Es uno de los casos más brutales de violencia contra la mujer que han ocurrido en Punta Arenas. En septiembre pasado Carola Barría (33) fue atacada por su ex pareja, quien en un arrebato de celos le sacó sus ojos celestes en presencia de la guagua de ambos, de cinco meses. Hoy, Carola tiene prótesis oculares y aprende a desenvolverse en la ceguera con una impresionante entereza: en diciembre pasado se tituló de educadora de párvulos con nota 7 y quiere volver a trabajar. Este es su testimonio.
“No creo en los príncipes azules. Sí en los hombres buenos, y pensé que había encontrado uno para mí, cuando conocí a Juan Alejandro Ruiz Varas en febrero de 2011. En ese tiempo yo vivía con mi mamá y su pareja en el sector sur de Punta Arenas. Juan llegó como arrendatario de una de las piezas que estaba desocupada en la casa. Venía desde Porvenir a trabajar en una empresa constructora y necesitaba un lugar donde dormir. Desde un primer momento fue querido como un hijo más por mi familia.
Nos hicimos amigos. Era un momento de mi vida en que no lo estaba pasando bien. Nunca me había casado y por segunda vez estaba embarazada de un hijo que criaría sola: Ignacio. Él vivió todo ese proceso conmigo, incluso en algunas ocasiones me acompañó a los controles médicos. Conversábamos mucho. Me contó que era separado y tenía cuatro hijos, y que desde 2008 estaba cumpliendo bajo libertad vigilada una condena por violación, pero que él era inocente. Le creí. Nunca me ocultó nada, y hasta me tocó atender a la sicóloga que cada cierto tiempo iba a la casa a hablar con él como parte de su reinserción social. Era un hombre atractivo y, pese a ser introvertido, no tenía que hacer muchos esfuerzos para conquistar a una mujer.
A Juan le encantaban mis ojos celestes, a veces me decía que se los diera. También le gustaba la bachata, correr autos, las armas y la cuchillería. Tenía unos rifles que antes usó para cazar en Porvenir y otro armamento viejo que ya no servía para nada, y compraba en ferias de antigüedades. La pistola que sí funcionaba la tenía escondida dentro de varios bolsos que solo él y yo sabíamos dónde estaba; no era algo que anduviera exhibiendo.
Juan era cautivador, trabajador y sencillo y yo me encandilé con él. A fines de 2011 nos emparejamos y decidimos formar una familia. Las cosas se dieron súper rápido: teníamos una casa en el sector norte de Punta Arenas donde pronto nos fuimos a vivir con mi hijo mayor, Alan, e Ignacio, a quien Juan reconoció como su hijo en el Registro Civil. Era un buen papá. Él decía que jamás se había sentido así de feliz. Queríamos casarnos y viajar, pero los trámites de divorcio no le salieron fáciles y tuvimos que esperar. Un día me dijo que quería tener un hijo conmigo y yo, aunque no quería volver a embarazarme, accedí. La guagua se llama igual que él, Juan, pero yo le digo Michi. Nació en abril pasado, y fue entonces que nuestra relación comenzó a cambiar”.
PAÑALES Y CELOS
“Juan siempre fue celoso, pero cuando esta guagua llegó lo fue aún más. Sentía desconfianza hacia mí y discutíamos, porque consideraba que no le daba la suficiente atención a la relación. Por un lado tenía razón: criar a Michi, pero también a Ignacio, que tenía solo un año cinco meses cuando el tercer bebé llegó, convirtió mi vida en una maratón. Estaba cansadísima porque durante el día trabajaba en un colegio como técnico en educación especial para jóvenes discapacitados física e intelectualmente. Y por las noches, estudiaba para sacar mi título profesional de educadora de párvulos en la universidad. Sin querer, fui dejando de lado mi relación de pareja. Nos veíamos poco con Juan. Y cuando coincidíamos, yo no quería más guerra.
“¿Por qué no te arreglas como antes?”, me reclamaba y yo le contestaba que con la guagua apenas me quedaba tiempo para mí, que estaba cansada. Pero él no entendió ese proceso que cualquier mujer vive cuando tiene dos hijos chicos y está amamantando. Nunca me golpeó. Pero las discusiones eran cada vez más fuertes: me decía que no quería estar con él porque lo estaba engañando, que los niños tenían que estar con su mamá, que los dejaba tan solos que la gente había empezado a hablar de que el Michi no era su hijo, sino de otro. Ya no quería que estudiara por las noches, pero yo, que desde niña había querido ser profesora, no quise abandonar la carrera.
