En las siguientes líneas quiero comentar las ideas que Ricardo Lagos defiende en su reciente libro En vez del pesimismo (Santiago: Debate, 2016). Estoy consciente de que este texto tiene una extensión algo exagerada para una columna periodística, pero es porque no es una columna periodística: es un comentario crítico al libro en el que un candidato presidencial presenta sus ideas.
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En el contexto político actual, que es alérgico a las ideas, es probable que un comentario como el que sigue sea visto como un “ataque” al ex Presidente Lagos. Aunque no sirve de mucho que yo lo diga, no escribo con ánimo de “atacar” a nadie, sino para contribuir a una discusión substantiva.
Yo creo, por lo demás, que el que escribe un libro tiene derecho a eso: no a que no lo discutan ni lo critiquen, por cierto, sino a que en la discusión se lo tomen en serio. Eso explica la extensión que espero que el lector me perdonará.
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«En vez del pesimismo» ante la disyuntiva presidencial
El proceso que lleva a una decisión presidencial, que termina con una elección nacional y comienza con los diversos partidos definiendo sus precandidatos, es el momento más adecuado para una discusión sobre el futuro. Y en la elección que se avecina en 2017 el país estará enfrentado a una decisión inusualmente importante.
En efecto, decidirá si el proceso transformador que se ha iniciado con tantos problemas en el Gobierno de la Nueva Mayoría debe ser corregido, en lo que se refiere al modo de su realización, pero continuado y profundizado en lo que se refiere a su dirección; o si, por el contrario, deberá ser abortado y tratado como un paréntesis, que deberá ser cerrado lo antes posible para volver a lo que la clase política y los empresarios (pero no la ciudadanía) recuerdan como la “concordia” y “los consensos”, gracias a la operación sin limitaciones del llamado “Partido del Orden”, de las décadas anteriores.
Teniendo presente que esto es lo que estará en cuestión en la elección del próximo año, es importante fijar la diferencia entre la discusión académica y la discusión política de un libro como En vez del pesimismo.
En la academia las ideas valen por los argumentos que las sustentan, y esos argumentos pesan con independencia de quien los defienda. Apuntar a la persona del que defiende una idea es cometer una falacia que hasta tiene nombre, la falacia ad hominem. Pero lo que en la academia es una falacia, en la política es una dimensión inescapable. Porque en la política las ideas aparecen defendidas por personas, y las personas traen consigo su historia. Y la historia que trae consigo en particular el ex Presidente Lagos es la del Gobierno que mejor representa el predominio del llamado “Partido del Orden”.
El Gobierno responsable del CAE, del Transantiago, de contratos de concesiones notoriamente beneficiosos para los inversionistas privados, del intento de declarar apresuradamente resuelto el problema constitucional y, en general, de una política que estaba mucho más atenta a las reacciones en CasaPiedra y el CEP que a los movimientos sociales.
La forma política que el Gobierno del ex Presidente Lagos llevó a su máxima expresión (esa que hoy es defendida con tanto entusiasmo por la derecha; hoy es difícil recordar qué razones ella tenía entonces para ser oposición) es precisamente la que la Nueva Mayoría objetaba.
Por consiguiente, las afirmaciones de Lagos y de personas vinculadas a su campaña, en cuanto a que el sentido de su candidatura es la continuación y profundización de los cambios iniciados durante este Gobierno, son políticamente implausibles, porque quien habla no se presenta como cualquier ciudadano, sino como un ex Presidente. Si Lagos apela a su historia para justificar su candidatura actual, como evidentemente lo hace, no puede desligarse del sentido político de esa historia.
Con lo anterior, por cierto, no estoy diciendo que el ex Presidente o cualquier otra persona no puedan cambiar de opinión, no pueden buscar distanciarse de su historia. Esto no es muy común, pero por cierto puede ocurrir. Pero el que se distancia de su historia y quiere hoy convencernos de que hará algo considerablemente distinto a lo que ha sido su historia, no puede simplemente hablar hoy como si su historia no existiera. Nos debe una explicación, una razón de por qué lo que antes creía que era correcto o importante es hoy falso. Sin esta explicación, un cambio considerable parece oportunismo.
