viernes, noviembre 22, 2024
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Montajes Judiciales: El Caso Dreyfus, o un Espejo en que Mirarnos

por Pepe Gutiérrez-Álvarez (*).

La historia de los montajes judiciales es larga y tenebrosa; los ha habido en todos los tiempos, pero ninguno ha alcanzado la celebridad del affaire Dreyfus.

Quizá, porque acabó bien cuando en 1906 los tribunales civiles, anulando el fallo de los militares, dieron el veredicto final: Alfred Dreyfus no era culpable de traición, sí existían culpables eran los que habían realizado el montaje.

Pero estos tampoco escaparon al veredicto de la historia que se manifestó a través del manifiesto conocido como “Yo acuso”, firmado por Émile Zola, quizás el más emblemático de los intelectuales comprometidos [1]. Una historia que lejos de resultar arqueología, se muestra firmemente vigente y así lo ha entendido Roman Polanski en su última película, El oficial y el espía, que irrumpe en nuestras carteleras como un favor a la verdad y la justicia secuestrada por nuestros más altos poderes heredados del régimen anterior.

Antes había tenido lugar un proceso que transcurrió a lo largo de doce años y que fue conocido como el affaire Dreyfus, un proceso que conoció una repercusión internacional, por ejemplo en el Reino de España, también dividido entre partidarios y detractores del capitán judío [2].

Para los marxistas rusos, la actuación de Émile Zola causó una profunda admiración. Lenin lo citaba como referente ante los casos propios (según la Krupskaya, llevaba una foto del escritor en la cartera, como el caso Beilis, que movilizó a la opinión pública mundial obligando a la corte zarista a absolver a los principales acusados; un tema que daría lugar a una novela de Bernard Malamuth, The Fixer, con la que ganó el Premio Pulitzer en 1968 y que fue llevada al cine [3].

Como es sabido, todo comenzó en 1894 cuando una empleada de la embajada alemana en París encontró documentos militares franceses en un cesto. Tanto se abusa de las conmemoraciones de acontecimientos históricos que las más de las veces nos resultan iniciativas antipáticas y retóricas, y, lo que es peor, se traducen por lo general en actividades caras, efímeras e inútiles.

Pero en ocasiones, la conmemoración adquiere interés inusitado y, si se me permite, hasta trascendente. Cuando Charles Péguy, el escritor entonces (1894) socialista y dreyfusard y luego católico y nacionalista, dijo que el affaire era «un momento de la conciencia humana» no exageraba, como enseguida veremos.

Los hechos básicos del affaire son bien conocidos aunque lo más importante quizás sea su vigencia en situaciones como las que se siguen viviendo aquí y allá, entre nosotros particularmente.

A finales de 1894, el Servicio de Inteligencia del Ejército francés descubrió el borrador de un documento destinado al agregado militar alemán en París en que su anónimo autor le anunciaba el pronto envío de secretos militares franceses. El 15 de octubre era detenido, como presunto autor del borrador, el capitán de Estado Mayor Alfred Dreyfus (1859-1935), miembro de una adinerada familia de industriales alsacianos judíos.

Juzgado por un tribunal militar, Dreyfus fue condenado el 21 de febrero de 1895 a reclusión perpetua por alta traición, expulsado del Ejército y deportado a la isla del Diablo (Guayana). Que Dreyfus era inocente y que el espía y culpable era el coronel Esterhazy lo supo ya en marzo de 1896 el nuevo jefe del servicio de inteligencia militar, el teniente coronel Picquart, y el affaire pudo haber quedado en un grave error judicial.

Pero degeneró en un gigantesco falseamiento de la justicia.

Los responsables fueron altos cargos del Ejército y responsables del Ministerio de la Guerra, que se creían que aquello de que “la ley era igual para todos” eran palabras que se tenían que decir pero que no se traducían en verdad en casos como el alto Mando militar.

Pero la conspiración fracasó.

Amigos y familiares de Dreyfus lograron acumular y hacer públicas pruebas irrefutables de su inocencia. El affaire se convirtió en un gravísimo asunto de Estado. Adquirió, además, dimensiones sensacionales cuando el novelista Émile Zola, tal vez el escritor más conocido del país en ese momento, publicó en un periódico, el 13 de enero de 1898, una carta abierta al presidente de la República titulada Yo acuso, en la que, a la vista de la evidencia, denunciaba a varios ministros de la Guerra, a algunos oficiales de Estado Mayor y a los tribunales militares implicados y les acusaba de haber fabricado las pruebas contra Dreyfus.

Más aún, en el proceso a que a instancias del Ministerio de la Guerra fue sometido, Zola pudo demostrar la veracidad de sus afirmaciones y probar por tanto la falsedad de las acusaciones levantadas contra Dreyfus. Aunque éste aún tuvo que esperar varios años hasta verse exonerado y readmitido en el Ejército, su causa había triunfado.

El estallido de la causa apasionó y dividió a la opinión pública desde el primer momento. Grandes manifestaciones callejeras pro y contra Dreyfus acompañaron el desarrollo del larguísimo proceso.

