Durante las últimas semanas y con la connivencia de los principales medios de comunicación nacional, se ha presentado el status energético (eléctrico) chileno casi a las puertas del apocalipsis. Se pronostican apagones, alzas en las tarifas, pérdida de competitividad y un futuro a oscuras. Lo grave no sólo es la dramática situación eléctrica descrita sino el lenguaje y cuñas utilizadas: “transversalidad”, “técnicos”, “expertos”, etc.
Esto se explica esencialmente por dos razones: la supuesta amplitud ideológica de las advertencias catastróficas y la también supuesta calidad de los argumentos, con lo que se descalifica cualquier respuesta que se desmarque del statu quo.
Así, se presenta como única solución mejorar el actual modelo de desarrollo eléctrico y esencialmente los procesos de aprobación de proyectos, lo que coincide con la agenda de las empresas eléctricas controladoras del mercado. En resumen, el mismo modelo basado en la expansión cuantitativa de la oferta con tecnologías convencionales.
¿Será necesario señalar que la mayoría de quienes promulgan y promueven este apocalipsis y soluciones ad-hoc, no sólo callan una larga lista de opciones distintas, propias de la gran mayoría de los países de la OCDE, sino que además por décadas han participado en la creación y/o implementación de la actual política energética (eléctrica) chilena y por ende responsables de sus aciertos y fracasos?
¿Cuál apocalipsis?
El país vive un periodo complejo en el tema energético y no sólo eléctrico, pero por razones distintas a las esbozadas por los sectores aludidos. Tal como se aprecia en el Balance de Energía (BE) publicado por el ministerio del ramo en 2011, Chile hoy es más vulnerable y dependiente que años previos: nuestro país importa más energía, paga más por ella y lo que es peor, tarda en adoptar soluciones que enfrenten de manera eficaz el reemplazo de hidrocarburos (más del 80% de nuestra matriz) que no poseemos y que además se agotan.
Acorde a cifras del Ministerio de Energía, el aumento de precios y tarifas en estos últimos 20 años supera el 10% al año en el caso de los derivados del petróleo y 6% en el caso de la electricidad. Paralelamente, las cifras del Ministerio del Medio Ambiente muestran que el costo en salud pública y privada por partículas asociadas al uso de la mala leña (húmeda) supera los US$ 4.000 millones, calificando de zonas saturadas y/o latentes a más de 30 ciudades del centro/sur de nuestro país. La leña, acorde al BE, cuenta por aproximadamente el 59% del consumo energético de los hogares chilenos en promedio, y más del 70% desde la VI a la XI Regiones.
El actual y los últimos gobiernos del país no han perdido oportunidad alguna para firmar cuanto tratado ha surgido de manera de frenar el aumento dramático de los gases de efecto invernadero (GEI).
Lo que extraña es que la matriz energética chilena, en especial en el ámbito eléctrico, es una de las que acusa el mayor aporte per cápita a los GEI en la región. Más aún, se exacerba esta incongruencia al aprobar incansablemente centrales termoeléctricas a carbón; sin duda, una figura de doble estándar escandalosa.
Tal postura ha sido justificada por organismos patronales y universidades nacionales, que en la prensa nacional presentan argumentos que van desde la negación del cambio climático, hasta la falta de responsabilidad de los países desarrollados.
No obstante estos serios y graves problemas, además de muchos otros temas relevantes que por razones de espacio omitimos (ENAP virtualmente quebrada, acotada investigación y desarrollo en energía, entre otros), no están en la agenda ni de las empresas controladoras de los mercados ni de aquellos que constantemente nos recuerdan que estamos ad-portas del apocalipsis eléctrico.
Falta de política energética
Todos y cada uno de los problemas antes mencionados, son el resultado del modelo implementado en Chile desde hace más de tres décadas. La experiencia de privatización de la industria eléctrica en el mundo ha sido al menos controvertida. No existe consenso acerca de sus reales impactos. Ni en términos de innovación ni de disminución de costos y simultáneamente, de un mejor acceso, comparado por ejemplo con la desregulación de las comunicaciones.
Chile es un claro ejemplo de implementación de un mercado eléctrico que no garantiza precios competitivos. En países como Gran Bretaña, contemporáneo a nosotros en la privatización de los sistemas eléctricos, se han realizado al menos en dos ocasiones cambios profundos a lo largo de tres décadas.
Por ejemplo, una diferencia radical con nuestro país es que UK estableció serias restricciones a la proliferación de centrales a gas natural ante la posibilidad de falta de suministro, pese a que eran productores. Chile en cambio, que carecía de gas natural (lo de Magallanes era insignificante y hoy casi inexistente), las fomentaba. Los responsables de nuestra política eléctrica designaron al corte de gas natural argentino como culpable de nuestros subsecuentes problemas eléctricos y de racionamiento.
Chile carece de política energética e incluso de política eléctrica. Lo importante en un mercado eléctrico como el chileno es vender y consumir MWhs, sin importar en qué ni cómo se usen. Con ese objetivo, una política de oferta eléctrica basada en la expansión física del sistema es perfectamente funcional por errada que sea.
