viernes, noviembre 22, 2024
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La Díscola Relación entre la Sociedad chilena y las Fuerzas Armadas

por Horacio Larraín (*)

Es lícito preguntarse si lo ocurrido el 11 de Septiembre de 1973, puede ocurrir nuevamente. En términos generales, raras veces se repiten de la misma manera las circunstancias que originan un hecho histórico.

Sin embargo, es insoslayable la similitud de motivaciones y acciones que rodearon los acontecimientos en 1891 y en 1973.Tanto las relaciones político-militares como las cívico-militares han pasado por diversos puntos álgidos en los últimos 120 años de la historia nacional.

Entendemos por relación político-militar aquella que se establece entre las elites políticas y los altos mandos militares. Por relación cívico-militar se entiende un concepto más amplio que el anterior y, por lo tanto, más difuso y que tiene que ver con el nexo que se establece entre las fuerzas armadas y la sociedad civil.

En ambos casos es difícil calificar de manera precisa la calidad e intensidad de tales lazos. La relación que establecen los altos mandos castrenses en un determinado lapso puede ser buena con un sector de la elite política y, al mismo tiempo, no tan buena con otro sector. Asimismo, la relación de las fuerzas armadas con la sociedad civil puede variar dependiendo del estamento social con el que se vincula.

En las democracias maduras las fuerzas armadas son esencialmente obedientes y no deliberantes, como lo señala puntualmente la Constitución para el caso chileno. No pueden pronunciarse políticamente ni tomar partido por ningún sector en particular. Su misión específica es la defensa del país en contra de una agresión externa con el propósito de permitir el cumplimiento de los objetivos nacionales.

Sin embargo, desde la Revolución de 1891 hasta nuestros días, las FF.AA chilenas han jugado un rol político que va más allá de su función de defensa de los intereses de la nación en contra de una amenaza exterior. Con variado grado de intromisión, han sido actores relevantes en el devenir del desarrollo político y económico.

Algunos historiadores señalan que lo anterior tiene su origen en un proceso de modernización llevado a cabo por el Ejército en los años posteriores a la Guerra del Pacífico, evolución conocida como la “prusianización”.

Si bien la idea original prusiana, la de Clausewitz, Gneisenau y Scharnhorst, era la de un sólido lazo entre el pueblo y su ejército, este concepto dio un vuelco radical con el advenimiento del Kayser Guillermo II al trono de Prusia en 1888. En el ambiente militar del pequeño círculo castrense que rodeaba al monarca, dominaba un profundo desprecio por el Parlamento, el movimiento obrero y el socialismo, a los que se calificaba de antipatriotas y de enemigos del ejército.

Fue en ése período, en el que dominaba el ambiente mencionado, que el Gobierno del Presidente Santa María inició los primeros contactos con oficiales alemanes, para dar paso a la reorganización del Ejército chileno. La delegación de instructores fue encabezada por el Capitán Emilio Körner, prestigiado oficial de estado mayor, educado en la Academia de Guerra de Berlín, quién pasó a desempeñarse como instructor y subdirector de la Escuela Militar.

En 1891 parte de la Escuadra, aliada a un grupo de parlamentarios y a núcleos plutocráticos ligados al capital internacionalizado, organizó un alzamiento en contra del gobierno del Presidente Balmaceda, quien impulsaba medidas nacionalistas que afectaban los intereses de poderosas empresas extranjeras en el país, en especial firmas inglesas operando en el área de explotación del salitre, la principal riqueza del Chile de la época.

En esa oportunidad las FFAA se dividieron, permaneciendo la mayor parte del Ejército leal al Presidente. La facción proclive al proceso de modernización estilo prusiano se sumó al bando contrario. Körner se desentendió de su contrato con el gobierno y viajó secretamente a Iquique en Mayo de 1891 y asumió como jefe de estado mayor de las fuerzas rebeldes.

