El pasado 14 de agosto la administración Obama tuvo lo que en términos periodísticos se denomina “una buena prensa”. Su política acaparó los titulares de los medios informativos del mundo y no fue para anunciar el exitoso bombardeo de sus drones en alguna parte, el enfrentamiento a un conflicto racial interno o nuevas medidas de la Reserva Federal, que recuerdan a todos que la crisis económica no termina, sino para izar su bandera con gracia y elegancia en un territorio considerado hostil por antonomasia, que ahora se presentaba hermoso, cálido y hospitalario.
Hasta la oposición republicana, presente en cada una de sus acciones, se vio en buena medida neutralizada por el simbolismo del acontecimiento y sus contradicciones respecto al tema cubano, por lo que solo algún que otro recalcitrante devino crítico de la iniciativa, con el resultado de demostrar el desfase histórico de sus posiciones.
El canciller John Kerry, a pesar de los años y el bastón que aún lo acompaña, se mostró dinámico y más efusivo que de costumbre, dejando una impresión de simpatía que contribuyó al éxito del evento. Su discurso fue tallado con minuciosidad para satisfacer los intereses de muchas audiencias, pero sobre todo estuvo dirigido al público norteamericano, a sabiendas que contribuía a fortalecer la imagen de su administración y su partido, en un momento que ya está en marcha una contienda electoral marcada por la polarización política del país.
Como era de esperar, no faltaron sus críticas al sistema político cubano, transmitidas en directo a toda la población por los órganos nacionales, y también las respuestas de la parte cubana, dejando claro que la importancia del momento no transforma la naturaleza de una relación cuyas contradicciones anteceden con mucho el triunfo de la Revolución Cubana.
No obstante, como me dijo un amigo, lo más relevante es que por primera vez, desde 1959, el gobierno de Estados Unidos se refirió explícitamente al “gobierno cubano” con el respeto que merece su legitimidad, reconociendo una condición de igualdad entre países, que ha estado presente en todo el proceso negociador y constituye una rareza en las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo.
El pueblo cubano percibió el acontecimiento con satisfacción pero sin euforia, consciente que el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos es solo un primer paso en el largo y complejo proceso de “normalización” de los vínculos entre los dos países, tal y como enfatizaron ambas delegaciones, y abarca no solo asuntos bilaterales, sino la proyección de políticas internacionales diametralmente opuestas, especialmente en el ámbito de América Latina y el Caribe.
En Cuba no se habla de “victoria” ni se han asumido poses triunfalistas, no solo por delicadezas diplomáticas, sino porque constituye una realidad que incluso en la eventualidad de que sean superados escollos como el bloqueo económico, por sí mismo, ello no resuelve los problemas del país.
De hecho, el resto del mundo no está bloqueado y ello no ha eliminado los problemas estructurales que determina el mercado mundial capitalista. En verdad, ni Estados Unidos, como país, se salva de estos condicionamientos, lo que explica los problemas económicos, sociales y políticos que afectan a esa nación.
La importancia para Cuba de esta nueva etapa de las relaciones con Estados Unidos, radica en que la coloca en mejores condiciones para enfrentar los retos que implica esta realidad, pero el éxito depende de aprovechar sus potencialidades, especialmente el capital humano bien formado, y ser capaz de diseñar un modelo de desarrollo sustentable, inclusivo y soberano, que sostenga el respaldo mayoritario de la población, lo que implica importantes transformaciones económicas y políticas.
En esto consiste el debate ideológico actual en el seno de la sociedad cubana. A su favor cuenta con fortalezas cuya conservación y actualización serán determinantes para el futuro del país.
En primer lugar, una mentalidad colectivista que forma parte de la cultura nacional, basada en resultados sociales concretos que la inmensa mayoría de la población aspira a conservar, determinando el rechazo al neoliberalismo como modelo social, al margen de las influencias que llegan de todas partes y que ahora inevitablemente se incrementarán como resultado de las relaciones con Estados Unidos.
También un grado de independencia nacional que le asegura decidir por sí misma sus destinos.
A diferencia de otros países, donde el objetivo de las luchas nacionales se centran en el desarrollo de esta confianza, el pueblo cubano se ha demostrado a sí mismo que es capaz de mantener y ejercer esta independencia, lo que explica la singularidad que han tenido las negociaciones con Estados Unidos y determina que ver ondeada la bandera norteamericana frente al Malecón habanero signifique algo distinto a lo que representó en el pasado.