El mundo de Franz Bäar es muy distinto del suyo o el mío. A los 10 años, como recuerda, no había tenido jamás un par de zapatos que cubriera sus pies, solo un par de ojotas que alguna vez alguien le regaló, las cuales, por cierto, servían de bien poco ante el frío de la precordillera allá en Catillo, en la VII Región. La segunda historia de estos verdaderos conejillos de indias de las experimentaciones con seres humanos en el siniestro enclave alemán, es la de Dieter Scholz, quién en realidad es chileno y se llama Rafael Labrín González, un esclavo en los tiempos de contemporáneos.
–Para comer recogía cáscaras de naranja, de manzanas, pedazos de pan. Yo me alimentaba en la calle –recuerda Bäar, tratando de buscar las palabras adecuadas en español, aquellas que le cuesta mucho encontrar, pues a contar de los 10 años su idioma natal fue remplazado por el alemán, dado que a esa edad y creyendo que allí podría superar su pobreza, convenció a su madre de que lo fuera a internar a la Colonia Dignidad.
Eran mediados de los años 60. A partir del minuto en que lo ingresaron al enclave creado por Paul Schäfer al interior de Parral, perdió su identidad original (Francisco del Carmen Morales Norambuena), dejó de ver a su familia y comenzó a internarse en una cultura e idioma que no conocía, al punto que hoy se confunde con los tiempos verbales y la gramática del que alguna vez fue su idioma natal.
Pasado un año al interior de la colonia, Franz ya había visto suficientes golpizas a niños y niñas como para darse cuenta de que estar allí era una alternativa peor a la pobreza. Sin embargo, en esos 12 meses también comprendió que huir no era tan simple. “Imposible”, en realidad, creía él.
No obstante, en 1969 decidió que debía escapar de allí a como diera lugar. Un par de años antes ya había huido un colono, el entonces joven Wolfgang Müller –quien fue el primero en denunciar todos los maltratos y abusos de Paul Schäfer y compañía–, y la paranoia de este y sus jerarcas se había vuelto extrema. Aunque nadie hablaba al respecto, cuando Müller fue regresado a la colonia todos sabían que había intentado escapar, pues vestía una vistosa camisa roja y un pantalón blanco, muy poco aptos para el trabajo en el campo, pero ideales para ser apreciado desde cualquier parte, a fin de que los equipos de seguridad de la colonia pudieran darle caza.
En medio de ese ambiente, cierto día se perdieron las llaves del dormitorio de los jóvenes, en el cual vivía Franz.
–Me acusaron de tenerlas y eso era imposible –rememora, indignado. Por supuesto, no le creyeron, pero sí a su acusador, Wolfgang Zeitner, según la versión de Bäar.
Como resultado, ocho jerarcas de la colonia, encabezados por Schäfer, comenzaron a azotarlo en forma brutal –utilizando para ello también patadas y golpes de todo tipo– con cables de electricidad de un grosor considerable (varios centímetros), los que habían sido especialmente acondicionados como armas a fin de defenderse de un supuesto asalto que los partidarios de Allende harían a la colonia, especie que circuló durante años en la colonia y que se utilizó para justificar la compra de armamentos y gases venenosos.
–Varias veces me caí. No tenía aire para nada –rememora, quebrándose.
Franz perdió la noción de cuánto rato estuvieron flagelándolo, situación que solo se detuvo cuando uno de los jerarcas advirtió a los demás que la camisa de Bäar estaba bañada en sangre.
Una rata de laboratorio
Como si fuera una teleserie de horror, luego de la golpiza se llevaron a Franz al hospital de la colonia, un recinto más cercano al asilo Arkham que a un recinto de salud, donde permaneció por casi 30 años, en medio de los cuales recibió incontables inyecciones de drogas desconocidas y electroshocks, sufriendo además un intento de homicidio.