Concluida la guerra civil a favor de los insurrectos, se estableció un régimen mal llamado parlamentario, ya que fue más bien un sistema presidencialista debilitado ante un parlamento poderoso manejado por la oligarquía, administración que haría crisis a principios de la década de 1920.

El acto más sangriento y repudiable de este nuevo Ejército de corte prusiano lo constituyó, sin duda, la masacre de le Escuela Santa María de Iquique.

Fue una matanza de trabajadores del salitre cometida en Chile el 21 de diciembre de 1907. Diversas fuentes afirman que fueron asesinadas entre 2200 a 3600 personas mientras que las cifras oficiales del gobierno de la época solo las sitúa en 126. Eran personas de diversas nacionalidades que se encontraban en huelga general y que fueron asesinadas por el Ejército mientras se alojaban en la Escuela Domingo Santa María del puerto de Iquique.

La tragedia acaeció en la época del auge de la producción salitrera en Antofagasta y Tarapacá, bajo los mal llamados gobiernos parlamentarios. La huelga —provocada por las míseras condiciones de trabajo y la explotación de los obreros— fue reprimida por medio del indiscriminado uso de la fuerza armada por parte del gobierno del presidente Pedro Montt.

El Coronel Roberto Silva Renard —al mando de las unidades militares bajo instrucciones del ministro del interior Rafael Sotomayor Gaete— ordenó reprimir las protestas. Las tropas acabaron con la vida de los trabajadores junto con sus familias y dieron un trato especialmente duro a los sobrevivientes.

En 1924, se produjo la primera manifestación de deliberación militar en lo que corría del siglo, conocida como “Ruido de Sables”. La oficialidad joven se organizó en contra de la clase oligárquica y del Congreso y apoyó al líder popular Arturo Alessandri Palma, quién había sido elegido presidente en 1920, pero enfrentaba toda clase de obstáculos para gobernar por parte de éstos. Se dictó una nueva Constitución en 1925 y la clase media advino al poder político con una incipiente participación del movimiento obrero. Todo este cambio de poder desde la oligarquía a la clase media se produjo con el apoyo de los militares.

El líder más destacado del movimiento de la oficialidad joven del Ejército fue Carlos Ibáñez del Campo (1877-1960), quién en 1927 asumió la presidencia y estableció un régimen autoritario entre 1927 y 1931. Luego de la caída de la dictadura de Ibáñez y tras varios cuartelazos y gobiernos provisionales, entre los que cuenta una república socialista encabezada por militares, Arturo Alessandri regresó al poder al ser elegido presidente por el período 1932-1938. La estabilidad constitucional se restableció.

Las relaciones político-militares y cívico-militares se deterioraron a tal punto durante la década de 1930 que sectores de la civilidad, mayoritariamente ligados a la derecha, formaron las Milicias Republicanas que llegaron a constituir una fuerza de unos 50.000 efectivos y cuya función fue la de evitar la intervención de los militares en política nuevamente. Una vez logrado el objetivo, las milicias se disolvieron.

Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, el prusianismo militar sufrió un duro golpe en vista de la derrota del régimen nazi en Europa. Al mismo tiempo, las elites políticas continuaban manteniendo distancia con los militares. En 1947 Chile firmó el Pacto de Río, materializado en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), una pacto militar defensivo a nivel hemisférico, organizado y dirigido por los Estados Unidos.

El aislamiento de los militares durante las décadas de 1930 y 1940, por una parte, y la incapacidad y/o desinterés de los gobiernos civiles para dar una dirección sustantiva a la defensa nacional durante las décadas de 1950 y 1960, por la otra, dio origen a una forma de autonomía de las FFAA al mismo tiempo que se reforzaba su relación horizontal y su dependencia del sistema interamericano mediante entrenamientos y entrega de material por parte de los Estados Unidos, a través del Pacto de Ayuda Militar (PAM). Esta relación incluyó, además del equipamiento del personal militar, su adoctrinamiento ideológico.

