Cadáveres Políticos: Que en Paz Descansen

La semana noticiosa que pasó fue intensa. Quizás tanto como para haber cambiado la situación nacional de modo irreversible.

Primero, porque después del segundo debate televisado y conocido su comportamiento en la elección parlamentaria como candidato de la DC el 2009, las posibilidades de Sebastian Sichel en la elección presidencial son casi nulas, de no mediar algún acontecimiento inesperado.

Es un cadáver político y no deben ser pocos los que se deben preguntar en su sector si no habría sido preferible escoger a Lavín, aunque con toda probabilidad no habría corrido una suerte muy distinta, considerando los manejos oscuros de las finanzas de la municipalidad de la que fue alcalde.

Los últimos días hemos sido testigos de la operación mediática más impúdica por tratar de levantar la imagen de Kast como una suerte de caudillo, advirtiendo como si se tratara de un atributo, la repulsa que sus posiciones fascistas provocan. En efecto, es tal su fanatismo que su candidatura no representa ni siquiera a todo su sector.

Ello porque apela a de la derecha más dura; más reaccionaria e ignorante. Quién sabe cuánto del electorado del candidato de Vamos por Chile podrá recuperar el candidato ultra, pero obviamente no es la suma de ambos lo que representará en la elección de noviembre.

Además, porque su comportamiento ético no es muy diferente al de Sichel o Lavín.

Miente, evade impuestos, es grosero y agresivo.

Mientras tanto, la Acusación Constitucional contra Piñera avanza como si se tratara de una historia que transcurre en un universo paralelo, basándose precisamente en una de las razones que ha golpeado a la opinión pública, como la burla de los poderosos frente a la pobreza de trabajadores y trabajadoras y por las que la derecha está nocaut.

Ciertamente, la corrupción empresarial desnuda la miseria moral de las clases dominantes. Mientras un empleado o profesional joven -para qué hablar de un trabajador o trabajadora que gana apenas poco más del sueldo mínimo- debe hacer la bicicleta para terminar el mes pagando arriendos o dividendos usureros, y cuentas de servicios de empresas que se coluden para subir los precios, la elite empresarial ha eludido por décadas la fiscalización del Estado, estrujando hasta el sadismo los escuálidos bolsillos de chilenos y chilenas.

Piñera, sus compinches y sus ministros aparecen todos los días involucrados en negocios multimillonarios, de dudosa moralidad, o en diversos actos de corrupción. La última en entrar al ruedo de los acusados de corrupción es la ministra de Desarrollo Social, Karla Rubilar, quién utilizó recursos públicos en la campaña a diputado de su pareja, Christian Pino.

La posibilidad de que Piñera sea destituido es altamente probable. Su desparpajo ha sobrepasado todos los límites, tal como la codicia y la ambición del empresariado más miserable del que pueda tener memoria nuestra triste república tercermundista, con ínfulas de país desarrollado. Pero como dice el viejo refrán, la ambición terminó por romper el saco, y Chile despertó.

Por esa razón, la posibilidad de resolver las contradicciones entre los sectores que hegemonizaron nuestro sistema político desde 1990 en adelante a través de un consenso, sin provocar la reacción de protesta de la sociedad, se esfumó para siempre.

Precisamente, lo que le dio la estabilidad de un túmulo a nuestra interminable transición hoy en día no es más que un recuerdo.

Es, por lo demás, lo que le reprocha la derecha y todos sus ideólogos al «socialismo democrático», recurriendo a todo su arsenal de diatribas anticomunistas, sacadas del baúl de los recuerdos del maccahartisno.

La publicación en el Diario Oficial de los reglamentos de la Convención Constitucional y el que ésta resolviera comenzar el debate sobre los contenidos de la nueva Constitución el 18 de octubre, para escándalo e indignación de la derecha, significa que ya incluso en términos institucionales estamos ante un proceso irreversible.

La derecha ni siquiera logró juntar las firmas necesarias para recurrir ante la Corte Suprema, para derribar lo resuelto democráticamente por la Convención. Se ha visto en estos días de esa manera sin las anteojeras ideológicas con las que se apreció y con las que la apreció gran parte de la sociedad en los últimos treinta años.

Esto es, quedó en evidencia como un sector minoritario; profundamente reaccionario; ideologizado; hipócrita y clasista.

Muy probablemente, habrá una segunda vuelta entre dos candidatos de oposición y la derecha, como en otras ocasiones, se verá obligada a escoger entre ellos en diciembre. Pero además, su posición minoritaria se verá reflejada en la elección parlamentaria y con suerte, escogerá su mismo veinte por ciento de la Convención.

Así las cosas, las relaciones entre la Convención y el Parlamento comenzarán a ser muy distintas y con toda seguridad, estas serán de colaboración y entendimiento, tanto como para acelerar el proceso constituyente y darle sustentabilidad en el largo plazo. Lo mismo respecto del Gobierno.

La movilización social encontrará en el Estado no un obstáculo sino un interlocutor. No será la reedición del Estado de Compromiso seguramente, pero a lo menos sí habrá una mayor porosidad en la relación entre éste y el movimiento social.

Esto significa que en lo que dice relación con la recuperación de la economía, el manejo de la pandemia; también en las reformas al sistema de pensiones, el Código del Trabajo; la desmunicipalización de la educación escolar y el fortalecimiento de la salud pública, no serán obra de los «técnicos» que tanto abundaron en los noventa en la definición de las políticas públicas sino de la sociedad civil organizada en diálogo y conflicto con el Estado.

Un entendimiento entre la izquierda y el centro será determinante en la proyección de los cambios que traerá consigo la nueva Constitución.

El mismo debate de la Convención va a aclarar hasta dónde ésta determinará las relaciones entre Estado, política y Sociedad Civil.

Regulación de los mercados; capacidad del Estado para crear empresas; se cuestionará el absurdo de la autonomía del Banco Central que en estos días ha quedado en evidencia; el reconocimiento constitucional de la titularidad de los derechos colectivos; de las nacionalidades y las culturas; etc. son todas materias que ciertamente exceden el debate sobre el régimen político que a algunos les parece suficiente para hacer posibles reformas que apunten hacia una sociedad democrática y de derechos y es donde probablemente habrá que esforzarse más por encontrar soluciones y en torno a lo que más debate va a generarse en el seno de lo que actualmente es la oposición.

Ni el centro ni la izquierda son lo mismo de hace cinco años. La Concertación yace en paz y es ese, precisamente, uno de los motivos que más lágrimas le ha sacado a la derecha y sus intelectuales.

La izquierda en la actualidad es una síntesis en proceso de lo que fue la izquierda histórica y una izquierda emergente.

La derrota estratégica de la derecha y la crisis global del neoliberalismo -económica, ambiental, sanitaria- posibilitan ese entendimiento que ciertamente no será en torno a lo posible sino a lo necesario.

(*) Profesor de arte

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