Las sombras de la noche ocultaban otra noche, más espesa, más oscura, cuando de repente un comando de la CNI irrumpió violentamente ante mi inexistente asombro, porque sabía que algún día iba a suceder. Resistí como pude —sin considerar ni un segundo las claras posibilidades de la muerte—, pero eran demasiados. Salieron de la casa, de los arbustos, de otras sombras. Y mi compañera, embarazada de 5 meses, en algún ignoto lugar, tal vez siendo torturada o ya asesinada o llorando o enfrentándose a ellos con coraje defendiendo a nuestro hijo.
Yo solamente veía agentes armados hasta los dientes que gritaban y se paralogizaban ante mi inesperada y desigual resistencia. Tan desigual que jamás podría emerger victorioso del enfrentamiento, pero era tal la rabia y la impotencia que poco importaban los riesgos. Así, ya inmovilizado, boca abajo, respirando agitado sobre el angosto trecho de cemento, un agente se para detrás de mí, pone la pistola en mi nuca y me dice: “Tengo la bala pasada, si te moví, te mato”. Fue en septiembre de 1987.
Catorce años antes, otro septiembre, en Valparaíso, un suboficial de la Armada le ordena a un marino apuntarme con el fusil en la espalda y le grita: “Si se mueve, mátalo”. Dos momentos terribles congelados en el aire; un vuelo rasante que te seca la garganta y te estremece entero, aunque intentes mantener la calma. En Santiago de noche, en Valparaíso de día, pero en cada ciudad la misma violencia, el mismo desprecio por la vida.
Era el 11 de septiembre, un mes extraño, de luces y sombras, de alegrías y sinsabores en la historia de nuestro país. En nada de esto pensaba cuando un grupo de agentes, entre golpes y gritos, intentaba arrastrarme hacia un furgón utilitario estacionado fuera de la reja con su puerta abierta esperando otro desaparecido, otro asesinado.
En el forcejeo alcanzo a gritar mi nombre y decir que me están secuestrando, y más golpes y más gritos, mientras resisto el ingreso hacia lo desconocido apretando fuerte las piernas sobre los contornos de la puerta corrediza. Finalmente lo inevitable: el violento aterrizaje al interior del vehículo. La capucha, una cuerda al cuello y un agente al costado golpeándome con su pistola en las costillas. Yo sólo pensando en cómo escapar del infierno, escuchando atento y ansioso el ruido de la calle, intentando descifrar luces y voces bajo la capucha. Sabía que si comenzaba a difuminarse el sonido de la calle significaba que el vehículo se iba alejando de la ciudad, probablemente hacia un sitio eriazo en las afueras de Santiago para matarme.
Mientras tanto, seguía escuchando atentamente a la calle: los autos, las bocinas, las voces. Pensando, al mismo tiempo, qué hacer cuando me bajaran del furgón y me forzaran a correr para dispararme por la espalda o, quizás, simplemente darme un tiro en la nuca, como lo hacen los cobardes. Mero instinto de supervivencia, nada de valentía o heroísmo, sólo un último intento de no morir indignamente que, supongo, es otra forma de querer vivir. Otro modo de preguntarse, con la angustia dibujada en los labios ¿adónde van los desaparecidos, qué sienten, cómo evitar ser otro más?
Mi única respuesta era seguir aguzando el oído y prepararme para la batalla final, mientras me sofocaban la capucha, la cuerda, la incertidumbre, en medio de las comunicaciones radiales en clave y las risas indolentes de mis captores. Hasta que se detuvo el furgón y una voz aguardentosa dijo desganado: venimos a entregar un paquete. Supe después que mi compañera, su vientre inquieto, y al parecer en otro vehículo, al verme inmóvil los increpó con inmensa valentía diciendo que ella no se movería ni iría a parte alguna mientras no se asegurara que yo estaba vivo. Inconmensurable coraje en medio del terror. Estas son mis razones personales para no aceptar el carnaval de perdones.
También porque a Ignacio Valenzuela, mi hermano y compañero, lo mataron por la espalda, pues no se atrevieron a dispararle de frente, no osaron mirarle al cristal de aquellos ojos vestidos de futuro. Fue en la denominada Operación Albania, donde asesinaron a 12 combatientes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. En dicha acción participó el capitán de ejército Luis Arturo Sanhueza. Utilizaba la chapa de Ramiro Droguett, era miembro de la Brigada Verde de la CNI, encargada de la represión en contra del FPMR y el Partido Comunista, y también participó en el secuestro y ulterior asesinato de cinco jóvenes en septiembre de 1987 en venganza por el secuestro del coronel Carlos Carreño.