Su machismo fue aumentando con los meses. Hasta que en junio de 2013, cuando un día vine a visitar a mi mamá y él me vino a buscar, de repente dijo a viva voz: “Les tengo una noticia: la Caro me está engañando y no puedo soportarlo, así que mejor se queda aquí con ustedes”. Desde ese día nos quedamos ahí con Michi, Ignacio y Alan. Fue el momento en que nos separamos.
Tras la separación él continuó con esta idea de que le estaba siendo infiel: se le metió en la cabeza y no había cómo sacársela. Aunque ya no vivíamos juntos, se puso cada vez más controlador. Hablaba de que tenía unas grabaciones que me inculpaban y comenzó a mandarme mensajes de texto con insultos citando los lugares en los que me había visto durante el día, por lo que se notaba que me seguía. Sentía mucha rabia. En la casa de mi mamá no querían que fuera, pero accedí a que viniera a ver a los niños porque decía que los echaba de menos. Ya no estaba enamorada de él, la desconfianza me había matado poco a poco el sentimiento, pero también pensaba que podíamos, en algún momento, arreglar nuestros problemas y continuar con el proyecto que teníamos como familia. Juan estaba triste, había adelgazado mucho y dormía poco. Fumaba demasiado”.
EL ATAQUE
“Ese 8 de septiembre fue uno de esos días en que nos fue a visitar. Cocinamos ñoquis juntos en la casa de mi mamá, era un día normal. Como a las 18 horas, y antes de que llegara mi hijo mayor, Alan, de la casa de su papá, dejamos a Ignacio con mi mamá y salimos con Michi a comprar pañales. Como su camioneta no partió, fuimos en el BMW rojo de mi hermano. Cruzamos de sur a norte la ciudad. A mitad de camino me pidió que pasáramos a buscar efectivo a la casa que compartíamos antes de separarnos. Entonces, empezó la pesadilla.
Siempre les digo a mis amigas que cuando sientan miedo pongan atención porque ese miedo está advirtiendo algún peligro, pero cuando yo tuve esa corazonada, ya era demasiado tarde para reaccionar. Lo percibí cuando llegamos a la casa y él me obligó a bajarme del auto. Juan encendió la radio y subió el volumen. Y, de repente, sus ojos estaban desorbitados, idos. Ya no era el mismo Juan del que me había enamorado y sus celos aparecieron con mucha fuerza en ese momento. Estaba enfurecido, imaginando cosas que no existían, decía que el Michi era hijo de otro, que con quién había estado anoche, que lo estaba engañando, que era una tal por cual.
Me dio un combo en la mejilla izquierda tan fuerte que la hinchazón fue inmediata y apenas podía hablar. Luego me agarró del hombro derecho y me tiró al piso donde me golpeó la cabeza. Nunca perdí la conciencia, pero sí quedé atontada. Lo último que recuerdo fue que tomó un cuchillo de mango naranja… entonces vi la última imagen de mi vida: era mi guagua recostada en el sillón, con los ojos achinados, mirándome, hermoso. Luego, todo se fue a negro por completo.
No grité, no pataleé, no me defendí. Al contrario, me mantuve allí, callada, paralizada. Temía que le hiciera algo a Michi. Algo me decía que intentar contradecir a alguien que está mal de la cabeza podía ser peor y que era mejor seguirle la corriente.
Juan me subió al auto, y con una toalla sobre la cara que él me puso, sentada en el asiento del copiloto, me llevó en busca de quienes él imaginaba que eran mis amantes; yo llevaba en brazos a mi guagua. El primero, Mario Wolf, yo apenas lo ubicaba, pero sabía que vivía solo a unas cuadras de la casa de mi madre y por el mismo Juan sabía que se dedicaba a comprar vehículos baratos para arreglarlos y luego venderlos a un precio más alto, porque hace rato que quería cambiarle la camioneta. Con esa excusa Juan lo llamó ese día, deben haber sido aproximadamente las 21 horas. Apenas salió Juan le dijo que entrara al BMW de mi hermano. Mario se sentó en el asiento del piloto; Juan se quedó afuera y le disparó en la cabeza. Cayó muerto dentro del auto y Juan lo empujó a la calle. Yo estaba en shock.