La metáfora inicial y la “fuga hacia adelante”
Al principio del libro, el ex Presidente usa una metáfora interesante. Refiriéndose a “un sentido de crisis [que] recorre Chile, un malestar [que] se ha apoderado de muchos compatriotas”, una “crisis de confianza”, Lagos afirma: “Es de la mayor importancia que todos intentemos entender qué es lo que nos pasa. Tal como ocurre con las crisis familiares o personales, existe la tentación de arreglar los problemas haciendo cosas, actuando, interviniendo. Inevitablemente, siempre será necesario ‘hacer cosas’, pero si se hacen antes de pensar con cuidado y calma los problemas, se pueden cometer errores y empeorar la situación” (12).
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La metáfora es reveladora. La “tentación” de “hacer cosas” es una reacción a una situación en la que los participantes se sienten incómodos, porque saben que tendrán que hablar cuestiones difíciles.
Imaginémonos la escena: los miembros de la familia, sentados cara a cara y en silencio alrededor de una mesa. Saben que tienen que hablar de algo difícil, algo que amenaza la convivencia: una traición que ha roto la confianza entre ellos, por ejemplo. Todos saben que el problema existe, todos saben que tienen que hablar de él. Pero nadie quiere hacerlo, y eso explica el silencio embarazoso. Entonces uno nerviosamente empieza a decir que es necesario arreglar la casa, porque la pintura del techo está ya tan vieja, y ante esta sugerencia otro salta inmediatamente a decir que es verdad y, ya que están en eso, ¿no se han fijado ustedes que hay una llave que gotea?
La imagen tiene más fuerza de la que el propio Lagos le reconoce. Lo que resulta tentador no es “hacer cosas”, sino buscar maneras de eludir lo que importa porque (en un peculiar eufemismo generalizado recientemente) “es complejo”. La tentación es fugarse hacia adelante, hablando de cosas que son impertinentes, pero a las cuales los demás no pueden negarse, porque, por cierto, al techo no le haría nada mal una mano de pintura.
Pero al ceder a la tentación y ponerse a discutir con cuidado cómo pintar el techo se está evitando el problema. Y el peligro no es que el techo quede mal pintado porque, al pintarlo, se han “cometido errores”. El peligro es que el problema ignorado continúe obstaculizando las relaciones familiares hasta que algún día estalle, fracturando definitivamente la convivencia. Los problemas no desaparecen por el hecho de que los afectados no hablen de ellos.
El libro es un sofisticado ejercicio de fuga hacia adelante
En vez del pesimismo es una fuga hacia delante de principio a fin, es el mejor ejemplo del que se apresura a “hacer cosas” para evitar las cuestiones espinudas.
En efecto, quien lo lea no descubrirá en él una opinión argumentada del ex Presidente Lagos sobre las cuestiones que hoy importan, sobre lo que ha estado en la discusión política durante estos años, sobre la disyuntiva que el país deberá enfrentar en la elección presidencial del próximo año.
Aprenderá, por cierto, cosas interesantes: sobre las posibilidades y desafíos que plantean las “nuevas tecnologías de la información y del conocimiento” (20-23) y sobre “la producción sin costo y la economía colaborativa” (40-47). Leerá sobre la importancia de “democratizar radicalmente nuestra inserción en la sociedad del conocimiento” (49, aunque sin sugerencias sobre cómo materializar esta “democratización radical”), estimular la “inmigración de talentos” (49-50), la necesidad de “instalar fibra óptica en todo Chile” (50), etc. Incluso podrá leer sobre la necesidad de “agua para crecer” (97), aunque sin referencia alguna a la discusión sobre los derechos de aprovechamiento de aguas que, en los hechos, ha privatizado las aguas, pese a que la propia ley las califica como “bienes nacionales de uso público”.
El libro es un ejercicio sofisticado de fuga hacia adelante. Esto no quiere decir que las cosas que el autor dice respecto de los temas ya mencionados u otros sean incorrectas u objetables en sus propios términos, del mismo modo que en la situación imaginada al principio era verdad que el techo necesitaba ser pintado. Pero no nos dicen nada respecto de las cuestiones que hoy son políticamente importantes. Y esto, por cierto, tiene significado político.
