por Camilo Urra O.
Chile es una sociedad de guerra. Al menos así lo plantea Mario Góngora en su ilustre Ensayo sobre la noción de Estado en Chile. Nuestro país es fruto de una terrible guerra de conquista y desde allí en adelante su historia ha sido un recuento interminable de ellas.
Cada generación ha conocido una.
Peor aún: cada generación ha conocido las consecuencias de una. En efecto, la guerra es quizás el más recurrente de los males que ha sufrido nuestra sociedad. Sin embargo, tras las primeras manifestaciones de violencia se alza siempre un vencedor, un perdedor y el conflicto acaba. O al menos eso es lo que parece, pues, la verdad es que la consecuencia de la derrota es otra guerra, pero ahora costeada y sufrida solo por el bando perdedor.
Una guerra cotidiana, silenciosa, pero más efectiva en su flagelo sobre los cuerpos y sobre las vidas, a la vez que mucho más duradera y permanente.
En Chile, la Guerra de independencia se extendió por casi diez años. Un combate “épico” según algunos, que tendría como resultado la conquista de nuestra anhelada emancipación. Gracias a las “gloriosas” acciones político-militares de un puñado de próceres, habríamos ganado el derecho a hacer nuestro camino propio, nos dicen algunos.
Como se quiera, el caso es que como consecuencia de este conflicto, nuestro país se sumergió en una profunda crisis económica y social. Una nueva guerra pero ahora menos “épica” y más cotidiana nacía desde el vientre de la primera.
Pobreza, desempleo, violencia social y delincuencia, fueron algunas de sus facetas más brutales. Otra guerra que se extendió por varias decenas dejando sus estigmas en los cuerpos y sus estragos sobre los espíritus de la mayor parte de los chilenos. Otrora voluntarioso, nuestro pueblo ahora se mostraba desmoralizado, desanimado, cansado, pero por sobretodo: fatigado.
Tristemente, pareciera que nuestra historia se repite. Es como si diferentes actores con distintos ropajes y dialectos encarnaran siempre a los mismos personajes. Una tras otra se han sucedido las guerras en nuestro país. Del conflicto “épico” al cotidiano, una y otra vez, como un certero péndulo histórico.
¿Cuál fue nuestra última guerra?
La dictadura militar, por supuesto. Una acción programada, debidamente planificada y correctamente ejecutada contra un sector considerable de la población. Una gesta “épica”, se nos decía y repetía hasta el cansancio desde las diferentes tribunas del poder. Una gesta “refundacional” cuyo propósito era “recuperar el espíritu nacional”, “reconciliarnos con nuestras raíces” y eliminar de paso a la “amenaza roja”.
Esta guerra llegó a su fin tras 17 años. A pesar de ello, y al igual que las anteriores, tras su muerte nació otra mayor desde sus entrañas. Era el turno de la otra guerra, más cotidiana, más discreta, pero más letal. Pobreza, desigualdad, marginalidad, delincuencia y violencia social eran algunas de sus características.
Hasta el día de hoy hace sentir sus estragos en aquellos parajes grises y oscuros donde día a día viven y sobreviven los derrotados sectores populares.
Batalla tras batalla. Guerra, tras guerra. Nuestro país es fruto de la beligerancia. La tragedia bélica nos acompaña desde nuestra infancia, pasando por nuestra tormentosa adolescencia, hasta el inicio de nuestra adultez. Todas ellas han dejado en nuestra memoria recuerdos dolorosos asociados con experiencias traumáticas.
Todas ellas -siempre con los mismos vencedores y siempre con los mismos perdedores, como una fatal tendencia histórica- han permitido que los vencedores consideren a los derrotados y su tierra como lo que desgraciadamente son: botín de guerra. En consecuencia, lo bélico es parte de nuestro ser. Es pieza clave de nuestra esencia. Y por lo tanto, también de nuestra existencia. Salimos de una guerra para entrar en otra mayor.
Esa ha sido nuestra desgracia como pueblo.
Asumiendo esta realidad histórica, es comprensible que en pleno siglo XXI, nuestro pueblo viva atemorizado por los fantasmas de la guerra. Es por eso que, en contra del optimismo de ciertos círculos izquierdistas o post-izquierdistas, nosotros planteamos la asunción de esta cruda realidad histórica como elemento indispensable para la comprensión del carácter de nuestro pueblo y por lo tanto de sus disposiciones y acciones.
Es que siglos de guerra no pasan en vano, dejan su huella. Ante un destino percibido como inevitable –la proximidad de una nueva guerra- los chilenos prefieren la apatía, la indiferencia, el derrotismo y la resignación política. No hay fuerzas para luchar, mucho menos para compromisos y menos aún para el sacrificio.
Todos estos estados de ánimo exigen un mínimo de proyección utópica de la que carece nuestro fatigado pueblo.
Es por ello quizás que los chilenos prefieren retornar a sus lazos primordiales ocultándose en la engañosa seguridad de su vida privada alejándose de lo público y sus “inseguridades”.
Es por ello quizás que nuestros compatriotas no se identifican con un proyecto social que exigiría compromisos y responsabilidades, prefiriendo, por el contrario, las cómodas certezas del cortoplacismo apreciado como momento a-histórico cuyo valor seria “suprimir” la llegada de un futuro no deseado.
Es por ello quizás que ante la decisión política de continuar avanzando con un proceso moderado (pero insólito) de reformas sociales, los chilenos optaron por dar la espalda a sus antiguas sensibilidades y votar por los eternos vencedores en esta interminable tragedia histórica.
Si realmente queremos construir una alternativa política que quiebre este círculo histórico, debemos asumir su vigencia, su fortaleza histórica y su efectividad. Solo superará la historia aquel que comprenda cuantas veces la historia lo ha superado.
Fuente: Piensa Chile