Julio César Guanche (*)
El pasado 26 de noviembre se celebraron elecciones parciales en Cuba. Como parte del proceso, en abril próximos tendrán lugar comicios generales. Para entonces, el país tendrá por primera vez en casi sesenta años, al frente, a un cubano (es más improbable que sea una cubana) distinto a Fidel y Raúl, si se mantiene el anuncio hecho por este último de no continuar en el máximo cargo estatal.
Con vistas a las recientes votaciones, se había previsto la promulgación de una nueva ley electoral, de la cual aún no se tienen noticias. (Sucede lo mismo con la reforma constitucional, anunciada desde 2011). Se ha señalado que los índices de abstencionismo, votos anulados y votos en blanco, que suman 19,17 % (1 562 731 de electores) rompen explícitamente con la tesis del “apoyo unánime”. Por otro lado, también surgieron comentarios que comparaban esas cifras con el abstencionismo reciente de Chile (53 %,) y Colombia (62 %), y concluyeron que eran muestra de la “fortaleza de la revolución”.
La “guerra de cifras” no es nueva ni será este su último episodio. Aquí, no eludo los datos, pero priorizo cuestiones que los números no muestran.
Comento cómo el sistema electoral no genera consecuencias densas para dos problemas: primero, no valoriza el voto como parte de un proceso de participación cívica y legitimidad constitucional, lo que es contradictorio con una larga tradición cubana al respecto; y segundo, las elecciones no se vinculan con la toma de decisiones económicas, lo que desconoce la relación fundamental entre propiedad y libertad.
El sistema electoral
En Cuba las elecciones generales tienen lugar cada cinco años, y las parciales cada dos y medio para renovar los órganos municipales. El sistema electoral se caracteriza por no permitir campaña ni financiamiento alguno para los candidatos; en el nivel local nominan los electores de modo directo en asambleas de vecinos, mientras que las Comisiones de Candidaturas nominan los candidatos a las provincias y la nación; el Partido Comunista de Cuba (PCC) no es sujeto del proceso electoral, en tanto no puede intervenir sobre la definición de los candidatos; el sistema legal contiene garantías electorales — la prohibición del apoyo oficial a candidatos personalizados y la tipificación de conductas electorales ilícitas (como votar más de una vez en una misma elección o intervenir ilegalmente sobre cualquier lista de electores) — ; y carece de otras, como las de poseer una autoridad electoral independiente y de una jurisdicción electoral.
El proceso es semicompetitivo en el municipio — se elige un candidato entre una cifra mínima de dos y una máxima de ocho — y no competitivo para las provincias y la nación, por estar cerrada la boleta (con tantos nombres como cargos a elegir y sin espacios en blanco para agregar nuevos nombres).
En la teoría estándar, se entiende que las funciones de un sistema semicompetitivo son la legitimación de las relaciones de poder existentes; la distensión política hacia adentro; el mejoramiento de la imagen hacia afuera; la manifestación (e integración parcial) de fuerzas opositoras; y el reajuste estructural del poder a fin de afianzar el sistema. El diseño no competitivo se encarga de movilizar a las fuerzas sociales, explicar a la población los criterios de la política estatal y de consolidar la unidad político-moral del pueblo.
Estas últimas funciones se verifican a cabalidad en el comportamiento del sistema electoral cubano.
En los procesos electorales celebrados desde 1976 hasta 2013 participó más del 95% de los votantes. En 2015 lo hizo el 90,0 %. En 2017 ha acudido a las urnas el 89,02%, récord de más baja participación. Al mismo tiempo, ha existido históricamente una alta respuesta positiva de los electores a solicitudes oficiales de “voto unido” — por todos los candidatos — , junto a la escasa presencia del voto nulo y en blanco, rubros con una media histórica por debajo del 7%, hasta las dos últimas elecciones.
En la lectura oficial, las elecciones se presentan como plebiscitos sobre la continuidad revolucionaria. El hecho se ampara en la legitimidad histórica del poder revolucionario, el liderazgo de su dirección y la aceptación por parte de la ciudadanía de la institucionalidad existente como marco político para la defensa de la Revolución. Además, tiene causa en la existencia de diversos grados de presión política y social sobre el acto de votar.