Unas cuatro cuadras más allá, volvimos a detenernos, esta vez en la casa de Claudio Sandoval, a quien sí conocía de hace más de 12 años porque es el cuñado de mi hermano. Nuevo balazo. Estaba desesperada. Aterrada. Pensé que Claudio había muerto, pero después supe que sobrevivió y había quedado tetrapléjico porque el disparo fue en el cuello. Ahí le imploré a Juan que nos dejara con mi guagua en el hospital”.
“Juan tomó un cuchillo… la última imagen que vi en mi vida fue a mi guagua recostada en el sillón, con los ojos achinados, mirándome, hermoso. Luego, todo se fue a negro por completo”.
DEAMBULAR A OSCURAS
“Fue el bebé el que me salvó a mí. Cuando Juan nos dejó en las cercanías del Hospital Clínico de Magallanes lo abracé fuerte y le dije que estaríamos a salvo, pero como no veía nada, en lugar de acercarme a la entrada del hospital, me fui para el lado equivocado y el terreno se volvió súper disparejo. Me agarré de una reja que había, pero me encontré con un desnivel y me caí y la guagua lloró muy fuerte. Entonces decidí no avanzar más y quedarme ahí, en ese hoyo, con él. Deben haber sido las 22 horas porque empezó a hacer frío y me saqué la chaqueta para abrigarlo. Comencé a gritar por ayuda y a tratar de levantarme pero ya no tenía energía, había perdido mucha sangre.
Me aferré a Dios. ‘No te preocupes papito, que Diosito va a mandar a alguien a buscarnos’, le repetía a Michi. Pasaban las horas y trataba de mantenerlo tibio, dándole besos y calor con mi boca, sintiendo que el sueño me vencía, pero su llanto me hacía reaccionar. Hacía frío; era una noche escarchada en Punta Arenas. A las siete de la mañana del día siguiente una señora de una lechería de los alrededores escuchó mis gritos y dio alerta a los guardias del hospital. Para entonces mi bebé estaba con hipotermia y fue hospitalizado en la Unidad de Pediatría donde fue vigilado las 24 horas por un guardia, mientras a mí me llevaban a la UTI y luego a cirugía donde también había alguien supervisando la entrada todo el tiempo. Dos días después del ataque, el 10 de septiembre, cumplí allí, 33 años”.
EL DUELO
“No supe que Juan me había sacado los ojos hasta unos días después. Me enteré de casualidad, cuando una amiga me dijo que la policía andaba buscando mis ojitos. ‘¿Qué ojos?’ le pregunté, y me empecé a tocar la cara desesperadamente por primera vez. ‘¿Es que no te han dicho?’ me comentó ella, ‘te sacó los globos oculares’. Yo efectivamente no podía ver, pero hasta ese momento tenía la esperanza de que me hicieran una cirugía que me permitiera recuperar la vista.
Me descontrolé. Grité: ‘¡Que se muera, quiero que se muera!’ y sacudí la cama de pura rabia, agarré la camilla y la azoté contra la pared. Estaba desesperada pero no por el hecho de estar ciega sino porque no podría ver más a mis hijos. ¿Cómo iba a cuidarlos? Las enfermeras entraron y me dieron un calmante las dos veces que tuve estas crisis. Trataban de consolarme. Pero aunque me dijeran que los iba a poder tocar, oler, sentir, escuchar, nada me calmaba el hecho de no verlos crecer, jugar, reír. Es un dolor tan grande, sobre todo por mi hijo menor al que alcancé a aprovechar tan poco, porque tenía cinco meses cuando me pasó esto. Michi, además, es el único de mis tres hijos que sacó mis ojos celestes. Y ya no puedo disfrutarlo, no puedo mirarlo.
No me resigno a eso. Es como vivir un luto. Me siento viviendo un duelo por haber quedado ciega de un segundo a otro y más encima en manos de la persona que supuestamente prometió quererme, cuidarme y respetarme toda la vida. La persona en la que alguna vez deposité mis sueños y que ahora ni siquiera está para decir: ‘chuta, la cagaíta que me mandé’.
