por Pablo Touzón.
Es probable que el gobierno argentino nunca haya pensado que la recompensa por ganar una elección fuese tan dura.
Exactamente el día después de las elecciones legislativas de 2017, el reloj de arena de la «paciencia estratégica» de los mercados internacionales con el gobierno de Mauricio Macri empezó a darse vuelta.
Hasta ese momento, el argumento central de las espadas políticas del gobierno podía sintetizarse en una sola palabra: tiempo.
El gradualismo macrista tenía una particularidad única: funcionaba solo, sin acuerdos ni pactos sociales con actores a los que contener y contentar. Tradicionalmente, las políticas económicas de transición gradual tenían como correlato alguna forma de pacto social que les daba sustento.
La troika del poder argentino compuesta por el presidente Macri, el jefe de gabinete Marcos Peña y el consultor estrella Jaime Durán Barba, detesta la mera posibilidad de una «foto» de esas características. La tilda, simplemente, de demodé, de ineficaz y de corporativista.
Además de descreer de la representatividad real de sindicalistas y cámaras empresarias, sostiene que la principal razón de la victoria electoral en las elecciones presidenciales de 2015 y en las legislativas de 2017 fue precisamente haber evitado ese tipo de «componenda».
Para sostener su proyecto Macri reemplaza la Moncloa interna por la externa. El único «Pacto de la Moncloa» que le interesa a Macri es con «el mundo», la traducción en jerga macrista del G8, y con cuyo apoyo pretende sustituir la ausencia de consenso con actores locales y construir el edificio de su gobernabilidad.
«El mundo» y la «relación directa con la gente» son los artilugios para evitar la trampa mortal del «círculo rojo» (el establishment) y para evitarse los costos transaccionales de hacer política. Se trata de una curiosa forma de «populismo 4.0».
Partiendo del diagnóstico de que el estancamiento argentino se explica exclusivamente por su inadecuada adaptación al mundo, el macrismo hizo de la lectura de esa relación el eje de su política. En escasos tres años, esta ya tuvo tres etapas distinguibles.
El que podríamos llamar el Plan A o «lluvia de inversiones», y que suponía que la mera presencia de Macri en la Casa Rosada redundaría en un inmediato y contundente shock de confianza y una inundación de inversiones extranjeras genuinas.
Fue la «era Obama» de Cambiemos, y tuvo su apogeo con la visita del ex-presidente estadounidense a Buenos Aires en marzo de 2016 (de este etapa data también la que sea quizás la única medida económica considerada unánimemente exitosa: la salida del «cepo» al dólar). Fueron también los meses del «retorno de la Argentina al mundo», de las incesantes visitas internacionales al país y de los mensajes de salutaciones y apoyo por el fin del aislacionismo kirchnerista.
El Plan B fue el «gradualismo» que decidió compensar la espera de las inversiones que se demoraban con una toma masiva de deuda (aprovechando la capacidad ociosa dejada por el kirchnerismo, con una Argentina aislada de los mercados internacionales) y con escenas de voluntarismo simbólico como el Mini Davos, una especie de «Feria Universal macrista» destinada a seducir inversores. Una apuesta al tiempo hasta la llegada al Shangri-La de la «la convergencia», el momento en donde la inversión genuina finalmente llegaría y podría abandonarse la «bicicleta financiera».
El optimismo de los «brotes verdes» del esquivo «segundo semestre». Fueron los meses de la «campaña permanente», cuando parecía que gobernar era un mero interregno entre elecciones, con la tarjeta de crédito funcionando como la «base material» de la expansión política de la coalición gobernante.Para esta visión, la receta para gobernar y la receta para ganar las elecciones es idéntica.
Quizás sea precisamente este principio el que visualizaron y castigaron los mercados: una transición que, en realidad, era solo de nombre y que ocultaba un eterno presente de especulación electoral apalancado en un «populista» atraso cambiario financiado por una insustentable deuda pública. Como la droga, un viaje hacia ninguna parte.
EL plan C
«Llegó el Comandante y mandó a parar». La «revolución de la alegría» macrista podría cantarle al mercado la canción de Carlos Puebla, porque no fue Fidel Castro bajando de la Sierra Maestra, sino el mercado -desde donde sea que esté- quien corrió el telón del teatro montado por Durán Barba.
Como suele suceder en una Argentina que tiende naturalmente a la hegemonía, es desde el exterior de donde llegan los cortes abruptos, los frenos en seco a las autopercepciones más exitistas. La proyección argentina de los deseos nacionales al mundo (interpretados luego como realidades) afecta profundamente a Cambiemos, la alianza gobernante: gran parte de su soft power se basaba en poseer una idea de modernidad posible interpretando el ritmo del mundo.
«Créannos, nosotros de esto sabemos». Fallaron en lo que suponía que sabían con aquello de lo que supone son expertos. La comunicación oficial subestimó desde el primer día el escenario económico argentino, reemplazando la pedagogía oficial por un discurso de un optimismo enlatado.