–Yo fui un conejillo de Indias –explica muy serio, a punto de quebrarse. Luego sigue hablando en su español imperfecto, recordando que a diario recibía dos o tres inyecciones de parte de las enfermeras María Strebe y Dorothea Witthahn (la esposa del prófugo Harmutt Hopp).
–Yo sentía adónde iba el líquido, en la vena y en el cuello –cuenta, tratando de escoger el verbo más adecuado para describir cómo los líquidos desconocidos circulaban por su cuerpo, sentado en la casa que habita hoy a pasos del río Itata y a menos de dos kilómetros del “Casino Familiar” que la Colonia aún mantiene en la comuna de Bulnes, a 80 kilómetros de Concepción.
Recién el 2002, amparado por el entonces fiscal de Parral, Ricardo Encima, y detectives de la PDI, Franz pudo por fin abandonar la colonia, acompañado de su esposa, Ingrid Szurgelies, y sus suegros. Tras ello, Franz e Ingrid han emprendido diversos rumbos. Estuvieron un tiempo en Alemania, pero regresaron pronto a Chile. Vivieron un tiempo en Chiloé, en Santiago y también en Lo Zárate, en la secta liderada por Paola Olcese. Hoy están de regreso en Bulnes, en una casa que Franz, asegura, le pertenece por una razón muy simple:
–Yo participé de su construcción y tengo una foto que lo prueba –asevera, habituado al esquema comunitario y autárquico de la colonia, en la cual supuestamente todo era común (aunque los principales jerarcas fueron quienes se adueñaron de la fortuna de la secta). Por eso le cuesta mucho comprender que un particular, que nada tuvo que ver con el enclave, reclame hoy en día ser el dueño de esa y otras cuatro viviendas, en las cuales alguna vez se escondió el mismísimo Paul Schäfer.
De acuerdo a lo poco que se sabe, ese particular habría adquirido las casas en un remate de bienes de Colonia Dignidad, situación que el abogado Hernán Fernández –quien representa a Bäar–, cree que hay que investigar, pues podría estar revestida de diversos visos de ilegalidad, ya que basta recordar las numerosas operaciones que la colonia realizó en el pasado para quedarse con distintos bienes, siendo la más visible el traspaso de los bienes de la antigua corporación Dignidad a cuatro sociedades anónimas, cuando el gobierno de Patricio Aylwin quitó la personalidad jurídica al enclave.
En 1974, y mientras seguía internado en el hospital, cierta noche varias manos se abalanzaron sobre Bäar y lo lanzaron por la ventana del segundo piso hacia abajo. Como sea, sobrevivió, aunque el dolor de la columna que le quedó, producto de las fracturas, lo persigue hasta hoy en día, como un fantasma que le succiona un poquito de vida cada mañana, especialmente en las de invierno, cuando el frío y la humedad que emana desde el Itata lo obligan a taparse hasta la cabeza con un gorro estilo ruso, para tratar de soportar las punzadas que siente en la columna, en el cuello e incluso en el cráneo.
Por estos días, sumido en los dolores, me cuenta que no los soporta más y que lo único que lo calma un poco es una especie de crema de maqui que él mismo prepara, una especie de cataplasma. Le digo que debe ir a un hospital, que en Bulnes hay uno, pero se niega tajantemente. Le replico que puede ser en Concepción, entonces, y la respuesta es la misma. Casi ofendido, asegura que no irá a hospital de ninguna clase.
Poco después, Hernán Fernández me explicaría que ello es producto del pánico que siente ante la sola posibilidad de ver una enfermera, una jeringa, una pastilla.
–Su reacción es completamente lógica. Fue torturado por 30 años al interior de un hospital –reflexiona su abogado.
Franz recuerda a la perfección el diálogo que sostuvo con una enfermera distinta de las habituales, que llegó cierto día a inyectarlo. Era una joven que él conocía bien y con la cual había cierta confianza.
–¿Qué me vas a inyectar? –le preguntó.
–No te lo puedo decir –respondió ella, muy complicada.
