La derecha es una ínfima minoría en Chile y ello se expresa en la composición de la Convención Constitucional.
En su desesperación al verse tal como es, ha concentrado sus esfuerzos en deslegitimarla. Para ello recurre a todos los medios posibles y a toda clase de argumentos, que van desde la descalificación burda, hasta el recurso a principios jurídicos y legales que de poco sirven para explicar un proceso de cambios cuando están hechos precisamente para lo contrario, mantener las cosas tal como están.
Es como tratar de explicar la cuadratura del círculo.
Atrapada en su ideologismo, incapaz de comprender lo que está pasando, excepto que su “oasis” se está desmoronando, no le queda otro recurso que la violencia. Más de dos mil detenidos: cifra similar de presos sin formalizar, en base a testimonios de los mismos organismos de seguridad que han realizado las detenciones, cuatrocientas víctimas de trauma ocular, casi treinta muertos, etc. ha sido el saldo hasta ahora.
Su actitud sediciosa y violenta, por el momento, ha sido tolerada de modo peligroso. Resulta inconcebible, a estas alturas, que tengan tribuna todavía opinólogos y comentaristas –porque no les da para más- que atacan a la Convención y justifican la represión con argumentos tan prosaicos y que incluso antes de conocerse su resultado, llamen a rechazar en el plebiscito de salida.
Son tan patéticos sus sofismas, que apenas disimulan interés de clase. Colusión empresarial, evasión de impuestos; connivencia entre la empresa privada y el poder político; abusos con los consumidores para maximizar sus niveles ya indecentes de ganancias, simplemente son ignorados por los ideólogos de la derecha o en el mejor de los casos, explicados como fallas accidentales del sistema pese que se manifiestan habitualmente y son presentados por los medios con toda naturalidad.
En cambio, gastan miles da páginas en medios escritos y horas de transmisión en sus noticiarios y medios radiales para referirse al caso de una rifa o cuestionar que algunos convencionales hayan recibido el IFE, como si se tratara de magnates.
A pesar de todo, la Convención dio inicio a la discusión de los contenidos de la nueva Constitución, y esto señala el comienzo de un nuevo período en nuestra historia. Atrás va quedando la etapa de un régimen autoritario y una democracia secuestrada por los poderes del dinero, el interés empresarial, y el conservadurismo moral.
No sin que estos den la pelea, por cierto.
El rechazo en el plebiscito de entrada y el atolondrado llamado de la ultraderecha a hacerlo nuevamente en el de salida, es exactamente eso, la defensa de un orden jurídico e institucional que garantiza a las clases poseedoras de la sociedad su posición de dominio, pese a su condición minoritaria.
Dicha posición es el resultado del despojo. De la apropiación privada de todo por un puñado de grupos económicos para transformarlo en un eslabón más de la cadena de valorización del capital: de la enajenación de hombres y mujeres; sus cuerpos y todo lo que es resultado de su creatividad y esfuerzo; la naturaleza y los seres vivos para luego ser convertido en una mercancía intercambiable en el mercado, manera aparente de recuperarlo -en cuotas usureras, además, que profundizan la desigualdad y la enajenación de trabajadoras y trabajadores.
Este despojo fue realizado en plena dictadura, la que repartió como un botín las empresas del Estado entre sus financistas y las transnacionales e hizo de los servicios públicos -concebidos como Derechos en la democracia hasta 1973- lucrativos nichos de negocio y continuó luego bajo los gobiernos de la Concertación.
Ello no puede ser argumentado racionalmente, por cierto, sino mediante razonamientos formales y tecnicismos jurídicos y macroeconómicos, tal vez muy lógicos pero que ignoran la realidad social y hacen de la “República” una suerte de entidad presuntamente trascendente e impoluta y de la sociedad, una abstracción.
Los últimos cuarenta y cinco años, en efecto, se fue construyendo una sociedad basada precisamente en la privatización de todo lo real y la preeminencia del capital como categoría fundamental de la sociedad, y la profundización de la división de clases producto de este fenómeno que tiene como su más elocuente expresión, niveles de desigualdad como los descritos por Augusto D´halmar o Nicomedes Guzmán.
Quizás nunca, fue tan evidente y tan profundo el antagonismo. La derecha obviamente no lo entiende ni podría hacerlo sin negarse a sí misma y a toda la ideología que la llevó a creer que estaba ante el fin de la historia, en el «oasis» que profetizó Fukuyama hace treinta años.
El debate constitucional no es solamente un debate jurídico, legislativo o reglamentario. Es ante todo, una discusión por la sociedad que queremos ser. Por el lugar que las clases, los movimientos sociales, las culturas y las naciones van a ocupar en el Estado que surja de él.
El deber de la izquierda es precisamente, romper los límites que el neoliberalismo y una ideología jurídica ad hoc ha puesto entre la sociedad real y el Estado para construir un Chile democrático, un Chile para todos todas y todes.
(*) Profesor de Artes