Es decir, algo ha de significar que, cuando alguien como el ex Presidente Lagos acomete la tarea de escribir un libro que presenta como sus ideas con vistas a una candidatura presidencial, las cuestiones políticamente importantes brillen por su ausencia. Es difícil evitar la conclusión que su propia historia por lo demás sugiere: que las transformaciones en curso nos desvían de lo que realmente importa, que es “iluminar Chile”, poner fibra óptica y construir trenes, tranvías y carreteras.
“Consolidando los derechos sociales”
Podría pensarse que es un exceso decir que las cuestiones que hoy son políticamente importantes “brillan por su ausencia”. Porque aunque se demora 116 páginas (de un total de 154), el libro llega a hablar de “consolidar derechos sociales” y termina con un capítulo sobre el debate constitucional. Lo que ahí aparece, sin embargo, ratifica lo ya observado.
La discusión contenida bajo el título “Consolidando derechos sociales”, en efecto, parece tomada de un informe de un organismo internacional sobre los desafíos de las “políticas públicas” para los próximos 20 años en Latinoamérica. Interesante, por cierto, pero totalmente indiferente a lo que se ha discutido sobre derechos sociales desde 2011 y a lo que se ha hecho durante el Gobierno de la Nueva Mayoría. El ex Presidente aparece en esto lastimosamente poco al día.
Así, en materia de salud, destaca la importancia de la prevención, que será “el gran tema de los próximos 20 años” (121), y la necesidad de que todos tengan un “rol único”, de modo que todo el historial médico de cada uno esté disponible cuando sea necesario (126).
Esto parece ser una nueva huida para adelante. Sugiere, por cierto, “una revisión profunda del sistema de ISAPREs”, para “evitar la judicialización” (126). Aquí hay dos cosas que no pueden dejar de mencionarse.
Primero, que de todos los problemas que aquejan al sector salud, el único que es explícitamente identificado y mencionado sea el de la judicialización en el caso de las Isapres –es verdad que la deuda hospitalaria es mencionada, pero solo para decir que con mejor prevención habría sido posible evitar costos por una magnitud similar a esa deuda (121)–.
Segundo, que identificar el problema como “la judicialización” es mirarlo desde la perspectiva de las Isapres, no de los afiliados.
En efecto, “judicialización” es el nombre del problema para las Isapres, que alegan que detrás de todo esto solo hay aprovechamiento de los abogados que quieren hacer un negocio.
Desde el punto de vista de los afiliados, “la judicialización” no es el problema, porque el problema es que las Isapres alzan sus planes en condiciones que, de acuerdo a los tribunales, implican una violación de sus derechos constitucionales (esto ha sido reiterado 180 mil veces durante 2016).
Uno esperaría, por esto, que a la hora de justificar la necesidad de revisar el sistema de Isapre lo que estuviera en vista fuera que ellas no violaran los derechos constitucionales de sus afiliados, y no solucionar el problema de que su acción las lleva a enfrentar muchos juicios.
En materia educacional, lo primero que atrae su atención es el fenómeno de las formas de protesta estudiantil, respecto de las cuales dice que “no es posible permitir a futuro que continúe el nivel de descontrol en algunos establecimientos educacionales” (124). Luego se refiere a la educación superior, para enfatizar la importancia de fortalecer la educación pública y regular la educación provista con fines de lucro.
Esa regulación consiste en que “cuando hay lucro en una institución de educación superior lo que debe haber es la obligación de pagar impuestos” (126). Esta afirmación es divertida, porque está expresada en el lenguaje que el ex Presidente usa cuando quiere ser duro y categórico (“lo que debe haber es la obligación…”). Y claro, decir que las universidades con fines de lucro deben pagar sus impuestos y deben perder sus beneficios tributarios suena duro y categórico, y lo habría sido antes de 2011. Pero ahora… ahora significa que Lagos se alinea con los que creen que la educación puede organizarse y proveerse con fines de lucro, como cualquier otra mercancía.
En seguridad social, por último, el libro propone tres cosas: elaborar tablas actuariales diferenciadas por estrato social (como los trabajadores de “modestos ingresos” tienen una esperanza de vida menor, usar la misma tabla beneficia a los más ricos, explica), usar las mismas tablas para hombres y mujeres, y establecer “un beneficio máximo sobre el capital invertido”. Si menciona la solidaridad, no es para pronunciarse respecto de introducir al sistema lógicas de reparto, sino para decir que el pilar solidario (que ya existe) es “indispensable” (128). De introducir al sistema de pensiones alguna lógica de reparto, nada.
