Eugenio Tironi, el sociólogo de la gran empresa, quién ostenta un módico pasado izquierdista, en el Mapu Obrero Campesino para mayor información, al poco andar se pasó a la vereda del frente, e hipotecó sus no mayores talentos, al servicio de una elite, que si bien lo menosprecia, al menos le convida suculentas migajas. Tampoco es que sea completamente innocuo. De hecho, desde el cargo de director de la Secretaría de Comunicación y Cultura del primer gobierno de la Concertación, hizo todo lo que estuvo a su alcance, junto con Enrique Correa, para sacrificar el derecho a la información y el pluralismo, en el altar del libre mercado. El caso es que el domingo pasado se mandó una columna en La Tercera; en rigor un «manifiesto», notable por varios conceptos.
En primer lugar, por una vanidad pueril.
Luego, por una insoportable levedad intelectual, asimétrica e incompatible con sus elevados ingresos por concepto de asesorías en comunicación estratégica y manejo de conflictos, en el sector de la Gran Empresa.
Pero, en lo principal, por una franqueza no desdeñable, en el empeño de reproducir en pensamiento de la elite; no por honestidad intelectual como simula, sino producto de una nueva genuflexión con vistas a su legitimación en el olimpo del 0,1% de la población de este país.
Es enteramente admisible la discusión sobre la utilidad de reproducir la columna de marras.
Por de pronto, habrá quienes crean que hacerlo supone caer en su juego provocador.
Otros pensarán que hay actividades más provechosas para un domingo por la tarde; en rigor, para cualquier momento.
Sin embargo, la publicaremos, básicamente por dos motivos.
En primer lugar, si una imagen vale por mil palabras, un autorretrato de semejante ralea ahorra mucho debate.
Pero, en lo fundamental, entrega a los ciudadanos de la gleba, elementos para entender el discurso, si no de la elite, por lo menos de los paniaguados contratados para construirlo.
Manifiesto: Eugenio Tironi, sociólogo
Algo de razón le encuentro a esta frase de Pinochet: “Hay que cuidar a los ricos para que den más”. Aunque es difícil descubrir qué quería decir ese hombre, y que siempre tuvo una cosa socarrona y nunca tuvo el don de la palabra, la manera en que verbalizaba la teoría neoliberal era interesante: si uno crea buenas condiciones para que los ricos estén felices y satisfechos, éstos van a invertir más, van a crear empresas, producir empleos e incluso remunerar bien a sus empleados por un sentido mínimo de magnanimidad. No se puede desconocer que algo hay de cierto en eso. Creo que el país andaría bien en ese orden.
No tengo miedo de morir ni le temo al futuro. Esas dos cosas van de la mano: para perderle el temor al futuro hay que perderle el miedo a la muerte. No hay otro remedio. Aprendí, luego de muchos traumas, que hay que aprender a convivir con la muerte e irla internalizando. Hay que tomarla como un accidente, no como una fatalidad. Sobre todo, no hacer que ésta sea la que condicione la forma en que vivimos ni cómo vemos la vida. Después de entender eso, empecé a vivir sin tantos temores encima.
Nunca me fue indiferente dónde iba a vivir, ni cómo. Vengo de una familia muy clase media. Mi padre fue un simple ejecutivo de la UC, y luego humilde servidor de Canal 13. Mi madre, en tanto, siempre estuvo volcada a la cuestión social. Tras largos años como dueña de casa, estudió para ser bibliotecaria. Además, éramos seis hermanos, yo era el cuarto y la verdad es que no teníamos grandes cosas, por lo mismo, el tema de la sobrevivencia material es una cuestión importante para mí desde muy chico. Eso lo contrasto con las generaciones de hoy, donde nadie tiene el famoso “miedo inconcebible a la pobreza”.
Viví siempre en función del miedo a ser pobre. Por lo mismo, durante mi juventud me moví pensando en que no quería estar en esa vereda. No entiendo el origen concreto. Quizá el ambiente de extrema pobreza del país y tanta muerte me marcaron. Quizá, también, la base de ese temor es la inestabilidad en la que crecí. Eso me motivó a moverme lo más posible para construir una base material propia. Me esforcé mucho para tener lo que tengo hoy.
La gente no me odia, al contrario: sé que muchos me quieren. Eso nunca lo he dudado. Tengo un lugar en el mundo que me brinda el privilegio de poder conversar o dialogar con quien quiero. Eso pasa porque no tengo un doble discurso, y pocos pueden decir eso. Agradezco tener la autonomía para poder decir en público lo mismo que digo en privado y no tengo una disociación de lo que es mi labor profesional con mi labor de intelectual público, como sí les pasa a otras personas.
Advertí hace tiempo que los gobiernos están acumulando una deuda respecto de lo que son aspiraciones y demandas de la ciudadanía. Desde Ricardo Lagos Escobar que los gobiernos no han estado a la altura respecto de las necesidades de la sociedad chilena. Algo está pasando que no logran un sucesor de sus filas. Hay un distanciamiento entre los gobiernos y las aspiraciones de la ciudadanía. Este gobierno, pese a todo lo que he dicho, creo que no es la excepción.
Cuando estuve en la Secom aprendí que hay problemas que ni una Secom puede arreglar. A este gobierno le pasa eso: no encuentra una nueva plataforma sobre la cual pararse. Ha habido intentos, pero todavía se ve como esos boxeadores que están recién parándose cuando el juez ya les contó hasta ocho. Me preocupa ver al rival aleonado y que el público que antes alentaba, hoy esté cada vez más alejado de darle fuerzas al gobierno.
No soy de los que quieren que todos me aplaudan y que todos me miren. No soy de convivir ni de andar de vanidoso. Creo que no hay diálogo más placentero que el que uno tiene con uno mismo. No ando buscando gente con quien estar o conversar, me basta cada vez más con estar y dialogar conmigo mismo. Pero también soy exigente. Trabajo y me esfuerzo mucho. A lo mejor hay cosas que hago por vanidad, pero en general hago las cosas que me salen por el espíritu de artesanos de hacer todo bien, porque así creo que debe ser.
Estoy en la categoría de rico y no tengo por qué esconderlo. Como tal, creo que no estamos pasando por un buen momento. Los ricos nos cuidamos, principalmente, porque sentimos que hoy cualquiera se rebela. Nos asusta el clima de descontrol y desorden en el que ya no se respeta nada. También nos sentimos más hostilizados de lo que se sentía uno hace 15 años, y eso se expresa en el estado anímico. Creo que ser rico es difícil, es una responsabilidad, y comparto la existencia del sentimiento de que el mundo escapó de su control.
No somos de andar en patota con mis cinco hijos. Pasa, simplemente, que no es nuestro estilo. Ellos ya están grandes y tienen el mismo chip que mi mujer y yo: sabemos que somos cada uno una individualidad, hay que tener un propio estilo de vida y formar una familia propia. Somos de respetar los espacios, las pausas y no andamos aclanados para todos lados. Buscamos momentos para estar juntos, pero no nos necesitamos vitalmente unos a otros.
Me mueve el catolicismo. Para mí, creer es una forma de conocer y también una forma de ser humilde. La pérdida de la creencia es la mayor muestra de antropocentrismo. He luchado y sigo luchando contra la incredulidad, porque pienso que romper con toda creencia religiosa llega muy fácilmente a la tentación de la omnipotencia y no creo que esté preparado para eso. Sueno fanático, pero lo manejo con cuidado, porque sé que el fanatismo religioso te puede conducir a lo mismo que reniego.
Fuente: La Tercera