domingo, diciembre 22, 2024
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Contraste de Epocas en la Historia de los Burdeles Clásicos de Santiago

“Se arrancaron con el piano / Que tenía la Carlina / Le echan la culpa a la Lolo / También a la Lechuguina // Cómo lo cargarían / Si no es vihuela / Dijo la Nena el Banjo / Con la Chabela” (Cueca “Se arrancaron con el piano”, de Nano Núñez y “Los Chileneros”) Este texto me sirvió de base a la presentación del artículo titulado «Apuntes sobre la Edad Dorada vs. la Edad Oscura de la clásicas ‘casas de remolienda’ de Santiago», publicado el año 2010 por Memoria Chile en su ciclo «Artículos para el Bicentenario».

 

Creo que ha sido uno de los temas que más atracción y curiosidad ha producido a los lectores de este blog, así que también lo dejaré disponible acá para quien quiera conocer un poco más sobre el asunto.

Como he dicho en varias ocasiones, hubo una época en que las casas de huifa, de remolienda o de “tolerancia” (como se les llamó eufemísticamente, incluso en la legislación) fueron parte importante de la historia popular de la ciudad de Santiago alcanzando ciertos aspectos de folklore y costumbrismo que no siempre son visualizados ni reconocidos. Para bien o para mal, los lupanares conformaron y concentraron aspectos de la vida social que el tiempo y los escrúpulos se han encargado de ir ignorando hasta relegarlos al claroscuro, cuando no negándolos en forma casi absoluta.

Sin embargo, esta época que tanto sonroja tiene un período de actividad que equivale a su época dorada en Chile, tanto por la idealización de la misma como por la imagen «romántica» que le construyeron quienes la vivieron de cerca.

Poco se ha explorado la relevancia de estos antiguos burdeles de Santiago en la formación del imaginario popular y en el valor que tenían en la vida del roto urbano, pero alcanzando a todos estratos sociales en general. Tampoco ha sido un gran tema de atención su importancia en la estructura social de los barrios de la capital, ahora convertidos más bien en un recuerdo vergonzoso o una extravagancia que el tiempo ha superado.

Veré si aquí puedo hacer un pequeño aporte a esta parte de nuestra historia, que hasta ahora ha sido abordada casi exclusivamente desde el ángulo del análisis sociológico retrospectivo, por lo que, prácticamente, pende desde el frágil hilo de la tradición oral sobre el abismo oscuro de la total desaparición en el conocimiento.

CONTEXTO HISTÓRICO Y SOCIAL DE LOS BURDELES CLÁSICOS

Según cálculos de Octavio Maira en 1887, había para entonces en Santiago una prostituta por cada cuarenta habitantes, lo que equivale a 5 veces más que París, en esa misma época. Esta proporción suma cerca de 5.000 trabajadoras sexuales en la capital chilena.

Es imposible negarse a aceptar la influencia que debe haber tenido esta fortísima presencia en la vida social chilena, por lo tanto. Bien puede ser, por ejemplo, que las “niñas” venidas del campo hayan introducido en la ciudad tradiciones campesinas, como el amuleto del “chanchito de limón” usado para sahumerios de buena suerte, o algunas apreciaciones supersticiosas sobre las plantas de ruda, sólo por nombrar dos casos. Las victrolas y otros viejos tocadiscos también fueron artículos popularizados especialmente por las casas de remolienda, según recuerdan esos viejos clientes de los burdeles de Los Callejones, el pasaje de Emiliano Figueroa o la secular ex avenida Las Hornillas, hoy Vivaceta.

Fue en este escenario (o aún peor) que Santiago enfrentó la celebración del Primer Centenario de la República en 1910: tras la fachada de glamorosos festejos e inauguraciones ostentosas, las prostitución era uno de los campos de recreación y festejo favoritos de la sociedad masculina de aquellos años, especialmente la más baja. Los señoritos quizás asistían con menos frecuencia, pero era casi una institución la pérdida masculina de la virginidad en algunos de estos centros de amor mercenario.