Derechos y deberes sociales
El libro vuelve más adelante a referirse a los derechos sociales, pero no para defenderlos sino para relativizarlos, haciendo “una invitación a complementar la discusión sobre derechos sociales, políticos y económicos con una discusión sobre deberes sociales, políticos y económicos” (143). Esta invitación conservadora debe ser rechazada.
Es perfectamente razonable discutir la existencia de deberes ciudadanos, como el deber de votar u otros. Pero la idea de que esa discusión es algo así como un “complemento” a los derechos sociales, pretende establecer entre ambos una suerte de reciprocidad y simetría que es la marca del pensamiento conservador. Es la reaparición, en el siglo XXI, de la odiosa distinción victoriana entre los pobres “que merecen” y los que “no merecen” ayuda estatal (los “deserving poor” y los “undeserving poor”).
El libro intenta, sin embargo, dar vuelta las cosas. Pretende mostrar esta tesis conservadora como si fuera progresista, y denuncia como “liberales” a quienes se oponen a vincular los derechos a deberes: sería “la cultura liberal imperante” la que rechaza la idea de que “si el individuo no cumple con su deber hay ciertos derechos que le serán negados” (145).
Pero este intento de presentar lo conservador como si fuera progresista y viceversa no funciona, porque en materia de derechos sociales lo que le interesa al neoliberal es precisamente lo que Lagos quiere enfatizar: que se trata de beneficios que dependen de ciertas circunstancias especiales, no derechos que corresponden a cada ciudadano por el solo hecho de ser ciudadano.
Es la izquierda la que defiende hoy la idea de que el derecho a la educación, por ejemplo, se funda no en el hecho de que uno ha estudiado mucho, sino en el hecho de que uno es ciudadano.
¿Alguien dijo nueva Constitución?
Lagos reserva el penúltimo capítulo para hablar de la Constitución. El comienzo no es precisamente auspicioso. Después de destacar lo logrado en 2005, continúa: “Sin embargo, queda mucho por hacer y está pendiente la construcción de una Constitución que sea realmente de todos, nuestra Constitución” (133).
Este no es un comienzo auspicioso, porque viene del mismo que en 2005 promulgó la reforma de ese año diciendo que gracias a ella “Chile cuenta desde hoy con una Constitución que ya no nos divide, sino que es un piso institucional compartido”.
Aquí reaparece nuestra observación inicial sobre la relación entre Ricardo Lagos y su propia historia. Porque, como antes, el problema no es que él haya corregido su posición y abogue ahora por una nueva Constitución.
El problema es que lo hace como si él nunca hubiera declarado que la Constitución de 2005 era “un piso institucional compartido” que solucionaba definitivamente el problema constitucional. Nosotros, los ciudadanos, queremos saber si volverá a cometer el error que cometió en 2005.
La mejor manera de explicarnos que no lo hará es que nos expliqué por qué cambió de opinión, y por qué ese cambio significa que ahora entiende mejor las cosas, que estará ahora en guardia para no equivocarse de nuevo, etc.
Nótese: no estoy diciendo que debe hacer un “mea culpa” o una “autocrítica”, exigencias normalmente majaderas cuando se formulan en público: en la política uno tiene habitualmente suficiente con las críticas de los adversarios, como para agregar las propias, que serán entonces aprovechadas por ellos. El punto no es acerca de mea culpa, sino acerca de qué razones tenemos para pensar que Lagos no va a volver a cometer el mismo error en el futuro.
Después de todo, yo supongo que cuando hizo ese discurso tan solemne en 2005 él estaba consciente de que se trataba de un asunto importante, así como sabía lo que se había logrado y lo que se había perdido.
Promulgó la “Constitución de 2005”, el “piso institucional compartido”. Y ahora recula, lo que debe ser celebrado. Pero ¿qué cambió desde entonces? ¿Cómo el hecho de darse cuenta de que cometió un error tan grande cambió su percepción del problema constitucional y de lo que contaría como una solución del mismo? Nada de eso aparece en el libro.
Luego enfatiza la importancia de lo que se ha llamado “el mecanismo”, porque, según él, “el proceso importa en sí mismo”. Y explica: “Si tuviéramos un proceso constituyente amplio, abierto y democrático que concluyera, paradójicamente, en una Constitución similar a la actual, se habría ganado enormemente en legitimidad democrática y de las instituciones” (134).