La carencia de una conducción medular de la política de defensa antes indicada y la escasa voluntad por asumir los gastos necesarios por parte de las autoridades civiles, redundó en un equipamiento anticuado entregado por el PAM y en una instrucción y entrenamiento orientado hacia la anti-insurgencia y anti-guerrilla, modalidades que poco tenían que ver con las hipótesis de guerra de la problemática defensiva chilena.

En plena Guerra Fría, durante el apogeo del castrismo y el guevarismo y acorde al espíritu de la doctrina de seguridad nacional norteamericana, se desarrolló el concepto del enemigo interno. Un adversario que intentaría subvertir el orden establecido desde dentro de la sociedad, sea por métodos violentos o por acción política institucionalizada.

Como los sujetos más propensos a constituir este nuevo adversario eran las fuerzas populares, las organizaciones obreras y los partidos socialistas y comunistas, se produjo así un encuentro de la doctrina de seguridad nacional con la antigua doctrina prusiana del Kayser Guillermo II, esta vez enmarcada en un entorno de Guerra Fría.

De este modo se verificó una contradicción entre la modalidad pluralista del régimen democrático chileno con el adoctrinamiento anti-marxista recibido por las FFAA a través del PAM. La Escuela de las Américas, localizada en Panamá, se transformó en el centro más importante de formación. Principalmente, aunque no únicamente, surgen desde aquí las técnicas de torturas que habrían de aplicarse a nivel continental a los oponentes civiles definidos como enemigos internos.

La práctica de torturas en las instituciones armadas, pese a estar prohibidas por la Convención de Ginebra, fue introducida junto a la doctrina de seguridad nacional en la década de 1960. No se le llamó tortura, se le designó con el eufemismo de “tratamiento de prisioneros”. Desarrollada en un principio por los franceses en Argelia, la “técnica” fue adoptada por la milicia norteamericana y aplicada en la Guerra de Vietnam.

Luego pasó a ser parte de la instrucción impartida a las fuerzas armadas hemisféricas, destacando la escuela brasileña. A la figura ideológica del “enemigo interno”, por tratarse de fuerzas no regulares, ya no serían aplicables las reglas de la Convención.

Fue así como algunos miembros de las FFAA chilenas recibieron instrucción y entrenamiento en las técnicas de tortura, las que posteriormente aplicaron de forma masiva a ciudadanos chilenos y extranjeros, luego del Golpe del once de Septiembre.

La relación político-militar durante el período 1960-1970 no había sido precisamente una de entendimiento. Sabido era que el Presidente Alessandri no era muy afín a los uniformados. Los militares habían desarrollado una intensa frustración y resentimiento respecto de las elites políticas, agravadas por las exiguas condiciones económicas en que vivía el personal militar.

Durante el gobierno de la Unidad Popular, la relación político-militar fue variando. En un principio causó impacto la llamada “Doctrina Schneider”, conocida en los días previos a la elección presidencial. Ante la pregunta de una periodista acerca de la actitud que tomarían las FFAA en caso de que fuera elegido el marxista Salvador Allende, el entonces Comandante en Jefe del Ejército René Schneider Chereau, manifestó el estricto apego de las FFAA a los preceptos constitucionales vigentes.

Declaración que le costó la vida pocos días más tarde de manos de un comando de extrema derecha que había sido organizado y equipado por la CIA. Con el intento de secuestro devenido en asesinato del Comandante en Jefe del Ejército se buscaba el alzamiento de las FFAA con el fin de impedir la asunción de Salvador Allende a la presidencia de Chile.
Según consigna el ex Embajador del gobierno de Richard Nixon en Chile Nathaniel Davis, en su obra “The Last Two Years of Salvador Allende”, página 9, tres sub-ametralladoras fueron despachadas “saneadas”[i] desde Washington para el propósito.

Al asumir el gobierno de la Unidad Popular, las relaciones político-militares eran relativamente normales, salvo ciertos marinos y militares de alto rango que fueron sorprendidos complotando y, consecuentemente, dados de baja de sus instituciones.