La pobreza de los barrios había cundido en la sociedad chilena en los tiempos del Régimen Parlamentario, cuando prácticamente todo el andamio socioeconómico chileno se sustentaba en sólo dos estratos y mientras el Estado de Chile aún percibía grandes riquezas derivadas de la industria salitrera. Para los años veinte y treinta, por ejemplo, cuando se produce un boom de las casitas de remolienda desplazando a los viejos «cafés chinos» y la miseria de cuartos redondos, prácticamente tres cuartas partes de la población de Santiago vive en conventillos, régimen comunitario de residencia donde habían carencias básicas de servicios, higiene, agua potable y ni hablar de comodidad. La miseria material y moral domina a las clases más humildes; la falta de escolaridad y la plaga de la vagancia dan panoramas desoladores sobre el futuro santiaguino.

En la destrucción ética de la familia, donde la vida indigna, las carencias y el alcohol consumen la mayor parte de la convivencia, los jefes de familia se vuelcan a los vicios y se transforma en algo socialmente aceptable la asistencia regular a los prostíbulos, al punto de que, en la convicción cultural, las visitas a los burdeles no son percibidas tan graves como lo sería la infidelidad, por ejemplo. Como vimos, muchos adolescentes se gradúan en la experiencia sexual con prostitutas, con frecuencia alentados por sus propios padres.

Otro factor especial de corrosión se desprende de las páginas del trabajo publicado en 2001, por el profesor Gilberto Harris Bucher, titulado «Emigración e Inmigración en Chile. 1810-1915». Según lo allí expuesto, pudo haber una eventual introducción de relajos morales por alguna parte de los inmigrantes extranjeros llegados a Chile durante el siglo XIX, muchos de ellos asiduos a satisfacer vicios y deseos licenciosos que en la más bien conservadora sociedad chilena, eran para puerta cerrada. Un ejemplo de ello pueden ser los «cafés chinos» que ocultaban una intensa actividad sexual tras sus mostradores, así llamados por la nacionalidad de sus propietarios y que abundaban en el sector del viejo Barrio Mapocho y San Pablo.

La vida en el Conventillo y la miseria fue un estimulante en la prostitución: poco después del Primer Centenario Nacional, prácticamente tres cuartos del total de la población capitalina vivían en conventillos y cités muy pobres, especialmente en los sectores de Estación Central, barrio Matadero, Quinta Normal y el barrio de La Chimba.

PERFIL DE LA REMOLIENDA DEL SIGLO XX

Por alguna coincidencia con el Centenario de la Independencia, comenzó la época dorada de las casas de remolienda de la ciudad que hoy identificaríamos como las clásicas, cuando empiezan a hacerse populares nombres que hoy constituyen verdaderos mitos de la huifa nacional.

Al comenzar el siglo XX, los locales están siendo visitados por una miscelánea clientela. No pertenecen exclusivamente a trabajadores analfabetos o a rufianes cuchilleros del pasado: también vienen intelectuales, escritores, políticos. Un ambiente nuevo se ha gestado en los burdenes… En sus salones suenan repertorios de cuecas, tangos, valses, boleros y uno que otro exotismo musical hasta con instrumentistas en vivo, en el caso de los más concurridos. Sin embargo, el carácter popular estará determinado permanentemente por la naturaleza modesta de la mayoría de los clientes que asisten regularmente a la oferta chilena de remolienda y el origen de las «niñas» que allí pueden encontrarse.

Pero algo ha cambiado en el concepto del burdel, en esos años: hay un traslado de escenario en la diversión popular, y conforme desaparecen las viejas fondas chimberas y las chinganas, los pianos y los chuicos ahora van a parar en las casitas de remolienda de los barrios bravos, donde el jolgorio sigue tan activo como siempre. Las casas «de tolerancia» sirven ahora como centros de recreación del público masculino procedente del pueblo, donde se encuentra música, comida y trago, no sólo para diversiones de alcoba. Las hay desde pobres e inmundas habitaciones hasta verdaderas mansiones compradas a algún aristócrata que se mudó a otros barrios.

