Quinientas mil hectáreas de bosques se han consumido bajo un pavoroso incendio que lleva quince días asolando el centro-sur de Chile, con trágica secuela de una docena de muertos, de dos millares de casas destruidas y de seis mil seres humanos a la intemperie.
El siniestro sigue hoy su marcha apocalíptica. Empresarios agrícolas y forestales culpan al «terrorismo mapuche» y a sus «infiltrados foráneos» (probablemente venidos de Galicia, Cataluña o el País Vasco), aunque hasta ahora no se han encontrado indicios de semejante conjura.
La derecha chilena clama por la instauración inmediata del «estado de sitio», que viene a ser, para los cincuenta propietarios de este país hirsuto y acorralado, una suerte de ordenamiento ideal, es decir: nuestros bienes, nuestra familia y nuestra religión a buen recaudo de expropiadores de la izquierda acechante, que no se cansan de merodear alrededor de lo que hemos ganado con esfuerzo tesonero e incontables sacrificios, a lo largo de décadas, incluyendo la “pacificación” de la Araucanía y el bombardeo a La Moneda.
Otros -existen los otros- culpan a esforzados emprendedores forestales por haber diezmado las especies arbóreas autóctonas (movidos por la rastrera codicia), reemplazándolas por el eucalipto cerril o el pino rastacueros, arruinando el suelo fructífero que otrora permitiera medrar al ganado menor: léase ovejas y cabras montesinas, que bajo estos árboles mercenarios, de crecimiento acelerado, no pueden subsistir, porque nada brota a la sombra de sus follajes esterilizantes, como una suerte de ley absoluta de aborto vegetal.
Estos que así hablan, son «terroristas ecológicos», enemigos del único progreso posible: el del neoliberalismo y su hidra aprovechada, el capitalismo salvaje…
Recuerdo, paciente amigo lector, que al comenzar el tercer milenio -este guarismo arbitrario de la Historia-, en el extremo norte de Portugal y en las riberas atlánticas de Pontevedra, hábiles emprendedores inmobiliarios organizaron la quema extensiva de bosques, para luego adquirir, a los arruinados propietarios, sus devastados predios a «precio de huevo», y enseguida construir apartamentos y casas de lujo, destinados a otros emprendedores, esos que coquetean con la droga y el estraperlo y disfrutan de la farándula y del prestigio social institucionalizado.
Mientras en Chile los bosques se volvían astillas ígneas, la burocracia política nombraba una comisión (comité) para evaluar el ofrecimiento filantrópico del avión gringo Supertanker y del Iluschin ruso.
Había que estudiar la factibilidad operativa de las inmensas aeronaves en los estrechos valles que reptan entre la cordillera de Los Andes y la de la Costa; no fuera a ocurrir que ambas naos se encontrasen, frente a frente, rememorando los aciagos tiempos de la “guerra fría”, y procedieran a cañonearse sin piedad. Acertada medida gubernamental que costó, a lo menos, doscientas mil hectáreas hechas ceniza.
Y es que en Chile no caben mayores análisis, sean estos históricos o sociológicos: somos tan simples como cualquier pitecántropo… La tele nos dirá qué hacer: depositar en una cuenta corriente de caridad pública, donar un par de kilos de arroz o algunas prendas en desuso, rezar al cabrón estreñido de San Isidro, que se niega a la benefactora evacuación de la lluvia, lamentarnos en público, izar la bandera de la patria y gritar a los cuatro vientos nuestra cacareada solidaridad, esa que termina imponiéndose “por la razón o la fuerza”. (A propósito, a don Francisco no se le ha visto en la publicidad benefactora; ¿andará apagando fuegos en Miami a punta de martinis y especulaciones varias?).
A esperar, entonces, pacientes y resignados compatriotas, el advenimiento inevitable de los próximos siniestros.
Después de todo, a nadie le falta Dios.
A Chile tampoco, por eso arde y seguirá ardiendo… El fuego es, al fin y al cabo, la mejor panacea purificadora contra el pecado y la disipación.
Bien lo sabían los antiguos. Armémonos de paciencia y atengámonos, pues, a su proverbial sabiduría.
Fuente: Corporación Olof Palme