La opinión nacionalista y antisemita (la derecha, la Liga de Patriotas, intelectuales como Barrès y Maurras, buena parte de la Francia católica) culpabilizó a Dreyfus, vio en los intentos de conseguir la revisión de su caso meras maniobras para desprestigiar al Ejército y asumió la defensa de la Francia eterna.

Los dreyfusards (la izquierda, intelectuales como Zola, Proust, Gide, Jaurès, Péguy, la Francia democrática, socialista y anarquista) vieron detrás del affaire una conspiración contra la libertad y la justicia urdida por la Francia reaccionaria y antirrepublicana.

Al hilo del affaire, estallaron así cuestiones y pasiones de enjundia formidable: el papel de la justicia en una sociedad libre, los derechos del individuo frente a las razones de Estado, el populismo antisemita, el nacionalismo de la derecha, el fuero del Ejército, el compromiso de los intelectuales.

Como puede, por tanto, inferirse, la exoneración final de Dreyfus tuvo un sentido inequívoco: significó el triunfo de la verdad y de la justicia.

Los investigadores del ejército concluyeron que el espía debía ser un oficial artillero y el joven capitán Dreyfus se erigía como el perfecto sospechoso: un semita además de alsaciano. (Alsacia era una región franco-germana y sus habitantes eran a menudo sospechosos de simpatizar con Alemania.). El antisemitismo estaba extendido por toda la Francia profunda, la monárquica y católica integrista; acusando a un extranjero, el ejército alejaba cualquier sospecha de sí mismo.

La prensa de derechas y el gobierno reclamando su sangre, de manera que Dreyfus fue procesado y condenado a cadena perpetua sin mayores problemas. Dos años después, un nuevo jefe del departamento de inteligencia francés descubrió una evidencia que implicaba a otro oficial implicado.

Éste fue procesado, pero su absolución había sido pactada con antelación. El espionaje francés descubrió además que los alemanes habían recibido documentos secretos entregados por un militar francés, en base a lo cual un inspector reaccionario llegó a la conclusión interesada de que Dreyfus era el culpable. Todo indicio era una difusa D.

El affaire Dreyfus hizo de la verdad y de la justicia las claves de la libertad política; puso de relieve que esos valores, concretados en los derechos de un solo individuo, los del capitán Dreyfus -por cierto, interesado sólo en limpiar su nombre y reanudar su actividad militar-, eran (y son) valores superiores a cualquier otra causa.

Se entiende, pues, que Péguy dijera que el caso Dreyfus era un hecho “inmortal»; y que no sólo se explique, sino que resulte obligado volver a resucitar para iluminar el pasado pero también el presente. Aquí, por dos razones.

Por una razón histórica, pues el affaire Dreyfus fue pieza esencial en la educación política de la generación republicana española que llegó al poder en 1931, que sacó del affaire por lo menos una primera lección: que la democracia habría de conllevar en nuestro país la doble necesidad de laicizar la enseñanza y la sociedad y de republicanizar el Ejército, algo que no hubo tiempo suficiente, sobre todo por el peso del olvidado hecho colonial.

No fue otra cosa lo que la República Francesa hizo entre 1901 y 1905 tras la victoria de la causa dreyfusista mediante, por un lado, la disolución de las órdenes religiosas y la expulsión de unos 18.000 religiosos de Francia y, por otro, mediante la depuración de militares desafectos, una medida obviamente insuficiente, como se vería en el curso de la Gran Guerra y ulteriormente. En casos como el de Argelia, de manera extrema…

Pero ante todo, por razones más actuales, patente en las noticias referidas a Catalunya especialmente. Péguy lo dijo magistralmente: «Una sola injusticia, un solo crimen, una sola ilegalidad, una sola injuria a la justicia y el derecho, sobre todo si es universalmente, legalmente, nacionalmente, cómodamente aceptada, un solo crimen rompe y basta para romper todo el pacto social…, un solo deshonor basta para perder el honor, para deshonrar a todo un pueblo».

Y de eso se trata. Que en España no haya hoy casos Dreyfus -como es obvio que no los hay- sirve para poco; porque empiezan a abundar -en la vida política, en la vida social, en la vida económica, en los distintos ámbitos de la vida colectiva- las ilegalidades, las injusticias y los deshonores.

Y ello, si Péguy estaba en lo cierto -y lo estaba- termina por resquebrajar todo el pacto social.

(*) Escritor y miembro del Consejo Asesor de Viento Sur

Fuente: Viento Sur

Notas:

[1] El texto íntegro junto con una extenso recopilación ha sido editado en numerosas ocasiones. Quizás la más asequible sea la de El Viejo Topo, Yo acuso, con prólogo de Maurice Blanchot y traducción de Josep Torrell.

[2] Existe una recopilación, El “affaire Dryfus” en España, 1894-1906 efectuada por Jesús Jareño López (Ed. Godoy, Murcia, 1981) en el que se recogen textos de todos los componentes de la llamada “generación del 98”, de Pablo Iglesias, Blasco Ibáñez, Luis Bonafoux, etcétera. Se puede encontrar en: https://books.google.es/books?isbn=8492820209

[3] La obra fue editada en castellano como El hombre de Kiev, que fue igualmente el título de la película (1968) dirigida por John Frankenheimer, con Alan Bates y Dirk Bogarde

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