No hay claridad entre todos los autores que han abordado el tema, sobre ciertos aspectos internos a la actividad de la prostitución que fomentaron la proliferación de la actividad en Santiago. Sí parece estar claro, sin embargo, que el factor de migración humana desde el campo a las ciudades tuvo una gran relevancia: era corriente, por ejemplo, que las «niñas» fueran mayoritariamente «huasitas» sureñas, muchas de ellas menores de edad escondidas bajo gruesas capas de maquillaje y vestimentas recargadas, provenientes de familias muy pobres, mal constituidas o, simplemente, inexistentes.

Parte importante de la historia del pueblo chileno se escribió en estos prostíbulos. Y también algunos capítulos en la historia de la cueca, nuestro propio baile nacional, que tras las largas persecuciones de las chinganas en un intento por frenar la criminalidad social, había encontrado alojamiento seguro en estas casas de “niñas” felices.

VIDA DEL BURDEL

En muchos aspectos, los prostíbulos clásicos de Santiago equivalían a la función de los bares nocturnos y los pubs de la actual ciudad, donde el sexo por dinero era sólo uno de los aspectos en la oferta, como dijimos: también se iba a bailar, a comer, a escuchar al típico pianista homosexual tocando concentradamente un piano parcialmente afinado. Hubo burdeles con características de peñas folklóricas, o verdaderas academias de baile.

Muchos clientes tenían a sus «niñas» favoritas da cada casa, como verdaderas “queridas”, pasando a dejarle flores, baratijas de obsequio o simplemente un beso en la frente. Algunas de ellas eran muy jóvenes, todavía en la adolescencia. Hubo varios casos donde se cumplió, por lo mismo, el cuento de hadas de prostitutas que fueron sacadas del ambiente por clientes mayores y adinerados que las desposaron, incluyendo aparentemente a una famosa fallecida del Cementerio General cuya tumba es hoy una milagrosa animita conocida como La Carmencita, misma que los fieles creen la morada final de una niña trágicamente muerta, dejándole por ello pequeños juguetes en ofrenda.

Pero la fidelidad de los comensales no era total: solía causar gran noticia la llegada de alguna nueva chiquilla desde provincia, motivando la curiosidad infantil de los “caseros” que partían rápidamente a salir de dudas y tratar de ponerse al principio de la fila.

Había elementos comunes y característicos en los viejos prostíbulos: poncheras de vino con fruta, estatuillas de mujeres desnudas, sillones antiguos, jarrones que pretendían ser finos y muchos espejos en las paredes y las manos de las “niñas”, que ocupaban gran parte del día peinándose o aplicándose polvos de carmín. Las cortinas y tapices cortaban los pequeños ambientes y espacios interiores. Los baños eran precarios, heredados de las casonas de principios del siglo XX donde la higiene solía ser más bien una excentricidad: jarrones de loza picada y fuentes para el agua eran lo más corriente.

Alfredo Gómez Morel da detalles interesantes de la relación entre la regenta o «cabrona» y sus «niñas», señalando en su libro «El Río» que ésta era, por lo corriente, de desconfianza y resquemores. Cuando las muchachas bebían más de la cuenta, la ebriedad solía envalentonarlas y sacar afuera los resentimientos por los abusos y maltratos de la regenta. Por el contrario, cuando ésta se embriagaba, tu trato adusto e imperativo cambiaba por otro casi materno hacia sus empleadas.

«BARRIOS ROJOS» DE SANTIAGO

Hubo vecindarios y calles donde la remolienda tomó posesión, contra el deseo de sus residentes, atrayendo mareas de clientes por las noches y toda una actividad comercial en torno a ellos: bares, garitos, tugurios, moteles, vendedores de bocadillos, comerciantes callejeros, etc. A veces, eran sitios peligrosos; ambientes violentos donde la muerte podía tocar de un momento a otro a los buscadores de amores furtivos.

También existieron burdeles muy centrales, casi islas en medio de la ciudad. Según la obra “Yo, Carlina X”, escrita en 1967 por Martín Huerta como biografía no autorizada de la famosa tía Carlina, ésta habría iniciado su vida como trabajadora sexual en un antiguo prostíbulo de este tipo, ubicado en calle Moneda 22, asumiendo por algún tiempo la administración al fallecer su regenta, conocida como la Mamy.