En ese sentido, la corrida y el dólar fueron su Malvinas: el relato macrista pasó abruptamente del optimista «Vamos ganando» al crudamente realista «el combate en Puerto Argentino ha finalizado».
El Plan C se armó de apuros. Quedará ya para los historiadores económicos saber si el gobierno no se apresuró al pedir el auxilio del Fondo Monetario Internacional (ese viejo demonio argentino) o si cabían antes otras o más creativas alternativas.
En cualquier caso, la última ficha política de esa «sintonía con el mundo» se jugó en el apoyo occidental a ese acuerdo, que el macrismo vendió en su comunicación como un sostén decidido a su gobierno. Un éxito de su WeltPolitik. En realidad, es probable que ante la creciente inutilidad internacional que hoy tiene el Fondo, hacerlo prestamista de la Argentina haya sido una decisión racional por parte de los países que, valga la redundancia, lo fondean.
Como quien dice: «Bueno, que la cuota sirva para algo». En cualquier caso, es paradójico que el gobierno más empresarial que la Argentina haya conocido crea más en los acuerdos políticos gubernamentales que en las decisiones «libres» de los mercados. Para afuera, ya se dijo, sí hay política «corporativa».
Sin embargo, y a pesar de las afirmaciones informales de los miembros del equipo político del gobierno, Argentina no recibió un Plan Marshall para destruir al peronismo. Recibió del «mundo» un plan «antidefault» que hace exactamente lo contrario a esto: revive al peronismo «de gobierno» (gobernadores, senadores, diputados, sindicalistas) como sujeto político.
El FMI suele su tener su propia idea de la comunidad organizada y sostiene siempre una suerte de «Unión Nacional por el Ajuste» como garantía de sustentabilidad para sus programas. La unidad nacional y el fin de la grieta hecha realidad finalmente por el FMI.
Es la ecuación política inversa a la del jefe de gabinete Marcos Peña: un gradualismo político que funcione de sustento al fin del gradualismo económico. Christine Lagarde reunida con la Confederación General del Trabajo (CGT) en una patética sustitución de la política que el gobierno no quiere hacer.
El macrismo «puenteaba» a lo que llama «corporaciones» en un supuesto diálogo directo con la sociedad: el problema es qué pasa cuando se quiere hacer el ajuste con esa misma sociedad. Pasar de los brotes verdes a los brotes negros.
¿Cómo es el gobierno soñado por los acreedores, el esquema político que puede hacer posible el Plan C? Gobernadores peronistas y radicales en el gabinete, aprobación unánime de las bases del acuerdo, stand by en el Congreso, acuerdo de productividad con centrales sindicales y dinero libre para los movimientos sociales. El gobierno más corporativo de la historia, tal vez. Esto choca de frente con la estrategia de la troika macrista que se pregunta cómo diablos puede ganarse una elección con un diseño de esas características, y resiste: «con el peronismo nada».
Los «mercados» se inquietan con la posibilidad de que, una vez más, se prioricen cuestiones electorales antes que las «reformas» y se corre el arco, amplificando las dudas sobre la sostenibilidad política del acuerdo firmado. ¿Llegan los «Idus de marzo» para Marcos Peña, el jefe de gabinete y puntal político de los planes A y B? ¿Es su reemplazo la famosa «señal» del gobierno que nunca termina de llegar?
Quizás desde la Casa Rosada sobrevaloren su propia importancia en el establishment.Hacen de la reelección de Macri el fin último de su gestión. Como si dijesen: «Ustedes ya ganaron porque nosotros estamos acá», en un ejercicio de sustitución o encarnación parecido al de Obama con los afroamericanos o Lula con los pobres.
El círculo rojo argentino suele ser, sin embargo, un tanto menos lírico. Ya tiene una posible respuesta para el dilema: sacrificio de la reelección de Macri, quien daría la vida por la causa y ganaría su propio busto de bronce en el panteón de la guerra contra el déficit fiscal. Para evitar que lo sacrifiquen, Macri necesita que lo necesiten. Y para eso necesita más que nunca la candidatura de Cristina Fernández de Kirchner.
Nunca habló menos y nunca fue tan importante. La ex presidenta Cristina Kirchner es, hoy, casi una necesidad sistémica para la política del gobierno. Y no solo por la archiconocida formula de su «techo de acero» en el ballotage. Con su mera presencia recuerda la razón de existir de Cambiemos, una coalición hoy estragada de internas y sin norte político. La cerrazón macrista ratifica la sensación de que la troika morirá con las botas puestas.
La «mesa política» compuesta por los «ex purgados» como el radical Ernesto Sanz o el presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, tuvo escasa existencia real. El radicalismo y la siempre díscola Elisa Carrió, exponen sus internas por Twitter. La gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, y el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, exponen una línea del macrismo a la Deng Xiaoping («no importa de que color sea el gato, mientras que cace ratones»), coherentes son sus propias necesidades de gobierno, arriesgándose por primera vez a fricciones reales son su jefe político.
La corrida cambiaria dejó un Cambiemos al desnudo. Solo Cristina puede unificarlos a todos.
Fuente: Nueva Sociedad