De las recientes elecciones destacan algunas cuestiones. Los colegios electorales abrieron con 8 451 643 electores registrados, pero finalmente aparecieron registrados 8 855 213, debido a 410 158 inclusiones hechas el día de la votación. Tras la elección, se depuraron 6 588 electores, excluidos por defunción. El conjunto de cifras afecta alrededor del 3% del padrón electoral. La pregunta lógica es por qué tales intervenciones sobre el Registro no se hicieron antes (en un proceso que además había sido pospuesto por los efectos del Huracán Irma), porque interesa a la confiabilidad en el proceso.
Por otra parte, 182 “disidentes” habrían intentado sin éxito ingresar en las boletas. (En 2015 tres de ellos aparecieron en boletas y ninguno fue electo). La causa de ello, según declaraciones de dichas personas, fueron violaciones de la ley electoral, con intervención de la Seguridad del Estado para evitar su paso a través del proceso electoral.
Sus explicaciones no consideraron el hecho de no recibir apoyo de los electores, debido, entre otras causas, a los vínculos de una parte de tal sector con políticas oficiales estadunidenses de “cambio de régimen”.
El hecho cuestiona, no obstante, la posibilidad ofrecida por el sistema electoral de nominar y elegir — para el nivel de municipio — cualquier candidato, incluso opositor. Si bien esto último nunca ha ocurrido, su potencialidad ha sido referida en el discurso estatal como prueba de su democraticidad.
Así lo hizo Ricardo Alarcón, cuando fue presidente de la Asamblea Nacional. En contraste, el vicepresidente actual, Miguel Díaz-Canel, reconoció (en un video interno, luego filtrado al público) que para contrarrestar el proyecto de “postular gente contrarrevolucionaria como candidatos” “ahora estamos dando todos los pasos para desacreditar eso, para que la gente tenga la percepción de riesgo, para que la gente los conozca”. Dicha actividad no está reconocida por la Ley Electoral, que prohíbe propaganda electoral de cualquier signo.
El sistema electoral confronta otros problemas. Los programas de gobierno local, provincial y nacional no se disputan en el proceso electoral, pues ningún candidato puede presentarse con un programa. No valoriza preferencias ciudadanas de voto (no ofrece salidas a expresiones diversas de voluntad que no sean anular el voto o dejarlo en blanco). No reconoce el voto en el exterior ni el voto para los ciudadanos emigrados que se encuentran en territorio nacional al momento de la votación. De esos problemas, solo abundaré aquí en el primero: la dificultad de dirimir poder a través de las elecciones.
La depotenciación de las elecciones para fijar programas de gobierno, y en general para disputar poder, es un hecho universal. Durante la reciente crisis griega, Yanis Varoufakis, entonces ministro de Economía, en reunión con la Troika, espetó que si un gobierno electo no podía tomar decisiones políticas sobre la economía, y debía sujetarse a las “necesidades” de esta, sería más transparente suspender las elecciones, reconocer la disociación entre poder fáctico real y soberanía nacional/popular y, de paso, certificar la incompatibilidad entre capitalismo y democracia.
En el caso cubano, por razones propias, el sistema electoral no potencia procesos de participación que diriman poder y puedan traducir preferencias sociales en decisiones estatales. Es un hecho que colisiona con la valoración sobre el sufragio como práctica activa, y como base de la legitimidad, por parte de la tradición revolucionaria cubana. Además, no ata las elecciones con la capacidad de intervención, desde la ciudadanía, sobre la economía ni sobre los usos de la propiedad.
Proceso electoral, participación cívica y legitimidad constitucional
El proceso electoral cubano dura, para la ciudadanía, los momentos de las asambleas de nominación y el acto de votar. No existe en el país investigación sobre el perfil del votante ni encuestas sobre sus preferencias.
Las menciones oficiales sobre los sistemas electorales del mundo se concentran en su corrupción y sus niveles de abstencionismo. En cambio, las elecciones cubanas se celebran así:
Los Comité de Defensa de la Revolución, que se encuentran “enfrascados en los preparativos de su 9no. Congreso”, han “concebido el proceso electoral [reciente] como otra etapa en la preparación de este evento”, según ha dicho su Coordinador Nacional. El presidente de la Federación Estudiantil Universitaria expresó que la participación masiva en los comicios “es una muestra de que se puede seguir contando con la juventud para las tareas de primer nivel del país´”. La Secretaria General de la Federación de Mujeres Cubanas sostuvo que “iremos [las mujeres] el domingo [a votar] para patentizar nuestro respaldo a la continuidad de la Revolución”.