Surgen dos preguntas fundamentales que pocos promulgadores del apocalipsis se hacen respecto de esta política de oferta: ¿a qué costo? y, ¿quiénes han recibido el beneficio realmente?
La respuesta a la primera pregunta está a la vista: poseemos las tarifas eléctricas más caras de Latinoaméricay una de las más caras del mundo, severos impactos ambientales y uno de los principales aportadores de emisiones de GEI, partículas y precursores de ozono troposférico, crisis eléctricas y riesgo de racionamiento cada 5-10 años, fenómenos que forman parte de una lista negativa más larga aún.
La respuesta a la segunda pregunta es que ciertamente no es el ciudadano, el medio ambiente o la industria nacional, ésta última, que ha visto perder competitividad al verse expuesta a tarifas cada vez más altas.
Los grandes beneficiados de este actual modelo son precisamente las empresas eléctricas, cuyas rentabilidades han crecido sistemáticamente durante los últimos 30 años.
La conclusión que se impone y que eluden los responsables de las políticas de oferta eléctrica es que los altos costos de esas tarifas son el resultado natural de la elevada concentración y falta de competitividad del mercado eléctrico chileno.
Tan bueno ha sido el negocio que pese a sismos, sequías, crisis asiáticas o europeas o económicas de cualquier tipo, las rentabilidades se mantienen sostenidamente al alza en Chile; superando holgadamente, tasas normales de rentabilidad en estos mercados a nivel mundial.
De no asumir –los responsables de la política energética así como las empresas– los necesarios cambios tecnológicos, de instaurar nuevos modelos de negocios (en que ganen todos) y en suma, de nuevos esquemas de funcionamiento de los mercados, nuestros hijos y nuestro medio ambiente pagarán cada vez más por la energía que requerirán.
Salvo que la ciudadanía utilice su legítimo derecho de movilización tal cual lo ha hecho contra Hidroaysén, las centrales a carbón y la nucleoelectricidad.
ERNC: ¿caras?, ¿marginales?
La falta de visión queda de manifiesto al evaluar la propuesta de las eléctricaspara las eléctricas y asumidas por los medios de prensa, las organizaciones patronales y los expertos dispuestos a justificar tales propuestas: mega proyectos de tecnologías convencionales de lo que sea (mega-centrales hidroeléctricas, grandes centrales térmicas e incluso centrales nucleoeléctricas que lejos de “solucionar” los desafíos de suministro, de costos y ambientales agravan el problema).
La falta de visión y sesgo es incluso más evidente al mencionar, si es que se mencionan, la lista de opciones asociadas a las Energías Renovables No Convencionales (ERNC), la eficiencia energética, redes inteligentes, micro redes, cogeneración, como opciones marginales o sólo de interés académico a nivel nacional.
En el caso de las ERNC, éstas son descalificadas incansablemente por sus supuestos altos costos y desafíos técnicos debido a la intermitencia y no despachabilidad.
Sin embargo la realidad es otra. Todas y cada una de estas tecnologías y esquemas son alternativas técnica y económicamente viables en la actualidad.
Un dato: de los 208 GW de potencia que se instalaron durante 2011 en el mundo, más de la mitad (116 GW) correspondieron a energías renovables (se excluye grandes centrales hídricas).
La cantidad total de producción eléctrica de ERNC instalada en el mundo produce 6.300 mil millones de kWh, más del doble de lo que producen las 439 centrales nucleares en servicio. Irrefutable. El mundo va sin duda en otra dirección que aquella que sugieren las eléctricas.
Eficiencia energética: una opción insoslayable
En el caso de la eficiencia energética (EE) el sesgo ideológico es peor aún. Acorde a estudios nacionales, las potencialidades de ahorro por sectores son elevadas pudiendo aportar en el caso de la electricidad, entre 15 y 20% del consumo base de energía. Los beneficios adicionales además, hacen de esta verdadera fuente de energía insuperable en términos de opción económica, energética, política y ambiental.
Un estudio realizado por la Universidad Federico Santa María y de Chile estimó un menor gasto en generación de alrededor de $9.500 millones para el período 2010-2020; una reducción de un 20% de consumo de energía y una reducción significativa de costos ambientales a nivel local y global.
El impacto y rol central de la EE es reconocido por las grandes potencias. En palabras textuales del nuevo secretario de energía de los Estados Unidos, Ernest Moniz:“Realmente no veo soluciones a nuestros problemas energéticos y ambientales sin un activo rol de la demanda, es por esto que es lógico enfocarse en eficiencia energética“.
Un ejemplo de dichos impactos es el estado de California en Estados Unidos. Tales esfuerzos de política deliberada en EE han logrado tarifas eléctricas más bajas, la necesidad de un menor número de nuevas centrales de generación y un estancamiento en los consumos per cápita de electricidad respecto al resto de los Estados Unidos.
A diferencia de los países de la OCDE, Chile carece de política de uso eficiente de la energía; ello se manifiesta en un presupuesto anual decreciente para este ítem, ausencia de metas globales, sectoriales y de instrumentos impositivos, de fomento u otros que orienten e incentiven las inversiones en este ámbito.
En ausencia de una política de EE el consumo de energía por unidad de producto se mantiene o aumenta, nuestra dependencia se profundiza y nuestra competitividad se deteriora.