A mi juicio, esto es precisamente malentender la razón por la cual el proceso importa. Es pensar que importa por razones simbólicas, cuando en realidad importa porque está internamente vinculado al resultado. Una Constitución tramposa no puede ser el resultado de un proceso “amplio, abierto y democrático”.
En efecto, ¿por qué, a menos que haya engaño o manipulación, habría de aprobarse en un proceso deliberativo un capítulo de derechos constitucionales fundamentalmente neoliberal? ¿O un Tribunal Constitucional binominalizado que puede interferir con el proceso legislativo? ¿Qué llevaría a darle a la minoría un poder de veto en la modificación de leyes?
Las preguntas podrían multiplicarse. Y la respuesta es clara: si el mecanismo es un mecanismo unilateral en el que el dictador decide el texto constitucional, es ingenuo esperar que la Carta Magna podrá ser una Constitución “nuestra”, de todos. Recíprocamente, si el mecanismo es uno “amplio, abierto y democrático”, esa es la mejor garantía contra la trampa.
Es decir, el problema de la Constitución actual no es el problema “simbólico” de que en su origen haya habido un vicio. El problema es que el vicio se manifestó en su contenido, porque gracias a él fue posible que la Constitución fuera tramposa. Y como es tramposa, es de ellos, y no puede ser nuestra. Decir que de un proceso “amplio, abierto y democrático” puede surgir una Constitución tramposa como la vigente es no entender la naturaleza del problema.
Y el que no entiende la naturaleza del problema es el que está expuesto a confundirse y a declararlo resuelto porque la firma del dictador ha sido removida del texto.
Todo esto se hace evidente en el libro. De hecho, como Lagos cree que el proceso es importante pero solo en un sentido simbólico, no porque haya una conexión interna entre proceso y contenido, el resto del capítulo no habla del proceso. Es decir, menciona que “hay quienes” creen que debe haber una asamblea constituyente, pero no aboga por ningún mecanismo en particular. Así, refiriéndose a la necesidad de que la nueva Constitución esté fundada en nuestra historia y nuestra tradición, formula la interrogante: “Debemos ver cómo somos capaces de concebir una lectura lo más común posible de esa historia”.
La respuesta es, por cierto, la asamblea constituyente: que un órgano especialmente elegido para ese efecto delibere y decida qué parte de la historia de Chile refleja el desarrollo del principio democrático, para tomarla y continuarla, y qué parte refleja la opresión de unos sobre otros, para abandonarla o corregirla.
Cada uno puede tener, por cierto, sus opiniones sobre esto. La cuestión es cuál es el mecanismo que es políticamente más adecuado para que “nosotros, los chilenos”, tomemos esa decisión, y eso es la asamblea constituyente.
No sabemos, leyendo el libro, si Lagos está de acuerdo o no. Y por eso esto es otra fuga hacia adelante. Porque, políticamente hablando, no sirve decir que el problema es cómo los chilenos nos damos una Constitución que sea nuestra, lo que sirve es dar razones por las que deberíamos hacer las cosas de una manera en vez de otra.
El resto del capítulo continúa la fuga hacia adelante. Lagos nos dice que tenemos “la oportunidad histórica de conducir un proceso constituyente que expresa la evolución natural de nuestro desarrollo económico y democrático en un contexto de paz social” (136), pero no indica qué características debe tener ese proceso, cómo realizarlo. Y lo más grave: como no dice nada acerca de estas cosas, no ofrece ninguna guía acerca de cómo podremos saber, llegado el caso, si lo que se nos ofrece es un proceso constituyente genuino o una reiteración del ejercicio fallido de 2005.
Mención aparte merece lo que Lagos tiene para decir sobre el proceso constituyente iniciado bajo este Gobierno.
Primero dice que es “importante rescatar los pasos que ha dado el gobierno”, “un esfuerzo significativo por parte de autoridades y ciudadanos para comenzar esta discusión [constitucional]”.
Lo que se ha hecho ha “sentado las bases de un proceso abierto, maduro y responsable” (141). A continuación, viene una página completa de preguntas, que termina con la siguiente afirmación: “El punto es que la discusión sobre el tipo de Constitución que queremos y las reglas que queremos que nos rijan es larga y compleja, y debemos realizarla con la calma y profundidad que amerita” (142).