–Entonces tú lo sabes. ¿Y esa cuestión me vas a entregar? Yo te conozco. ¿Cómo es posible que me vas a inyectar esa cosa? Si es bueno, inyéctame. Si es malo, tienes que sacar del camino (sic) –le pidió Franz, recordando el diálogo en su español alemanizado.
Para su asombro, la mujer vació el contenido de la jeringa en algún lado.
–Fue peligroso para ella también. Siempre había alguien en el pasillo, observando. Cada enfermera era vigilada –acota Ingrid, mientras sirve a su marido pan integral, que ella misma cocina.
Por cierto, las inyecciones no eran el único “tratamiento” a que sometieron a Bäar, quien no sabe cuántas veces lo sometieron a electroshocks. Lo que sí recuerda perfectamente es haber despertado muchas veces y ver que en su habitación estaba instalado el aparato que utilizaban para aplicar electricidad a los “pacientes”.
Agentes extranjeros
–Yo fui un conejillo de Indias para la ciencia internacional –reitera Franz, explicando lo último en función de que (en la colonia) hubo “muchos agentes militares de Alemania, de muchos países, también científicos de Checoslovaquia, de Polonia”, que estima lo observaron tanto a él como a “los presos políticos que se llevaban al hospital”.
Samuel Fuenzalida Devia, que en 1973 era un simple conscripto que tuvo la desgracia de ser enviado a la DINA (de la cual desertaría poco después, huyendo a Alemania) conoció bien la Colonia.
Su testimonio fue vital para condenar al ex jefe de la DINA en Parral, Fernando Gómez Segovia, por el secuestro del militante del MIR Álvaro Vallejos Villagrán, a quien entregaron en 1974 a Paul Schäfer en persona, luego de trasladarlo desde Santiago. Poco después, Fuenzalida se volvería a topar con Gómez en Santiago, esta vez en un entrenamiento que oficiales de la CIA ofrecieron a funcionarios de la DINA, curso en el cual también rondaron alemanes de Dignidad, aunque los norteamericanos y alemanes no eran los únicos extranjeros que había por allí.
–Recuerdo que había un brasileño o portugués hablando allí por radio –me dijo Samuel Fuenzalida en un caluroso día de febrero en Santiago, sentados en un café ubicado a dos cuadras de La Moneda. Le pregunté qué sabía sobre Dignidad y el BND, el servicio de inteligencia alemán, formado después de la Segunda Guerra Mundial y encabezado por Reinhard Gehlen, un ex oficial nazi.
–El BND daba protección a la Colonia Dignidad. Eso lo supe después, estando en Alemania –me explicó, confirmando parte de lo que me diría Franz.
Golpiza en el hospital
De a poco Bäar fue reincorporándose a la vida de la comunidad, aunque seguía pernoctando en el hospital donde en las noches, casi todas las noches después del golpe de Estado, siempre en el mismo horario, entre las 3 y las 4 de la mañana, escuchaba quejidos aterradores, de gente que supone que torturaban allí, aunque asevera que “yo no sé si eran detenidos desaparecidos” (pues podrían haber sido otros colonos). Sin embargo, está muy seguro de una escena que presenció en el mismo recinto asistencial.
–Vi a Gerhard Mücke, junto a Schäfer y también un militar cojo, este cojeaba antes, no sé cómo se llamaba, yo creo que de Linares o Talca y que después fue gobernador… con él estuvieron allí golpeando a unas personas –relata, agregando que, por el ojo de la llave de la habitación donde estaba, pudo ver toda la escena, en la cual Schäfer ordenaba, Mücke traducía al español las instrucciones del líder de la secta, y el chileno (aparentemente acompañado por personal de Carabineros) atacaba a la persona que tenían en el suelo.
Poco después de eso, pese a su precario estado de salud y aún tomando pastillas que lo mantenían dopado, a Franz lo pusieron a trabajar en una sierra circular. Por supuesto, un buen día perdió el equilibrio y cayó sobre la hoja, que casi le seccionó uno de sus antebrazos, el cual muestra las huellas evidentes de ello.
