Un Regalo para la Gata de López, de Cristián Bustos. Carmen Gloria colocó la cartera sobre su silla y esperó resignada…
¡Hola, López!, sonó con estruendo esa voz aguda que como un timbrazo la remecía todos los días, a cualquier hora y, sin causa alguna; el sonsonete impactaba en sus tímpanos y le martillaba el cerebro con ese hola López, hola López… Habituada, sus oídos se movían cual radares esperando el cántico inmisericorde de esas dos palabras que le arrebataban su dignidad sin razón alguna.
No es que hola López fuera un saludo amigable o el puente a través del cual nace una comunicación. Todo lo contrario, era un ritual impuesto sin causa aparente. Una manera pueril de ejercer el poder en su versión más sibilina y propia de aquellos miserables que siendo unos Don Nadie, avasallan a quienes se encuentran en la base de la pirámide.
El poder por el poder; que en este caso, era una voz aflautada, en tono bufonesco, que aludía a su apellido que no tenía nada de raro, pues ni siquiera permitía dobles lecturas como Cabezón, Seisdedos, Llorones, Pequeño o Vaca, que sí justificarían la burla, como para que ese sádico la apaleara todos los días con el cántico de hola López… hola López…
¿Qué tenía ella que hizo que este sujeto la observara con curiosidad cuando ingresó a esa oficina el 24 de junio de 1996?
Nadie lo supo jamás; pero bastó que cruzara el dintel, para que con una sonrisa la recibiera con breves palabras: -López… así que usted es López.
Ella asintió con la cabeza y su vista recorrió la oficina de cristales templados, con separaciones rudimentarias, donde casi al final del pasillo había una mesa con un computador cubierto por una descolorida carpeta de cuero, que sería por más de dos décadas su frágil refugio para escapar de este hombre que le arruinaba diariamente la vida.
Caminó mientras sentía que a su espalda la observaba con esos ojos burlescos que pestañeaban más de la cuenta. Tuvo un mal presentimiento que con el tiempo terminó por convencerse que aceptar ese empleo había sido la peor decisión de su vida y el inicio de un castigo inmerecido e inexplicable.
A partir de ese maldito día el estribillo estúpido de hola López, hola López… la martirizaba una y otra vez. Ella, asustada, giraba sus enormes ojos que lo veían omnipotente desde su puesto de la jefatura.
A lo mejor era su imaginación, pero su sola presencia la cohibía y él que se mofaba gesticulando con ese bigote negro de escobillón que las más de las veces guardaba restos de comida.
El desgraciado, siempre lograba su propósito, la hacía temblar con esa sonrisa mefistofélica y esa cara sonrosada e hinchada como un puerco.
Hola López, hola López… no se cansaba de repetirlo todo el día. Ya sabemos que no era para saludarla, sino que para hostilizarla, al grado que una mañana contó las veces que se lo dijo y fueron 17, –quizá, probando hasta qué grado podría soportarlo-. Y ella, derrotada, humillada y sintiéndose un gusano, aguantaba y aguantaba.
Varias veces pensó enfrentarlo –pero qué apocada se sentía-, y no se atrevía. Definitivamente, le temía. Lo veía como un ser demoníaco, que la única razón por la que estaba en este mundo era para hacer sufrir y ella intentaba encontrar una explicación hasta religiosa que debía cargar esa cruz que Dios le había impuesto.
Así pasaron los años y cada vez que llegaba se reclinaba sobre el escritorio y sin levantar la vista transcribía esas gigantescas fichas para el Departamento de Rol Industrial, que emitían los certificados de las nuevas patentes industriales.
Un trabajo monótono, que asumía como inevitable en una vida sin prisa ni grandes ambiciones, y que sin ser bien pagado, al menos le permitía vivir sobriamente e incluso ahorrar para las vacaciones. Todavía recordaba ese viaje a Los Muermos, al otro lado de la frontera, cuando con Gracia estuvieron 5 días en esos baños termales. Fueron, sin duda, las mejores vacaciones de su vida.
Después todas las demás tenían algo de rutinario, viajando antes de Navidad a Santiaguillo a visitar a los únicos familiares vivos, su tía Esperanza y su marido, quienes a los 12 años la habían recibido en su casa, tras la muerte de su madre Elena.
Desde entonces fue una vida solitaria, que como única distracción tenía la misa dominical, porque durante la semana estudiaba y vivía donde las monjas, donde nunca destacó en nada que no fuera su buena conducta y sometimiento a las habitualmente absurdas reglas que imponían las religiosas, como por ejemplo en Semana Santa, les impedían hablar a las internas entre ellas o tener que rezar en voz alta todas las noches tres padres nuestros y tres ave maría.
La vida en la ciudad no logró sacarla de su ensimismamiento. Una timidez paralizante, le impidió relacionarse sentimental y socialmente en esos ya largos años de residencia a donde viajó cuando la tía Esperanza le indicó que ya había llegado el momento en que tenía que independizarse.