Cuando me dijeron que a Juan lo habían matado los carabineros de un balazo tras su huida, no me sentí mejor. Habría preferido que quedara vivo y sufriera por el resto de su vida por lo que hizo. Y que, como yo, tampoco viera a sus hijos porque estaría en la cárcel”.
TESIS
“Los primeros días no tenía ánimo de nada. No quería pararme de la cama. Tampoco quería hablar. Pero con el tiempo la balanza se empezó a inclinar hacia otro lado, al lado de ‘esto no me la va a ganar’. Cuando me llevaron al tercer piso, a recuperación, y me dijeron que me pondrían unas prótesis oculares antes de darme el alta, pensé: “esta vez me voy a levantar y me voy a bañar sin ayuda, sola”. Escuchaba la tele para no sentir desolación en las noches, cuando el silencio se apoderaba de mi habitación. Comencé la terapia sicológica y a tomar antidepresivos y pastillas para dormir y empecé a sentirme mejor. Cuando los iris para mis prótesis llegaron desde España y me las implantaron, el 27 de noviembre de 2013, estaba lista para irme a la casa y enfrentar la realidad.
El mismo día que recibí el alta, en la noche, me fui a la casa de mi amiga Lua a terminar la tesis de parvularia que nos había quedado pendiente. Y el 18 de diciembre me titulé con nota 7. Tenía razones para echarme a morir, podría haber abandonado todo, pero no quise quedarme estancada. La gente se sorprende de verme en pie, pero es que yo tampoco sabía que tenía tanta fuerza”.
ANDAR A OSCURAS
“Quedarse ciega de un momento a otro es aprender a vivir de nuevo. Aunque conocía la casa de mi madre, tuve que familiarizarme nuevamente con las cosas, ahora a oscuras. Al principio mi mamá no quería que hiciera nada. Andaba detrás de mí como una sombra, preocupada de que no me fuera a caer, golpear o quemar.
El primer día fue crítico, me tropezaba con todo. Me pegué con la puerta del baño y llegué a ver estrellas. Necesitaba saber la hora a cada rato porque de esa forma me orientaba. Pero desde un comienzo, reconocí mi ropa por las costuras y las etiquetas y podía vestirme y bañarme sola.
Aprender a ser ciega obliga a andar a otro ritmo. Lo que antes hacía fácilmente, hoy me cuesta el triple. Ando más lento, con miedo. Y tengo que elaborar estrategias para no dejar de hacer lo que me gusta. Son cosas simples: como ponerle la mano bajo la pera a mi guagua cuando le doy la mamadera para que no se chorree; poner el dedo en el borde de la taza hasta sentir que el agua ha llegado hasta arriba cuando me preparo un café por la mañana. O dejar de usar zapatos cuando estoy en la casa para no pisar a los niños.
Ahora mis ojos son mis manos. Mudo a mi hijo menor que ahora tiene 10 meses, pero esto ya no es un acto mecánico como antes. Me tomo mi tiempo para acariciarle cada uno de sus dedos, para jugar con sus patitas, sus rollitos, como si pudiera de esta forma impregnarme de él. Lo mismo con Ignacio, que tiene 2 años y tres meses. Porque, como no ves, necesitas sentir.
Mi mamá, de quien siempre he sido muy apegada, ha sido fundamental en este proceso, pero también mi hijo mayor, Alan de 12 años. Él me acompaña al sicólogo, y es quien me limpia las prótesis. Dos veces al día como mínimo, él las saca, las lava con suero y me las vuelve a poner, aplicándome antibióticos.
Desde que dejé de ver mi oído se agudizó. Es como un gran parlante al que le cuesta hacer foco, que puede escuchar varias conversaciones a la vez. Es molesto a veces, pero como le dije a mi sicóloga la otra vez, la única forma que tengo de sobrevivir es escuchando, y eso, cuando tienes un hijo chico que gatea y no sabes dónde anda, es vital.