Destinado a la carpintería, comenzó de a poco a “rehabilitarse” ante los ojos de Schäfer, pero siempre tenía un solo objetivo en mente: huir de allí, aunque sabía que era casi imposible, pues en su lugar de trabajo –un sitio donde los demás colonos llegaban a relajarse y conversar– se contaba de todo, y así fue como Franz se enteró de muchas cosas, entre ellas, que había cámaras y sensores de movimiento por todos lados, y que las rejas estaban electrificadas.
Escape de los lavaderos de oro
Aunque parezca una escena extraída de las películas del Oeste norteamericano, a inicios de los años 80, y durante tres años, más de una veintena de hombres de Colonia Dignidad fueron sometidos a trabajos semejantes a la esclavitud en tres faenas de extracción de oro en la Cordillera de Nahuelbuta, uno de los tantos secretos de la colonia, asociado a una de las grandes temáticas relacionadas a la colonia: los dineros que Schäfer y sus adláteres escondieron en cuentas bancarias de diversos países, muchos de ellos paraísos fiscales, como ha ido descubriendo la justicia muy de a poco.
Según Bäar, era conocido al interior de Dignidad que el segundo hombre de Dignidad, Harmutt Hopp, habría realizado depósitos en bancos de Liechtenstein y que también habría viajado a Australia con el mismo propósito, acompañado de un ciudadano italiano. Si bien siempre se ha estimado que buena parte de la fortuna de la colonia provenía de las jubilaciones que percibían los ciudadanos alemanes de la colonia (y que Schäfer retenía para sí), del tráfico de armas y del trabajo esclavizado en la agricultura, la venta de ripio, madera y otros rubros, Franz agrega otra fuente de financiamiento poco conocida: la explotación de los lavaderos de oro.
De acuerdo a lo que recuerda, hubo al menos tres sectores donde se explotó el oro: una zona llamada “Los alemanes” en Tirúa Sur, además de un yacimiento en Trovolhue (comuna de Contulmo), ambos en la VIII Región, y otro en Carahue, en la IX.
Según señala, en estos yacimientos el oro “se veía en abundancia”, pero “a nosotros, sin embargo, nos decían que salía muy poquito”, relata Ingrid, quien cuenta que lo extraído era llevado a Parral, donde hacían lingotes, mientras los colonos que trabajaban en la faena minera eran mantenidos en precarias condiciones, viviendo en carpas, sin instalaciones sanitarias y trabajando todo el día, bajo la vigilancia de Schäfer y sus guardias armados, quienes ocultaban las armas debajo de sus ponchos.
Fue justamente en una de esas faenas donde Bäar vio a un peculiar amigo de Schäefer: Gerhard Mertins, ex oficial de las SS y creador de los círculos de amigos de Colonia Dignidad en Alemania. Dueño de la empresa de armas Merex, a mediados de los años 60 se convirtió en uno de los mayores traficantes de armas del mundo. En 1987 un buque que llevaba supuesta “carga humanitaria” para la colonia, despachado por Mertins, fue allanado en Antofagasta, descubriéndose un importante arsenal.
Y claro, no solo compartía con Schäfer el gusto por las armas: también poseía minas en México, donde varios colonos viajaron a instalar un equipo de radio que le permitía comunicarse con la colonia. Sin embargo, no fue el único “notable” que apareció por allí. Bäar recuerda que también estuvo en esos campamentos mineros de Nahuelbuta el coronel Pedro Espinoza, segundo hombre de la DINA y quien pasaba largas temporadas en Colonia Dignidad, al igual que el fallecido general Manuel Contreras.
Respecto de las faenas mineras, Franz rememora que en Tirúa estuvieron más de un año, agregando que “ahí se encontró mucho” y que quien estaba encargado de todo era Ricardo Alvear, conocido en la colonia como “Klops”. En uno de los campamentos, cierto día se produjo una golpiza feroz en contra de un joven colono alemán, “a quien casi mataron”.