Fue uno de los más crueles agentes de la CNI y de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE). Al “huiro”, como le decían, lo conocí en medio de la noche, era bajo, grueso y de mirada profunda, aunque de ojos pequeños enclavados en una frente demasiada amplia. Actuaba calmadamente, de manera fría y calculadora. “Esto es guerra”, me dijo desganado. “Si no cooperas, hay otras formas de hacerte hablar”, aseveró, dirigiendo la vista a más de 10 agentes que me rodeaban en aquel cuarto.
Ellos, a su vez, me mostraron el magneto usado para generar corriente. Uno de esos agentes escupe sarcásticamente: “te salvaste en junio”, en clara alusión a la matanza de la Operación Albania. “Tuviste suerte —me dice— pero se te acabó ahora”. Y las torturas, los gritos, la electricidad, las amenazas de muerte y las de torturar a mi compañera con sus 5 meses acuestas y sus ojos de cielo Estas son mis razones personales para no aceptar el carnaval de perdones.
También porque en algún momento de furia en medio de un interrogatorio, un agente de la CNI me quita la venda y me dice que lo mire bien, que no se me olvide su cara, puesto que él me va a matar. De nuevo la venda y más golpes y más corriente hasta despertar en la posta central con una vértebra fracturada. Y, más tarde, enyesado desde el cuello hasta la cintura, encadenado a un vetusto catre de la penitenciaría donde me trasladaron desde el hospital rodeado de agentes de civil.
Fue en septiembre de 1987 y, también en septiembre, pero el mismo día 11, los marinos me detuvieron en Valparaíso para llevarme al estadio Playa Ancha convertido en un campo de concentración. Al descender del vehículo flanqueado por marinos, vi a cientos de hombres, obreros con sus cascos, estudiantes, qué sé yo, mucha gente. Al ingresar por la puerta principal, pude ver que a todos los forzaban a subir por las escalinatas y desaparecer en la cancha.
Eran trabajadores de la KPD, fábrica de construcción de departamentos donada por la Unión Soviética al Gobierno Popular y que se encontraba ubicada en El Belloto. También estaban los obreros de los astilleros Las Habas. Mucha gente, más asombrados que temerosos, más expectantes que aterrados, creo. Porque nunca hablé con nadie, es que al llegar al estadio un oficial le preguntó a la patrulla que me traía de dónde venía, qué quién era; al darse cuenta que no venía de ninguna fábrica, sede de partido, radio o universidad, ordenó a los marinos dejarme en el rellano de una escalinata lateral.
Al parecer, el oficial se desconcertó conmigo, con mi esmirriada figura, mi juventud, mi inusual procedencia, mi arribo en ambulancia. O simplemente fue demasiado para él pensar qué hacer con alguien tan insignificante, cuando tenía el estadio ya atiborrado de prisioneros. Para ser franco, yo tampoco sabía qué hacer empinado en ese atalaya privilegiado, observando los centenares de personas que entraban por la reja central entre trastazos y gritos, para ser arreados hacia la cancha de fútbol. De repente, apareció al mando de una patrulla de cadetes un amigo alférez, armado con un fusil para la guerra.
Me quedó mirando asombrado y me preguntó: “¿Y tú qué haces aquí?”. No supe qué decirle, sólo me encogí de hombros y farfullé un no sé. Me atisbó un segundo y se fue corriendo con su tropa de soldaditos. Ni una palabra de pesar, ni un “lo siento”, ni siquiera una sonrisa triste de solidaridad. Nada. Él, mi amigo, cómplice de mil noches, de fiestas, de pololas.
Él, Patricio Gajardo, mi vecino, a quien le cuidaba su polola de potenciales rivales ante sus celos enfermizos. Éramos amigos, de uniforme o sin él, de cadete o de civil. Por eso nunca imaginé por un momento que él sería parte de esta guerra absurda, que aparecería de la nada vestido para matar. Que no hiciera nada por mí, que se alejara entre fusiles y bayonetas y me abandonara a mi suerte.
Él, mi amigo que posteriormente fue agente de la DINA y de la CNI, quizá a cuántos compañeros torturó o asesinó, quizá a cuántas mujeres violó o asesinó. Hoy trabaja en Perú como consultor internacional en administración logística a empresas.
Creo que cuando se escabulló tranquilamente sin ayudarme, fue ese el instante preciso en que tomé conciencia de que esto era en serio, que nada nunca volvería a ser igual, que en las alturas de Playa Ancha, donde el viento es amo y señor, se detuvo el tiempo, y el viento se convirtió dócilmente en una masa gelatinosa que aplastaba los hombros y las esperanzas. Estas son mis razones personales para no aceptar el carnaval de perdones.
Probablemente a pocos les importen mis razones personales para no aceptar el carnaval de perdones, pero mientras los desaparecidos continúen desaparecidos, los torturados sigan torturados, y los asesinados aún estén muertos, simplemente quería decir mi palabra, aplacar mi desgarro y gritar: ni perdón ni olvido, sólo verdad y justicia.
(*) Sociólogo, Director Centro de Estudios de América Latina y el Caribe-CEALC