La tendencia era acumularse en barrios, si embargo. Estación Central, por ejemplo, existieron varios burdeles históricos, algunos de ellos de los primeros en acumularse con esta lógica de «Barrio Rojo». De los más clásicos es el que inspiró los escenarios que Edwards Bello incluye en “El Roto”, tras conocer el local hacia 1910, según su propia confesión, como vimos en otra entrada de este blog. La casita era regentada por una tal Ema Laínez en calle San Borja, altura 200. También se hallaban en el barrio alrededor de la Estación Central el burdel del Negro Carlos y el de la Ñaña, ambos en calle Maipú cerca de la Alameda. Según el folklorista Hernán Nano Núñez, la Ñaña era vecina al primer burdel propio de la Carlina, y quedaba a la vuelta de la casa de la Jovita, otro famoso antro de remolienda de entonces.

Un barrio bravo famoso por el rubro era el conocido como Los Callejones, al que quizás dedicaré algún futuro artículo. Quizás se trate del más importante «Barrio Rojo» de todos los que tuvo Santiago, ubicado en avenida 10 de Julio. Entre las calles Lira y Serrano, por ejemplo, se encontraba La Nena del Banjo, de quien ya hemos reproducido algo según lo recordaba el escritor Antonio Gil en un artículo suyo. La Lechuguina fue otro de los más famosos centros del sector Serrano, más o menos entre Copiapó y 10 de Julio, y con otras sucursales importantes en este vecindario y después el sector de barrio República. Ya hemos hablado de ella en otra entrada. También estaban La Guillermina, por ahí cerca; la Casa de las Siete Puertas más abajo, por el lado de la avenida, y la Casita de Rosa Vergara o «Tía Rosita» hacia San Francisco.

Vivaceta, el agreste y peligroso ex barrio de Las Hornillas, fue la sede de la mencionada tía Carlina, con el burdel disfrazado de boîte «El Bossanova», quizás la más famosa de todas las casas de remolienda de Chile por sus espectáculos en vivo, visitada por personajes nacionales e internacionales. Estaba por el 1200 de la avenida y, aunque comenzó con prostitución femenina, cambió después hacia lo que el músico de cumbias pícaras Hirohito, que con su conjunto tocaba allí algunas veces, definió en una oportunidad como las «minas con manilla» (transexuales). Y existió también en el barrio, por ahí por el 1400, la llamada Casa de las Palmeras, que tenía un par de palmas afuera donde las “niñas” se paraban en las noches coquetamente, tentando a los clientes. Ambas casas han desaparecido ya.

En el mismo barrio hubo una casa era de travestís y regentada por un homosexual apodado «Cabro Duquesa» o «Maricón Duquesa» por sus modales pretendidamente refinados y por las ropas femeninas exageradamente ostentosas que a veces se ponía en sus fantasías domésticas. Sobrevivió hasta los años ochentas, aunque algunos testimonios (que no hemos podido verificar) dicen que se cambió más tarde y ya en decadencia, a un oscuro localucho del barrio San Camilo. Otros datos que he recibido señalan que en realidad siempre estuvo en este último barrio. La verdad es que es complicado fundarse en los testimonios de la memoria de terceros, pues muchas veces los relatos no coinciden o inducen a errores, particulamente en este tema del que existen, por su propia naturaleza, escasísimos registros y documentación.

En la calle Eyzaguirre, por muchos años se concentró parte de la actividad en torno a oscuros y siniestros cabarets de vieja factura, como el de «La Ñata» Inés Irarrázabal, un lúgubre boliche alguna vez esplendoroso y cotizado entre intelectuales, que existió hasta mediados del siglo, más o menos, y que los viejos recuerdan como fachada para muchas actividades de las chiquillas «patines» del barrio en sus últimos años de existencia, actividad que tuvo cierta importancia en este barrio. Irónicamente, tras el cierre del local, parte de sus dependencias fueron ocupadas por un centro religioso protestante.

Por el lado de Gran Avenida hubo otros famosos burdeles, como El Imperio Romano, en avenida Las Brisas cerca de calle Alejandro Vial. Y conocidos locales de antaño fueron también la Vieja Hereje, la Chabela, el Cielo, la Pecho de Palo, la Lolo, la Tía Rosa San Martín, entre otros cuya ubicación exacta desconozco, por ahora.

