por Eduardo Grenier Rodríguez.
Controlar el impulso de correr al banderín de córner y festejar allí, fundido a sus compañeros el momento de euforia, exige casi más sacrificio que la decena de kilómetros que el jugador de fútbol devora sobre el césped durante un partido.
Un gol sin abrazos es como un buen potaje de frijoles negros sin sal, o acaso como ir a la playa en pleno invierno.
Un despropósito de dimensiones gigantescas.
“No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”.
Recuerdo quedarme maravillado la primera vez que leí a Eduardo Galeano y sus conclusiones poéticas en torno a un deporte que amó profundamente. Esta frase, por ejemplo, es de esas que te cautivan.
Luego, cuando pasa el tiempo y llega al mundo alguna pandemia que cierra las puertas de las canchas a los hinchas, la puñalada que te pega descubrir tanta verdad, resulta dolorosa.
Tenía mucha razón el maestro. En pocos sitios duele el silencio como en las butacas huérfanas de gente.
En las curvas de los estadios donde se sientan los más vehementes, aquellos que irritan sus gargantas porque piensan, o saben que de ellos también depende el futuro de sus equipos, ya nadie canta. Y sigue siendo fútbol, cierto, pero mutilado.
Este fin de semana volvimos a vivir esa tensión de 90 minutos.
Aproximadamente dos meses después —para algunos casi una eternidad—, pudimos descubrir, otra vez, que el deporte es un mundo riquísimo donde importa la técnica, la táctica, la estética y la capacidad de entretener, pero también, y quizás muchísimo más de lo que creemos, toda la parafernalia que le rodea, en la cual el aficionado adquiere ribetes protagónicos.
Porque en definitiva, sobre la cancha el Borussia Dortmund es todavía ese equipo fresco que ataca por donde le place y agujerea las defensas rivales con meridiana facilidad.
El derbi de la cuenca del Ruhr no fue un reflejo soporífero de su histórico pasado gracias a los irreverentes de Lucien Favre, incluido el señor Erling Braut Haaland, un rubio noruego de 19 años con cara de despistado que no se ha enterado de nada, pero entre una ceja y la otra tiene el deseo innato de hacer goles.
Pocos arcos se le resisten al joven nórdico y el sábado no fue la excepción.
A Favre este año le quisieron echar. Su inestable paso en la Bundesliga, tan trastabillante que incluso le tiene por detrás del Bayern, cuya irritante inicio de temporada no le ha apeado de la cima, casi ponen sobra la guillotina la cabeza del veterano entrenador francés.
Hubiese sido un error, probablemente. Su equipo juega bien, aunque a veces sea castigado por la inexperiencia. ¿Pero cómo puede evitar esto alguien que dirige una grey de jugadores tremendamente talentosos, pero aún novicios en el duro fútbol profesional?
Ha sido un educador, porque además el nivel de muchos de ellos ha crecido ostensiblemente el último año. Ante el desdichado Schalke 04, que hace algún tiempo padece más que presume, los amarillos fueron un cilindro que aplastó cuanto tuvo enfrente, con el pequeño Guerreiro escurriéndose a su antojo entre los grandotes de la zaga contraria.
El Dortmund y Haaland parecen incluso mejores que antes y por la zona del Ruhr, donde antes los derbis alborotaban ciudades, Westfalia entera sonrió y en Gelsenkirchen la frustración vio en el fútbol motivo de acentuación.
De toda esta historia, lo más positivo es el regreso del deporte, una noticia halagüeña si se considera un paso más rumbo a la normalidad social.
A muchos parecerá una fruslería, pero la ruptura de un período de inactividad tiene también su punto optimista.
Será fútbol mutilado, pero lo que volvió este fin de semana a nuestras vidas fue, al fin y al cabo, fútbol. Un placebo a muchos males.
Volver.
“Aunque el viento que todo destruye, haya matado mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza humilde que es toda la fortuna de mi corazón”.
Eso dijo Gardel.
Que vuelvan los hinchas a sus asientos sería una gran fortuna, casi motivo suficiente para bailar un tango semejante.
La frase:
«Yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo, sombrero en mano, y en los estadios suplico una linda jugadita por amor de Dios. Y cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece».
Eduardo Galeano.
Fuente: Cubadebate