Al día siguiente, Bäar fue amenazado de sufrir el mismo castigo, y ello lo decidió a fugarse, por lo cual, aprovechando un momento en que estaba lejos el germano encargado de su vigilancia, trató de arrancar por los cerros, pero le fue imposible avanzar mucho, debido a la densidad de la vegetación y lo accidentado del terreno, por lo que debió regresar.
Para su fortuna, no alcanzaron a notar su momentánea desaparición, y así fue como siguió trabajando de sol a sol, pasando hambre y efectuando sus necesidades en pleno campo. Como si fuera poco, seguía medicado, pues, además de los hombres, viajaban con la enfermera María Strebe, que administraba fármacos a él y a otros “rebeldes”.
El tema de los lavaderos de oro, así como la explotación de minerales estratégicos como uranio, titanio y molibdeno, que la dictadura les cedió por 99 años en comodato, es un tema poco investigado. En los múltiples procesos judiciales incoados en la colonia, solo existen antecedentes sobre los lavaderos en función de una indagatoria realizada en 1998 por la PDI, en el marco de una investigación del antiguo Juzgado del Crimen de Parral.
En ese procedimiento, los detectives de esa comuna llegaron hasta el fundo “La Selva”, en Carahue, propiedad de Marcelo Floody Armstrong, quien dijo que “por motivos comerciales, el año 1978 conoció a algunos líderes de la ex Colonia Dignidad” y que en función de antecedentes que indicaban que en sus tierras había oro, “los alemanes se interesaron”, por lo cual él los dejó explotar el mineral, a cambio de la construcción de algunos caminos y un puente.
Según el testimonio de Floody, los germanos se instalaron el 22 de diciembre de 1978, en el sector sur-poniente de su predio, con maquinaria pesada. El informe policial precisa que “manifiesta el entrevistado que en total fueron 22 las personas de Colonia Dignidad que se instalaron en su fundo, incluidos los líderes, y a su juicio entre ellos había dos chilenos”; es decir, Bäar y Alvear. Floody aseguró que a los alemanes les fue mal en las faenas extractivas y por ello se retiraron de allí el 22 de abril de 1979.
Un futuro incierto
Hoy en día, hostilizados por otros ex colonos y viviendo en un mundo que les cuesta mucho entender, Ingrid y Franz buscan reunir algo de dinero a fin de irse a vivir cerca de Aysén y dedicarse a la agricultura, pero saben que ello cuesta mucho y, conectándose de a poco con el mundo, han visto noticias donde aparece Leonardo Farkas, por lo cual creen que él podría ayudarlos y sueñan con contactarlo.
Mientras tanto, en Santiago, su abogado realiza una serie de gestiones a fin de lograr que el ministro en visita Jorge Zepeda reabra la causa que se inició luego de que presentara una querella por los delitos de lesa humanidad sufridos durante años por Bäar y los padres de Ingrid: secuestro, lesiones y exposición a trabajos forzados del artículo 147 del Código Penal.
–Existen responsables que hoy gozan de la impunidad, y que incluso han confesado su participación en estos delitos, y su rol en la colonia da cuenta de manera indiscutible de dicha responsabilidad, como el jefe máximo de seguridad, Erwin Fege.
Sin embargo, esos responsables recibieron millonarias cantidades de dinero de la colonia, las que hoy les permiten tener una vida de opulencia, a diferencia de las víctimas, como Franz o Ingrid, que están en la pobreza –señala Hernán Fernández, agregando que hoy, al interior de la colonia, y más allá de la fachada amable con que esta ha intentando lavar su imagen en los últimos años, “hay una nueva estructura que impide el esclarecimiento de estos hechos de violaciones a los Derechos Humanos en contra de los propios colonos, y pretende defraudar a las víctimas que permitieron terminar con el poder de Schäfer”, aludiendo al rol clave que cumplió Franz en la captura del líder de la secta en Argentina, el 2005, pues –aunque no sea un hecho muy conocido– fueron los antecedentes aportados por Bäar y otras víctimas los que ayudaron a capturar al líder de la secta.