BURDELES CON DISFRACES

Una de las primeras casas de remolienda que se convirtieron al camuflaje comercial para esquivar las restricciones y evitar la clausura por parte de las autoridades, fue el citado burdel de la tía Carlina, que logró mantener su actividad clandestina disfrazándose de boîte, treta que fue usada varias veces por otras casas. Lo curioso es que, en algún momento, la fama de los espectáculos de la Carlina superarían su fama y sus servicios como centro de prostitución.

El local de la Carlina fue rebautizado como Cabaret Bossanova y llegó a tener importantes visitas internacionales como público o como parte del show. También comenzaron en esta época las presentaciones de unos travestis que vivían en la casa, fundadores de un exitoso grupo de revista llamado el Blue Ballet, y que dieron una característica al negocio parodiado años más tarde por el comediante Ernesto Belloni en su café concert “Los años dorados de la tía Carlina”.

Más cerca de nuestra época y con el rubro ya en decadencia, aparecieron pequeños locales aspirando también a operar con la fachada de centros de espectáculos. El Bar Ronnie, del que ya hablé en otra entrada, fue también un prostíbulo con disfraz de este tipo. Algunos lo describe como un siniestro antrito, ubicado en Nataniel Cox con la esquina de Tarapacá, pero que tuvo la virtud de existir hasta muy avanzados los años ochenta, superando a prácticamente todos los demás burdeles clásicos de la capital, disfrazado de bar y centro de celebraciones. Actualmente, local es ocupado por otro centro de amores furtivos, también vestido impostoramente de bar.

El «Place Pigalle», del empresario nocturno Padrino Aravena, ya está al final de esta línea de tiempo: estaba entre los lúgubres últimos prostíbulos populares que también sobrevivieron hasta los albores del siglo XXI, aunque su nacimiento es tardío, cuando la mayoría de los clásicos había muerto. He hablado de él en una entrada dedicada a las desaparecidas galerías subterráneas de Ahumada con Bombero Ossa. Se situaba desde mediados de los ochenta en la parte más interior de un desaparecido subterráneo que se internaba dos pisos bajo las entrañas de la segunda cuadra del Paseo Ahumada, entre Moneda y Agustinas, donde antes había estado la primera casa de los Entretenimientos Diana.

A diferencia de otros centros de oferta sexual ya asociados a la fase decadente de la remolienda, como el topless «Salamandra» de Merced o el alguna vez célebre «Unicornio» del llamado «Caracol de la Muerte» en calle Bandera, el «Place Pigalle» intentó mantener algo de falso glamour y elegancia, que en realidad siempre fue artificial. Las «niñas» paseaban y bailaban esperando que algún cliente la invitara a alguna de las llamadas copas damas, mucho más caras que las corrientes y con algunos derechos especiales incluidos.

La tendencia a disfrazar lugares de prostitución aún sobrevive en el comercio: conocidos son los casos de topless, cabarets, shoperías y cafés con piernas que no son tales, sino fachadas de oferta sexual. Sin embargo, el ambiente clásico del burdel antiguo desapareció de todos estos ejemplos, subsistiendo sólo algunos elementos de la jerga y uno que otro detalle proveniente de la prostitución más «romántica».

EL OCASO DE LA VIEJA REMOLIENDA

Como se sabe, las restricciones republicanas a las actividades de prostitución datan casi de principios de la vinda independiente de Chile, con leyes que intentaban mantener la moral pública y reprimir los comportamientos indecorosos, incluyendo las fiestas, ingesta de alcohol y proliferación de las chinganas, en algunos casos más severamente que en los tiempos de la Colonia.

Sin embargo, durante el siglo XX hubo una gran cantidad de acontecimientos acumulativos, donde se hizo clara la intención de las autoridades de erradicar las casas de remolienda que aquí he llamado como la «romántica», de la realidad nacional. Uno de ellos es la Ley Nº 11.625 de Estados Antisociales, aprobada el 4 de octubre de 1954. Nacida como proyecto en el gobierno de Gabriel González Videla y promulgada en el segundo mandato de Carlos Ibáñez del Campo, esta ley tenía un fuerte acento moralista frente al comportamiento público y contra la delincuencia, que obligó a muchas de las casas de remolienda a adaptarse a las restricciones adoptando los giros decorativos que hemos descrito, para poder seguir operando de manera clandestina como prostíbulos. No fue la única persecusión ni la peor: de hecho, en algunos casos ni siquiera se necesitó respaldo legal para proscribir y demoler lupanares.