El único ser vivo más cercano era su gata Nata. Con ella en brazos solía caminar por el parque cercano al edificio donde vivía desde hacía 14 años. Su único bien adquirido con ahorros y una austeridad encomiable que se vio compensada en ese espacio de no más de 80 metros cuadrados, pero que era su refugio cuando escapaba del calvario de la oficina y de ese maldito jefe que la atormentaba con el hola López, hola López.
Nata saboreó esos interiores y maullando pidió más. Estaba gorda y con su pelaje gris blanquecino hermoso e iluminado. Se notaba que era la receptora de todos sus afectos, mientras ella con una de sus manos recorría el lomo del felino y la recriminaba amorosamente por golosa.
Los ronroneos continuaron hasta que se levantó y fue nuevamente al refrigerador donde sacó otro trozo más de carne. Al pasar frente al balcón observó la cúpula del edificio de la oficina. Conocía de memoria el trayecto de seis cuadras e interiormente sentía una inmensa satisfacción al sacar la cuenta de que en los más de 20 años de trabajo, había faltado solamente 8 días por rebeldes resfríos.
Todo habría sido maravilloso sino fuera por esa maldita bocina, por esa rata infesta, por esa penitencia infernal que comenzaba a sentir desde el momento mismo de cerrar la puerta del departamento. El estómago se le apretaba, un ardor le recorría como una flama el esófago que la quemaba por dentro. Sus manos sudaban y las secaba con un pañuelo que siempre llevaba en la cartera, mientras un pequeño temblor de manos la acompañaba o era lo que ella había comenzado a detectar los últimos meses.
Hola López, hola López, le gritaba el canalla desde cualquier lugar donde se encontrara. Hola López, hola López, machacándole los oídos de pie en el pasillo, mientras ella avanzaba hacia su escritorio apurando lo más que podía la marcha. Los demás que trabajaban en la oficina sonreían con lástima. Pero nunca hicieron nada por ayudarla.
Ella caminaba esos metros interminables que la separaban desde la puerta de entrada hasta la silla donde solía sacarse el abrigo, colgar la cartera y mirar siempre para abajo, antes comenzar a transcribir las fichas, hasta que la voz se iba atenuando.
¡Cuánto lo odiaba!, pensó, mientras terminaba de desmenuzar los trozos de carne, que Nata comería mientras maullaba y se restregaba con el dorso en sus piernas. Concluyó que la comida debiera durarle no menos de una semana, porque esos interiores fueron elegidos con el amor que sólo ella podía entregarle a su gata.
El aniversario de la empresa fue una ocasión inmejorable para una convivencia entre los diferentes departamentos. Carmen Gloria no se dio cuenta cuando fue quedando desocupado el piso hasta que se vio sola. Bajó un nivel para ir a su escritorio a recoger la cartera que había guardado con llave en un cajón. Lo vio en la oficina y extrañamente él no le dijo nada. Casi se detuvo sorprendida esperando la maldita letanía… Y nada.
Advirtió que estaba tan borracho que casi no podía levantarse del asiento. De vuelta y buscando la salida con la mayor discreción volvió a mirarlo…
El zumbido que por años la humilló se había transmutado en un ronquido gutural. Los vahídos del alcohol impregnaban el ambiente y el labio superior que siempre levantaba para emitir ese rugido agudo con el cual entonaba el hola López, hola López, caía pesadamente sobre el inferior.
El cuerpo reclinado, la camisa desabrochada con la corbata colgando y los pantalones arrugados, lo mostraban en una expresión deplorable, lastimosa y detestable.
Carmen Gloria caminó al ascensor y escuchó: ¡Hooolaaa… Lóooopeeeez!
En realidad, nunca supo si realmente fue lo que oyó. O a lo mejor esa tortura de años ya la tenía grabada en su cerebro que se activaba ante cualquier estímulo relacionado con su aborrecible presencia. Un sonido que como un acto reflejo podía hacerla sentir el martirio sin que hubiese necesariamente ocurrido.
Carmen Gloria dudó por unos instantes si efectivamente él había pronunciado o no esas palabras. Sobre todo, al ver que continuaba con sus ronquidos que brotaban desde el intestino a la tráquea y se evacuaban en oleadas por su boca abierta y desde donde manaba también un hilo de saliva que lo hacía verse aún más repulsivo.
Nata, saboreó el platillo. Su lengua escarbó el receptáculo hasta que levantando su cabeza peluda en abanico con esos filudos bigotes volvió a maullar. Más que suficiente, -le dijo- abrazándola desde la parte baja del lomo y atrayéndola firmemente hacia el pecho. Nata afirmó la cabeza en su hombro y ella se preguntó cómo fue tuvo las fuerzas para levantarlo de la silla, bajarlo abrazada por el ascensor y llegar con él hasta el sótano. De algo sí estaba segura, nadie los vio.