Lo que más me ha costado aceptar eso sí, es haber perdido mi independencia. Asisto a una Agrupación de Amigos de los Ciegos (Agaci) que me está enseñando computación con el software Jaws, un lector de pantalla para personas sin visión, donde el contenido de la pantalla se convierte en sonido y a través de combinaciones de teclas, puedo prescindir del mouse y navegar. Pronto también aprenderé a usar bastón pero, mientras, dependo de alguien que me lleve del brazo para todos lados. Una vez a la semana una ambulancia me viene a buscar para ir al hospital donde me chequean las prótesis. Aunque aún caminar es un lío, porque me tuerzo, me caigo, me pierdo, choco con la gente, ya manejo el celular perfecto. Son cosas funcionales las que extraño y a veces me frustran, como salir a comprar zapatos y que otros los elija por mí, por ejemplo, o no poder todavía comer con servicio, o mecer al Michi de pie, porque me mareo fácilmente y pierdo el equilibrio”.
“No tengo odio ni rencor. No sé si he perdonado a Juan. Pero tampoco quiero contaminar a mis hijos. Quiero que crezcan en paz. Ya llegará el momento en que tendré que contarles por qué su mamá no ve y ellos se harán su propia opinión. Pero, por ahora, no seré yo la que les diga cómo pensar”, dice Carola. En la foto, con sus tres niños y su madre.
SEGUIR SOÑANDO
“Que tenga paciencia. Eso me dicen las personas de Agaci. Ellos me aconsejan a mí y a mi familia porque todos estamos en un proceso de adaptación. Ellos nos enseñaron que es importante que las puertas siempre estén abiertas o cerradas por completo, nunca a medias. Y que los juguetes no queden tirados en el piso para evitar accidentes.
A pesar de mi reacción inicial hoy no siento odio ni rencor. No sé si he perdonado a Juan. Pero no quiero contaminar a mis hijos. Lo que más quiero es que perciban a una mamá tranquila, fuerte. Y que crezcan en paz. Ya llegará el momento en que tendré que sentarlos y contarles por qué no puedo ver y ellos se formarán su propia opinión. Pero, por ahora, no seré yo la que les diga cómo pensar. A veces me siento culpable porque murió un hombre y otro quedó muy dañado, pero con la psicóloga he trabajado ese sentimiento. Ella me dice que la culpa no es mía sino de Juan que estaba enfermo.
Aunque la pena siempre está, porque esta es una tragedia que no me merecía, sigo siendo la misma y tengo sueños: tener mi casa propia para vivir sola con mis niños y en 2015 volver a trabajar. Más a largo plazo me gustaría poner un jardín infantil.
No me gusta sentirme heroína. Doy este testimonio para que las mujeres que están viviendo alguna situación de violencia o son víctimas de la celopatía de sus parejas, sientan que siempre hay un camino alternativo. Y que se den cuenta de que no tenemos que esperar a que ocurra algo grave para reconocerlo”.
Perfil criminológico del agresor
Juan Ruiz (39) murió en el Hospital Clínico de Magallanes de un traumatismo encefalocraneano severo causado por el proyectil balístico que le propinó Carabineros, en defensa propia, para reducirlo; lo habían perseguido durante 15 horas y dieron con él en el Barrio Industrial de Punta Arenas.
Por su parte, el OS-9 de Carabineros realizó un perfil criminológico que intenta explicar por qué Ruiz actuó de esa forma. En el informe se lee: “Sometía a sus parejas a la restricción social bajo la sospecha que le podrían ser infiel. Y su inseguridad en las relaciones sentimentales lo hacían establecer un patrón de vinculación con el sexo opuesto basado en el poder. Sus reacciones eran desproporcionadas ante eventos frustrantes. Las lesiones y mutilaciones dejadas en el cuerpo de su ex pareja son una expresión analógica de su personalidad perversa, reflejando actos de tortura y sadismo, y evidenciándose planeación y frialdad al momento de los hechos”.
La Fiscalía local comenzó una investigación por homicidio y lesiones graves que espera los resultados de los últimos peritajes para pedir su cierre definitivo ante tribunales.
Según el fiscal regional de Magallanes, Juan Agustín Meléndez, “tanto las evidencias recabadas como el testimonio que entregó Carola al fiscal que lleva la causa, Oliver Rammsy, apuntan a que Juan es el único autor de los hechos”.
Recopilado por Gabriela García / Fotografías: Alejandro Araya
Fuente: Paula