Con algunos altos y bajos, las restricciones pasaron por estos períodos de persecución y barrios completos fueron intervenidos. Para inicios de los años sesenta, muchos de los más famosos e históricos prostíbulos ya habían desaparecido. Hubo medidas bastante duras que se tomaron todavía en los años setenta, involucrando clausuras abruptas de locales y la señalada demolición de las ex casas de huifa. Se acabaron así los clásicos burdeles de Los Callejones y barrio San Camilo.

En honor a la verdad, gran parte de la delincuencia y la criminalidad, efectivamente, ya estaba asociada a estos centros, en aquella época. Eran conocidos los movimientos de figuras del hampa como el Walo, el Negro Carlos, el Rucio Bonito, el Cabro Eulalio o el Zapatita Farfán, pareja de la tía Carlina, en el ambiente del tráfico de droga y otros delitos. Armando Méndez Carrasco retrata algo de este escenario en su libro «Chicago chico».

Al contrario de lo que, en algunas ocasiones, se ha sugerido con alguna pizca de sesgo político, respecto de que fue a principios de los ochenta y con los famosos “toques de queda” que esta época dorada de los burdeles santiaguinos se acabó, salta a la vista que estas restricciones a la vida nocturna sólo constituyeron el golpe de gracia para la tradición de las casitas de huifa, que ya habían entrado en su fase de decadencia desde mucho antes, probablemente desde inicios de los sesenta, pasando a transformarse en formas de prostitución callejera corriente y con frecuencia asociadas al señalado tráfico de drogas.

Cabe señalar que, hacia los últimos días del régimen militar, muchas prostitutas salieron a protestar contra las restricciones en el sector de San Martín y Amunátegui llegando a Mapocho. Hoy, sus viejos lupanares y los hoteles donde se sostenían, han desaparecido y sus cuadras lucen en ruinas, como una ciudad bombardeada. Pocos años después, ya en democracia, un horrible crimen pasional en el burdel de la Tía Claudia puso el definitivo final a la época de esta actividad en calle Esmeralda, junto a la Posada del Corregidor. La casona fue demolida, al igual que el hotel «Elitte» del frente, siendo reemplazados por un restaurante y un edificio residencial, respectivamente. La prostitución que sobrevive tristemente en esta calle es una huérfana, sin casa propia.

Sólo algunos pocos burdeles populares llegaron así a raspar la proximidad del final del siglo XX, como vimos, siempre enmascarados como cafés, boîtes o cabarets. A diferencia de lo que sucede en Valparaíso, donde la vida marinera y bohemia ha dado un poco más de aire de vida a este tipo de burdenes «romáticos», en Santiago hoy quedan sólo algunos lastimosamente vivos, con mujeres gordas, tatuadas y cansadas, que en nada recuerdan a esa época perdida en la historia de la ciudad.

Desde ahí en adelante, el rubro se refugió en salas sombrías de luces cósmicas, o bien en las más refinadas “agencias” para público más pudiente. De la antigua casa de remolienda, con sus recuerdos e historias, sólo quedarán unos que otros casos casi inconexos ya, como verdaderas excentricidades más que ejemplos de algo histórico. Al desaparecer las casonas de lujuria, además, en algunos barrios debieron organizarse espontáneamente algunos grupos de vecinos que intentaron rescatar de la marginalidad a los niños hijos de las prostitutas que quedaron desposeídos con el derrumbe del rubro, procurándoles alimentación y escolaridad con ayuda de comunidades religiosas de las iglesias de cada barrio.

Fue el final para nada feliz de una historia de risas y dolores, de placeres y sufrimientos, en la epopeya de los viejos burdeles de Santiago durante toda la última centuria.

Fuente: Urbatorium

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