Fuente: El Mostrador
El conejillo de Indias de Colonia Dignidad (II)
por Carlos Basso
–Mira aquí –me indica Dieter Scholz mostrando al trasluz una especie de ficha médica escrita en alemán, rellenada con una letra muy pequeña y femenina. En la parte superior del documento dice “Scholz Laube, Dieter”, en un papel que claramente está pegado sobre la ficha original.
Solo hace muy poco tiempo, Dieter se dio cuenta de que debajo de ese papel se podía leer el texto original, que dice “Rafael Labrín González” y muestra de una fecha que pareciera ser de nacimiento: 17 de noviembre de 1972. Criado al interior de Colonia Dignidad, su aspecto típicamente chileno da cuenta de que por sus venas no corre sangre alemana, aunque su forma de hablar indica lo contrario.
-Mi nombre chileno es Rafael Labrín González –reseña con su acento germano, como si tratara de posesionarse de esa identidad que le robaron, mientras muestra cómo su nombre de nacimiento está tapado por una huincha de papel con pegamento que él cree puso allí la doctora Gisela Seewald, condenada por lesiones y torturas al interior del hospital del enclave y quien oficiaba en la práctica como directora del mismo.
Cuando era muy niño, alguna vez le dijeron que su madre biológica (y chilena) había fallecido al nacer él y nunca más preguntó al respecto. Hoy entiende que es altamente probable que nada de eso sea cierto y que el suyo sea otro caso más de adopciones ilegales.
–Mi papá era Klaus Scholz Laube –relata Dieter casi con candidez, bajando el certificado del hospital y sabiendo que en su caso aquello de “papá” era un simple decir, pues –al igual que todos quienes crecieron al interior de la secta– él jamás conoció un padre o una madre.
–De lejos nomás –responde cuando se le pregunta por el contacto que tenía con su “padre”.
Por el contrario, fue criado por “tías” como Gisela Preuss, al interior del “kinderhauss”; es decir, “la casa de los niños”, el lugar donde todos los hombres se criaban juntos, al estilo de un orfanato, pese a que muchos de ellos, a diferencia de Dieter o Franz Bäar, no solo eran alemanes sino que también sus padres biológicos vivían ahí mismo.
Papeles falsos
Como todo en su vida, los papeles dicen cosas contrarias a lo que ha sido la realidad. Los currículos que posee, escritos al interior de la colonia hace muchos años ya, cuando se disolvió la personalidad jurídica del enclave y debieron crear contratos de trabajo para los colonos (los cuales no se respetaban, por cierto), dan cuenta de que Dieter completó su educación básica y media en establecimientos del sector de Catillo.
–Todos esos certificados que dicen que los colonos completaron sus estudios son falsos –dice Hernán Fernández, el abogado que comenzó a perseguir a Paul Schäfer en 1996 y que fue clave en su captura, en 2005, en Argentina. Hoy en día sigue trabajando en la temática y defiende a Franz Bäar, Dieter, además de otros que fueron víctimas de los abusos de Schäfer y diversos colonos durante décadas.
–Yo estudié poquito, no tanto –señala Dieter, como avergonzado.
Desde que salió de la colonia, hace varios años ya, Scholz ha deambulado por distintas partes: Chillán, Parral, Linares y Bulnes, donde hace un tiempo se asentó en una de las cabañas del conjunto de viviendas que la colonia poseía a unos 7 kilómetros de allí, muy cerca del “Casino Familiar” de Bulnes y donde –entre otros– vive Franz Bäar (ver “El conejillo de indias de Colonia Dignidad I”), pero de un momento a otros fueron expulsados de ese lugar por otros alemanes, perdiendo no solo los pocos enseres que tenían sino también la dignidad.