Se trataba nada menos que del jefe de la guarnición de Santiago de esos días, General Camilo Valenzuela. Entre los involucrados en el complot figuraban el Contralmirante Hugo Tirado Barrios y el Contralmirante José Toribio Merino Castro.

El Presidente Allende tomó en sus manos el manejo de las relaciones con las FFAA, actuando con mucha prudencia. Mantuvo en los cargos de Comandantes en Jefes institucionales a quienes seguían en la lista de antigüedad, en circunstancias que la práctica de anteriores presidentes era la de hacer una “limpieza” del alto mando castrense.

Corrió un albur, pero tuvo suerte con los comandos designados, el General Carlos Prats González y el Almirante Raúl Montero Cornejo, quienes fueron oficiales constitucionalistas leales con el Presidente hasta las últimas consecuencias. Pero no tuvo la misma suerte al permitir que el conjurado Merino Castro continuara en las filas de la Armada.

Aparentemente, bajo la influencia de la doctrina Schneider, la mayoría de la oficialidad aparecía como constitucionalista o institucionalista. El gobierno mostró mayor sensibilidad que los gobiernos anteriores respecto de las condiciones materiales del personal de la defensa y actuó en consecuencia. Las FFAA obtuvieron un equipamiento más moderno, que contrastaba con el material de desecho entregado por el PAM, mientras que las condiciones económicas del personal tuvieron sustanciales mejoras.

En un acto solidario, el gobierno sueco vendió al gobierno chileno un moderno crucero, que pasó a ser parte importante de la escuadra, aumentando por lo menos en un tercio el poderío de la flota. La transacción se hizo por el precio simbólico de un dólar. Las relaciones horizontales de las FFAA con el sistema defensivo hemisférico continuaron iguales, sin embargo.

El Presidente Allende, probablemente preocupado por dar garantías tanto a las elites políticas como a la sociedad civil de que su programa no tenía nada que ocultar, invitó a algunos altos mandos a ocupar sitiales en ministerios, es decir, en cargos políticos. No obstante, la medida de nombrar al General Prats como Ministro del Interior tuvo un carácter más bien de demostración de fuerza, en vista de la asonada de los gremios del transporte.

En cualquier caso, la incorporación de militares en el gabinete, si bien era una práctica que ya se había hecho por gobiernos anteriores, a nuestro juicio, esta vez constituyó un error. Ello dio pábulo para la crítica abierta al mando superior y para la deliberación política al interior de los consejos de almirantes y generales. Hay autores que advierten que el empleo de militares en asuntos internos a menudo los politiza. Este sería el caso.

Entre 1973 y 1990, salvo en los inicios del gobierno militar, el General Pinochet evitó incluir a militares en los puestos claves de decisión político-económica. Para ello se alió a un grupo de tecnócratas que ya tenían un programa de conducción económica, expresada en el libro “El Ladrillo”.

Una propuesta de modelo neoliberal que el 12 de septiembre ya estaba sobre el escritorio del Almirante Toribio Merino. Políticos civiles ocuparon cargos superiores en ministerios claves. De esta manera Pinochet construyó un muro de contención a la acción de los uniformados en el gobierno, evitó la participación del cuerpo de generales y almirantes en las decisiones de gobierno y el régimen militar terminó por ser una dictadura personal del General Pinochet, con el aval de las FFAA.

En el interregno, se verificó un deterioro profundo en las relaciones cívico-militares entre las FFAA y parte importante de la sociedad civil, sobre todo entre las capas medias y las más modestas de la población. Las organizaciones sociales y políticas de base fueron suprimidas y las represiones masivas a centros poblacionales fueron frecuentes, aspecto que ha sido ampliamente documentado.

Durante el proceso de consolidación de la democracia (1990-2005), tuvo lugar una relación político-militar tensa, jalonada por diversos episodios como el llamado Ejercicio de Enlace en 1990 y el Boinazo en 1993, ambos ligados a los procesos por dolo en contra del hijo mayor de Augusto Pinochet.