Al salir del ascensor el maldito despertó y le habló sonriendo hoooolaaaa… Lópeeez… expulsando un fuerte tufo etílico que la hizo voltear con asco la cara, mientras él la miraba con una mueca burlesca.
Ella lo soltó y se desplomó como un saco de papas sobre un radiador de la caldera. Tomó la pala del carbón y de un golpe lo decapitó. El impacto fue tan fuerte en el cuello que el giro en redondel continuó tras atravesar el cuello y terminó estrellándose en uno de los tubos de la caldera, sacando chispas, sonando fuerte y seco y cayendo la pala violentamente al suelo.
Abrió la cartera – no lo recordaba bien, pero así tiene que haber sido- metió la mano buscando ese cuchillo que siempre llevaba para cortar flores silvestres del parque. Lo clavó diez y hasta cien veces en la bestia que en cada puñalada, su cuerpo emitía ruidos cuando la hoja penetraba por las carnes.
Estaba tan asustada que llegó a pensar que en cualquier momento despertaría de esta pesadilla y que esa cabeza que colgaba apenas del tronco por unos hilos filamentosos de la cervical, se enderezaría y lo peor vendría con esa voz que tendría que volver a escuchar una y mil millones de veces. Imaginar y sentir que no podría librarse jamás del hola López, hola López, la llevó a intensificar las estocadas que penetraron a un ritmo cada vez más frenético.
Ya no podía arrancar de ese baño de sangre que corría por el suelo manchando las baldosas, manando desde el tórax y costillas principalmente. La camisa blanca del maldito ya mostraba grandes tintes rojizos, entre esas luces que destellaban y se encendían y apagaban en su cerebro. Tenía que estar segura: le abrió el pecho y sacó su corazón. No sabe cómo lo hizo pero lo envolvió en el pañuelo.
Luego, levantándolo de los pies, abrió la tapa de la caldera y con lo que le quedaban de fuerzas y lo empujó a la llamarada. Allí quedó asándose. Temblaba manchada en sangre.
Calcular cuánto tiempo estuvo tirada ahí es imposible. Durmió un rato reclinada entre el muro y las baldosas, hasta despertar y darse cuenta que debía sacarse la ropa y arrojarla al fuego.
Quedó solamente con el abrigo. Limpió las salpicaduras de sangre con una manguera y fregó también el piso por un largo rato, sin tener conciencia del tiempo, hasta que no quedara una mancha.
La oscuridad de la calle le confirmó las muchas horas que estuvo en el sótano. Sintió frío porque el abrigo, además de húmedo, era lo único que la cubría. Felizmente, casi no había gente en las calles. Se arropó lo mejor que pudo y caminó rápido esas seis cuadras que la separaban de la casa hasta llegar al departamento, donde se tendió sobre la alfombra y cerró los ojos.
Tenuemente una luz comenzó a dibujarse entre los ventanales. Amanecía y vio que desde la cartera que había dejado sobre la mesa de centro afloraban manchas de sangre.
Envuelto aún en el pañuelo, el corazón goteaba por sus venas arteriales. Lo sacó cuidadosamente y en sus manos sintió que aún latía -¿sería posible, Dios mío, se preguntó?- y casi estuvo a punto de soltarlo y correr.
Respiró profundo. Hizo un gran esfuerzo para tranquilizarse. Giró la llave del lavaplatos y lo lavó…
El chorro empapó sus manos en ese líquido rosáceo que escurría entre los dedos. Después tomó un sartén y comenzó a freírlo.
El crepitar del aceite con la carne y la humedad arrojaban gotas al aire. Miró a la puerta de la cocina, se puso el delantal blanco que usaba para cocinar.
Miró a Nata, que tendida desde el sofá, la veía excitada con sus ojos que se abrían y cerraban al sentir los primeros olores de la carne que entraban a dominar la escena.
Ya estará lista tu comida, ten paciencia- le gritó-.
La gata pareció entender y de un salto ya estaba en la cocina.
Su cuello levantado parecía extasiarse con ese olor a carne de parrilla que aceleraba sus jugos gástricos. El corazón hervía e iba adquiriendo un tono café que ella se encargaba de voltear repetidas veces con una espátula de palo.
Cuando ya estaba en su punto, apagó la llama. Una tapa de olla cubrió el sartén y el chisporroteo del aceite al ir enfriándose se sintió más fuerte.
Los aromas invadieron la cocina y cruzaron hacia la sala de estar. Nata maullaba y la apuraba con sus movimientos del cuerpo y la cola levantada que mecía como un péndulo.
Carmen Gloria se sentó en el sofá de la sala y la gata saltó a sus brazos. Desde la cocina el olor de la carne asándose auguraba que vendrían horas de felicidad.
Una alegría plena la embargaba y oyó un susurro cada vez más lejano, que decís hola López, hola López… y se consumía lentamente al fuego.
(*) Periodista. Cuento entre los ganadores del concurso Vitamayor, para mayores de sesenta años, 2019.