Son declaraciones que insisten en el carácter de “plebiscito” de las elecciones, pero dejan de mencionar casi todo el campo de necesidades específicas existentes al respecto. En contraste, la preocupación por conquistar el sufragio, por moralizarlo y por potenciarlo, ha despertado mayor densidad en los análisis en un sinfín de movimientos progresistas en la historia contemporánea hasta hoy, y en la propia historia cubana.
El establecimiento del sufragio ampliado produjo una revolución allí donde fue conquistado. Marx diferenció la vía al socialismo en el continente europeo respecto a la que podría tener en Inglaterra por razón de las posibilidades del voto en este último escenario. Engels, a fines del XIX, hizo una apología del sufragio universal — sin dejar de ser crítico con el Estado burgués — cuando en contextos específicos podía devenir de “medio de engaño” en “instrumento de emancipación” de la clase obrera.
Es difícil comprehender a Gramsci sin darle un lugar central al sufragio ampliado en la conformación del Estado y la sociedad civil capitalista que analizó. Para Martí, como para el Marx que reflexionaba sobre Inglaterra:
“En un pueblo donde el sufragio es el origen de la ley, la revolución está en el sufragio”.
Cuba fue uno de los primeros países del continente en establecer el sufragio universal masculino (1901). Las constituciones de la república en armas defendieron el sufragio universal y regularon la ciudadanía como una práctica de participación activa. Martí enfatizó siempre ese carácter. Era una concepción activa de la ciudadanía, capaz de formar ethos cívico, de constituir identidades por fuera del encuadre individualista liberal — tan receloso de las libertades “positivas” — , para modelar la individualidad en interacción con los otros.
En 1912, el año de la masacre del Partido Independiente de Color, sectores oligárquicos cubanos decían: “el sufragio universal en pueblos ineducados resulta una calamidad”. En contraste, hacia los años cuarenta el Partido Comunista cubano hizo una activa campaña de masas en búsqueda del voto popular para la Constituyente de 1939–1940 y propuso rebajar la edad del voto a 18 años, para ampliar el electorado. Cuando las cubanas fueron por primera vez a las urnas (1936), se escuchó: “Hay que procurar que nuestra juventud femenina se ponga al frente de esta lucha que es decisiva en la vida electoral del negro”.
Los procesos internacionales que entonces marcaron a aquellas generaciones tuvieron también relación con la legitimidad constitucional. El cardenismo ganó el poder en las urnas. La lucha por la república española se desencadenó tras la sublevación militar contra su gobierno electo. El Bogotazo (1948) sobrevino tras el asesinato de J. E. Gaitán, quien había propuesto, entre otros derechos de carácter social, el carácter obligatorio del voto. Desde ese lugar, se luchó contra las dictaduras latinoamericanas: Mella apoyó a Sandino, Fidel Castro fue a Cayo Confites para luchar contra Trujillo y José A. Echeverría fue a Costa Rica en apoyo a José Figueres.
La invisibilización de esta historia y la precaria reflexión sobre el expediente electoral como momento y proceso de participación han estado condicionadas por diferentes factores: el curso insurreccional del triunfo de 1959; la justa deslegitimación del campo institucional previo a esa fecha, con sus partidos y sus elecciones; la relación que estableció el proceso revolucionario con la URSS y su marxismo-leninismo, y las necesidades del modelo centralizado de acumulación de poder construido en Cuba.
Sin embargo, la crítica no debería estar de más. El sistema institucional cubano permanece sin modificaciones sustanciales desde la reforma de 1992. (Documentos partidistas se han pronunciado luego sobre el tema, pero sin consecuencias concretas sobre el diseño establecido). El hecho parece deberse más a la rutinización que a contar con un fuerte consenso social sobre las virtudes procedimentales del Poder Popular.
Propiedad y libertad: su relación para la democracia
Antes he dicho que los programas de gobierno no se dirimen a través de las elecciones. Con ello, digo ahora que así dejan fuera un tema crucial: vincular política y economía, y especificar con ello la relación necesaria entre libertad y propiedad.