¿Eh?… sí, claro, por cierto. ¿Alguna idea acerca de cómo hacerlo? El proceso constituyente del Gobierno supone que esa discusión se hará en el Congreso, sujeta a “los altísimos quórums de reforma constitucional actual” (134-135).
Y aquí la observación inicial recobra su fuerza. Porque la necesidad de llegar a un acuerdo conforme a esos “altísimos quórums” fue lo que hizo que en 2005 solo se reformara lo que la derecha estaba dispuesta a ceder, y por eso la “Constitución de 2005”, aunque introdujo reformas importantes, dejó al problema constitucional tal como estaba. ¿Hay razones para pensar que hoy el resultado no va a ser el mismo? Si las hay, ¿cuáles son?
Nótese la vinculación interna entre mecanismo y contenido: si el mecanismo es el mismo, el contenido, en lo relevante, será el mismo: no será una Constitución “nuestra”. En 2014 un grupo de diputados (la “bancada AC”) presentó un proyecto de reforma constitucional que, sujeto a un quórum menos alto, reformaba la Carta Magna para permitir un plebiscito constitucional.
¿No será esa una manera de abrir la puerta hacia un proceso “amplio, abierto y democrático” que sea suficientemente distinto a lo que se hizo el 2005 como para esperar que el resultado será distinto? Esas son las preguntas que es políticamente relevante responder. Son esas preguntas las que, en el libro de Lagos, no tienen respuesta.
En vez de respuestas políticamente relevantes, fugas hacia adelante. Como la afirmación con la que termina el capítulo: “Tenemos la posibilidad, dependiendo de cómo se desarrolle el proceso, de usarlo para que Chile vuelva a ser líder de los procesos políticos locales” (146).
Claro, por cierto, “dependiendo de cómo se realice el proceso”. ¿No tendrá el ex Presidente alguna idea acerca de cómo hacerlo para que el proceso se realice de una manera adecuada?
Conclusión: ¿la Tercera Vía, otra vez?
Todo lo anterior muestra que en En vez del pesimismo no hay una propuesta de continuación del proceso transformador que con tropiezos ha comenzado el Gobierno actual. Y eso no debe extrañar a nadie, porque ese proceso pretendía transformar lo que la Concertación asumió y profundizó. Y Ricardo Lagos, por cierto, encarna esa manera de entender una política “progresista”.
Lagos es la mejor representación en Chile, como por lo demás lo ha dicho él mismo, del Nuevo Laborismo de Tony Blair, del socialismo del PASOK griego y del sector “felipista” del PSOE español.
Es la izquierda a la manera de la Tercera Vía, esa que algunos describen de modo incomprensiblemente celebratorio diciendo que “en vez de reñir con la modernización capitalista se dispuso a conducirla, estimulando sus aspectos liberadores, aquellos que hacían a las grandes mayorías experimentar la vida como el fruto de su propio esfuerzo”. Por cierto, el conductor resultó conducido, y los aspectos “estimulados” no fueron precisamente los “liberadores”.
El resultado fue que la Tercera Vía llevó a los partidos que la asumieron a la desaparición, la marginalización o la derrota. Los diversos caminos que ha seguido la izquierda en Grecia, España y el Reino Unido convergen en una cosa: rechazar el “socialismo” de la Tercera Vía, e intentar reconstruir, desde dentro o desde fuera del otrora partido de la izquierda, una nueva izquierda, al día con los tiempos. Esto implica no rendirse al neoliberalismo, sino buscar formas de impugnarlo.
Eso es lo que tendrá que ocurrir en Chile si, al final del primer Gobierno transformador desde 1990, la Nueva Mayoría elige como su candidato a uno que representa precisamente a la izquierda que entendió que, para ser de izquierda, había que renunciar a todo lo que definía a la izquierda, y solo quedará por verse si lo haremos a la manera inglesa o tendrá que ser a la española.
Definitivamente, una fuga hacia adelante, como cualquier otra fuga, no es un paso hacia el futuro.
(*) Profesor de Derecho en la Universidad de Chile y la Universidad Adolfo Ibáñez; doctor en la Universidad de Edimburgo.
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Fuente: El Mostrador