las profundidades tectónicas.
Así ocurre también a veces y en algunos países, con las grandes transformaciones sociales. Éstas siempre generan reacciones odiosas de viejos privilegiados. Pero sólo en ocasiones, éstos logran concitar el apoyo de otras gentes. Atemorizadas y cansadas, tras años de turbulencias políticas, en las cuales ellos mismos participaron inicialmente de modo bien entusiasta.
En algunos casos, felizmente los menos, logran una contrarevolución. Cuando ello sucede, las sociedades se revuelcan en contra de ellas mismas, en una reacción suicida. Destruyen no poco de lo que antes habían construido. El siglo veinte lo llamó fascismo.
Así ocurrió en Chile tras el golpe del 11 de septiembre de 1973, con muchos de los brillantes logros del medio siglo previo de desarrollismo estatal. Éste puede resumirse en la vida de su exponente más distinguido. Era un joven estudiante de Medicina en 1924, discípulo de los ilustrados profesionales, principalmente médicos, que proporcionaron el programa desarrollista a los jóvenes oficiales de ejército, que el 11 de septiembre de ese año, impulsados por una fuerte movilización popular, hicieron sonar sus sables en el parlamento, obligando a un congreso dominado por la oligarquía terrateniente, a aprobar las leyes que dieron nascimiento al moderno Estado chileno.
Desde el primer momento, el Estado desarrollista asumió la enseña de traer a esta tierra lejana, el progreso, en sus dos dimensiones: económica y social.
Vicepresidente de la Federación de Estudiantes en 1931, participó activamente en el levantamiento popular que puso término al gobierno dictatorial que habían establecido los militares. Abrió paso a una sucesión de gobiernos democráticos, de todas las tendencias políticas que, cual más cual menos, continuaron impulsando el programa desarrollista a lo largo de las décadas siguientes. Un nuevo ascenso en la movilización política de la ciudadanía, logró elegir en 1938 un gobierno de Frente Popular con la consigna «Gobernar es Educar».
Como el más joven Ministro de Salud en dicho gobierno, elaboró el proyecto que creaba un Servicio Nacional de Salud. Éste se hizo realidad en 1952 cuando, ahora ejerciendo como Presidente del Senado, logró la aprobación unánime del parlamento para su proyecto.
Dos décadas más tarde, como Presidente de la República, pudo decir que bajo su gobierno ningún niño chileno venía al mundo sin que lo acogieran las manos de un médico o una médico y recibiese desde ese momento medio litro de leche diario, en un establecimiento del Servicio Nacional de Salud, derecho que se mantiene hasta hoy. Asimismo, que uno de cada tres chilenos y chilenas, de todas las edades, estaban matriculados en ese momento, en un establecimiento gratuito del Servicio Nacional de Educación Pública, que era de buena calidad y también se extendía hasta los más remotos rincones del territorio.
El maremoto reaccionario destruyó en buena parte los grandes sistemas públicos de educación, salud, previsión y transporte, entre otros. Para dar una idea de la magnitud del retroceso, basta constatar que hoy día, si se suman a todos los matriculados en el sistema educacional público y privado, en todos sus niveles, se llega a poco más de uno de cada cuatro chilenos ¡menos que los que hace cuatro décadas estudiaban en el sólo sistema público!
Ahora las familias deben pagar la mitad de la cuenta y la calidad de la educación deja bastante que desear.
Retrotrajo en varias décadas, los avances logrados en el nivel salarial, la organización política y social del pueblo, y su nivel de influencia en todos los ámbitos de la vida. Restableció los privilegios de una minoría oligárquica, basta, arrogante y autosegregada. Ésta se adueñó nuevamente de los riquísimos recursos de esta tierra para vivir de su renta, como ha sido su costumbre secular.
Al tiempo que desmantelaba en buena medida la producción nacional de valor agregado por el trabajo de las chilenas y chilenos.
Estamos empeñados ahora en terminar de reparar lo dañado, enderezar lo distorsionado y reconstruir todo aquello.
En la década de 1980, una gigantesca intifada remeció nuevamente a nuestra sociedad a lo largo de varios años y abrió paso al término de la dictadura.
Ahora, tras veinte años de paciente espera, nuestro pueblo está recuperando la memoria y perdiendo otra vez la paciencia. Así lo viene haciendo cada tanto, a lo largo del último siglo. Cualquier chileno o chilena de alguna edad, ha vivido varios de estos estremecimientos.
Tantos como los terremotos que se suceden más o menos con la misma frecuencia.
De ese modo, empujado desde abajo por su pueblo y conducido desde arriba por su Estado, Chile ha completado en buena parte, más o menos el mismo recorrido de aquella la mitad del mundo, que a lo largo de los últimos dos siglos, ha venido dejando atrás la vida campesina secular.
La conmemoración de los cuarenta años de su suicidio en La Moneda, fiel a la lealtad de su pueblo, se ha convertido en un desborde de memoria. El equivalente ideológico de una gigantesca protesta nacional, ha roto todos los diques que se habían erigido para contenerla.
El pueblo ha recordado a todos sus caídos y condenado en forma unánime a sus asesinos. Orgulloso, ha recuperado lo mejor de su historia en el emblema del único chileno auténticamente universal: el Presidente Salvador Allende.
Al mismo tiempo, con lucidez asombrosa, ha concentrado sus demandas en una sola: cambiar la constitución que legó Pinochet, para abrir paso a la democratización real del sistema político y posibilitar de ese modo todos los otros cambios requeridos.
De seguro lo vamos a lograr. De alguna manera, probablemente “a la chilena”.
(*) Artículo preparado para Carta Maior, Sao Paulo