La Revolución cubana hizo la reforma agraria más extendida de América latina. Al mismo tiempo, la propiedad de los recursos del país, en una proporción acaso única en el mundo, pertenece al Estado. Sin embargo, las frases repetidas por todos como un karma a lo largo de muchas décadas según las cuales “la propiedad estatal no equivale a propiedad social”, o los “trabajadores cubanos no tienen conciencia de propietarios” expresa que se puede ser titular formal de la propiedad de la tierra, o de la empresa en que se trabaja, pero ello no equivale a reivindicar derechos de propiedad — como participar de las decisiones sobre producción, distribución y consumo — ni a ganar poder político propio a través de ello.
La tensión se revela en las “vidas paralelas” que hasta el momento llevan los Lineamientos y la Conceptualización del Modelo… y la Constitución vigente en el país. Los dos primeros textos han sido adoptados a través de procesos de consultas públicas, pero la estructura del Poder Popular no ha formado parte del proceso de conformación de esas políticas, ni de su control, salvo la sanción que han recibido de la ANPP.
Como resultado, el sistema estatal realmente existente de representación y participación política, el único disponible para la ciudadanía a través de las elecciones, no define el perfil de las políticas que puedan extender a la economía necesidades democráticas, como pugnar por: mejoras de salarios y de condiciones de trabajo, capacidad de decisión sobre la distribución, la producción y el consumo, combatir contra la pobreza y la desigualdad, hacer ganar poder a los colectivos laborales y a los sindicatos, representar a los actores sociales presentes en el escenario político actual, y disputar redistribuciones de poder.
El hecho de desvincular el análisis de las elecciones, y del modo general de ejercicio de lo político en Cuba, con la consideración de las relaciones sociales, las prácticas culturales, el análisis del poder y el de los usos de la propiedad tiene consecuencias concretas hacia la relación entre economía y política: la depotenciación del sufragio como uno de los lugares posibles para reconstruir críticamente la relación entre libertad e igualdad.
Tanto en Marx, como en Martí, la libertad podía encontrar lugar en el campo de la política electoral y de los derechos, solo si se conectaba fuertemente con varias dimensiones. Entre ellas, señaladamente, debía conjugarse con la igualdad. Para Marx se trataba de poder “vivir sin permiso de otros”. Para Martí era “esclavo todo aquel que trabaja para otro que tiene dominio sobre él”.
La crítica de Marx al derecho liberal de propiedad no se dirigía a “abolir” la propiedad, sino a garantizar igual derecho de todos a la propiedad y a proteger a la sociedad con derechos ante la propiedad frente a sus efectos de concentración económica y fractura social. Martí celebró la función cívica de la propiedad, oponiéndose al programa colonialista de “desalojar al cubano en Cuba de su mesa de artesano y de la propiedad de su suelo”.
En Cuba esa es la lectura de Raúl Roa García:
“El gran problema de la democracia consiste precisamente, en trascender las condiciones económicas que han impedido su real vigencia·”. William C. Roberts ha escrito un libro reciente (2017) sobre la conexión entre la libertad política y las condiciones materiales necesarias para ejercerla, con esta misma tesis: “Vivir libre es vivir sin ese temor o esa necesidad de estar alerta ante los poderosos. Y eso implica estar igualmente empoderado.” Una cuestión de esta importancia no debería ser ajena a ningún proceso político, incluido el electoral.
A un espíritu crítico no debería bastar con referir la podredumbre global del voto y referir en positivo solo las elecciones ganadas por el chavismo en Venezuela. La tradición revolucionaria antes descrita, o ahora mismo los muertos y los resistentes en Honduras en defensa de su sufragio, merecen más que ello. Esto es, no merecen apologías del voto cubano ni repudios en bloque del voto “burgués” como tampoco hacer meros sinónimos a la democracia y a las elecciones.
Es imprescindible saber lo que el voto funcionaliza, esconde y miente en muchos contextos, pero también reconocer la necesidad de la moralización del voto (contra el fraude y la mercantilización), de su politización (su conexión con diversas demandas sociales), de su potenciamiento (su capacidad de intervenir sobre la política estatal y disputar poder social) y de su efectiva universalización (contra la captura privada de la política).
Son temas cuya importancia para el contexto cubano no se puede desechar sin más con frases sobre “la excepcionalidad de nuestro sistema político”. La separación entre la política y la gente es también un problema cubano.
Debería interesar explorar cómo la redistribución de poder es una manera de acortarla y si poner a las elecciones en función de ello sería uno de sus
(*) Jurista y filósofo político cubano, miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso, representativo de una nueva generación de intelectuales cubanos partidarios de una visión republicano-democrática del socialismo.
Fuente: Medium