El juzgamiento y encarcelamiento de los cabecillas de los servicios de inteligencia de la dictadura, el apresamiento del General Pinochet en Londres en 1998. El juicio por enriquecimiento ilícito en que se vio involucrado el extinto dictador, conocido como caso Riggs. Todos estos acontecimientos pusieron en tensión tanto las relaciones político-militares como las relaciones cívico-militares. Algunos de estos hechos pusieron también en tensión las relaciones entre sectores de la sociedad civil.

Finalmente, las reformas constitucionales de 2005 dieron término al rol tutelar de las FFAA y definieron al Consejo de Seguridad Nacional como un organismo netamente asesor de la presidencia, sin derecho a hacer presente su opinión ante el Presidente ni recabar antecedentes de autoridades administrativas. Las Fuerzas Armadas quedaron definitivamente sometidas al poder civil.

Visión prospectiva

Es lícito preguntarse si lo ocurrido el 11 de Septiembre de 1973, puede ocurrir nuevamente. En términos generales, raras veces se repiten de la misma manera las circunstancias que originan un hecho histórico. Sin embargo, es insoslayable la similitud de motivaciones y acciones que rodearon los acontecimientos en 1891 y en 1973.

Para evitar que el estamento militar se salga del cauce normal de comportamiento que la fuerza armada debe observar dentro de un régimen democrático, existirían diversas formas de aproximar el problema. Nos referiremos a algunas.

En primer lugar, la necesidad de la toma de conciencia por parte de las elites políticas de que las FFAA son un instrumento al servicio de la nación en su totalidad, y no un recurso de última instancia para salvaguardar intereses parciales.

En segundo lugar, el establecimiento de un diálogo franco, claro y positivo en las relaciones entre las elites militares y las elites políticas. Ello se logra en parte mediante una legislación que determine claramente los roles, los alcances y los límites en el empleo del instrumento militar por parte de una administración democráticamente elegida. La comunicación fluida, la consulta y asesoría oportuna en el reconocimiento de la preparación y experiencia de los altos mandos es un factor coadyuvante a la buena relación político-militar.

En tercer lugar, la educación doctrinaria de los miembros de las FFAA en el aprecio y respeto a la institucionalidad democrática, en el convencimiento de que el ejercicio democrático no siempre es ordenado ni disciplinado, sino que está sujeto al juego libre de la contienda política por el poder, proceso que implica un conflicto regulado. La conducción política de una nación diversificada no es un problema que se resuelva entre mandantes y obedientes.

En cuarto lugar, la educación de la ciudadanía en la comprensión del importante rol que juegan las FFAA en el mantenimiento de la paz mundial y en la disuasión ante un adversario exterior que por la fuerza intente obstaculizar el cumplimiento de los objetivos nacionales. Los profesionales de las armas son gente preparada que asumen una importante responsabilidad, por lo tanto, deben ser acordemente remunerados. El discurso político populista de echar mano al presupuesto militar en desconocimiento de las necesidades de la defensa nacional no contribuye a una buena relación cívico-militar.

En quinto lugar, el Estado republicano democrático sólo reconoce y está sostenido por tres poderes: el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial. Este Estado cuenta con diversos instrumentos para dar cumplimiento a los objetivos nacionales, uno de ellos es el poderío militar. No existe el poder militar.

Finalmente, el cambio estructural desde el Ejército territorial al Ejército operacional, como así mismo, la creación de una estrategia conjunta predominante constituye, sin lugar a dudas, un significativo paso en la dirección correcta.

(*) Oficial de la Armada de Chile. Permaneció leal a Salvador Allende y a su juramento de obediencia a la Constitución y Leyes vigentes en Septiembre de 1973, oponiéndose al golpe militar. Actualmente es politólogo, Magíster de la Universidad de Chile, M.A. de la Universidad de Heidelberg, Magíster en Seguridad y Defensa de la ANEPE (Academia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos). Miembro del equipo editorial de RedSeca.

Fuente: Piensa Chile

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