A Dieter lo acusaron de haber robado leña y luego de eso lo dejaron en la calle (en el campo, más bien), con lo puesto. Algunos de los pocos muebles que poseía fueron lanzados fuera de la vivienda y los demás quedaron adentro.
–Nos tiraron las cosas a mitad de camino y no podemos entrar a buscar las cosas porque, si no, van a entrar a actuar judicialmente contra nosotros –explica Cecilia, aludiendo a un papel que dejaron pegado en la cabaña y donde se señala aquello.
Hoy sobreviven en una cabaña ubicada en medio del camino entre Quillón y Bulnes, habitación que les es cedida a cambio de los trabajos que realiza Cecilia para el dueño del sitio, mientras Dieter complementa los ingresos haciendo lo que puede: gasfitería, pintura, etc.
Humilde y callado, Scholz es un buen trabajador, pero tiene un problema: si se expone mucho rato a trabajos pesados, la espalda inmediatamente le comienza a pasar la cuenta.
La espalda
El ex colono cuenta que a eso de los 10 años comenzó a trabajar y no es un eufemismo:
–Trabajaba noche y día en las máquinas. En los días trabajaba de gásfiter y en las noches en agricultura, noche y día. (En la) semana trabajaba (en el) fundo y fin de semana (en el) casino, poniendo postes de cemento, parques, cargando sacos, galones de jugos, todo –rememora, olvidando las preposiciones y los artículos entre las palabras–.
–Los sábados nos levantábamos a las 7 a trabajar y seguíamos hasta las 11 de la noche –me cuenta muy serio, luego de ello.
–¿Descansaban los domingos entonces?
–No. Se trabajaba igual –replica.
Ahí está la explicación de los bellos senderos y los jardines de los dos recintos que posee Dignidad y, sobre todo, del “Casino Familiar” que aún hoy es visitado por cientos de personas: trabajo infantil, forzado, por cierto.
Pero obviamente eso no era todo. Del mismo modo que Franz Bäar, trabajó en la construcción de las casas aledañas –donde residían algunos colonos–, una de las cuales, que contaba con piscina, era utilizada por Paul Schäfer cuando se movilizaba a la Octava Región.
El régimen de trabajos forzados a que fue sometido durante casi 30 años terminó pasándole la cuenta a su espalda y, del mismo modo que Bäar y otros colonos, comenzó a ser drogado apenas entró a la adolescencia. Recuerda con detalle que a partir de los 15 años le daban pastillas a diario, las que le generaban mucho sueño. Hernán Fernández comenta que ello obedecía a una táctica de la colonia destinada a mantener apaciguados a los jóvenes, para que no se fugaran y así poder seguir contando con mano de obra esclava.
También lo mismo que Franz Bäar, Dieter fue sometido a golpizas, las que en su caso eran mensuales. Recuerda una especialmente feroz, que le fue propinada porque Paul Schäfer lo acusó de haber mentido. Producto de ello, lo golpearon en todo el cuerpo (incluyendo la cara) con palos y mangueras.
Siempre albergó la idea de huir pero, atrapado en el extraño mundo en que vivía, nunca se atrevió a hacerlo, aunque sí, en los años 90, tuvo un momento de rebeldía. Sucedió cuando, ya formadas las sociedades anónimas que se crearon a fin de burlar el decreto que disolvió la personalidad jurídica de Colonia Dignidad, se acercó un día a la alemana encargada de los dineros y le pidió su sueldo.
La mujer lo quedó mirando como si le hubiera pedido que le donara un riñón y le preguntó por qué quería dinero.
–Yo firmé mi contrato, ¿por qué no pagan con plata? –respondió Dieter.
–Tú tienes todo gratis aquí: comida, donde dormir, todo. No necesitas dinero –fue la respuesta de la germana, ofendida porque ese “huacho” hubiese querido recibir una retribución por su trabajo.
Fuente: El Mostrador