La reciente muerte de Edward Albee, clásico moderno del teatro norteamericano, suscita en Michael Billington, crítico británico más que veterano, una evocación de la que la pasa por ser su obra más celebérrima.
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Edward Albee expresó ocasionalmente su exasperación por verse siempre identificado como autor de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who’s Afraid of Virginia Woolf?). “La obra”, escribió en una nota al programa de la producción de 1996, “me cuelga del cuello como una especie de medalla reluciente”.
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Sin embargo, Albee ejercía un feroz control sobre todas las producciones. No hace mucho me contaron de un brillante actor británico que se vio convocado al apartamento neoyorquino de Albee para una lectura de la obra previa a un proyecto de producción en Broadway con Patti LuPone.
La consternación cada vez mayor de Albee ante las pequeñas objeciones del actor británico supuso que, al final de una tarde dilatada, se había abandonado toda esperanza de ponerla en escena. .
Esa actitud protectora de Albee nacía, sospecho, en parte del hecho de que se trata de una obra enormemente malinterpretada.
La mordaz película de 1966 de Mike Nichols, con Elizabeth Taylor y Richard Burton como protagonistas, quedó impresa en la mente del público como un machaque marital a base de alcohol. Pero la obra, estoy convencido, tiene tanto que ver con el estado de la Unión como con el matrimonio.
Albee era un escritor profundamente politico al que, según me confesó una vez, le gustaba que las obras fueran “útiles, no meramente decorativas”. Resulta también significativo que escribiera la obra a principios de los años 60, cuando Norteamérica iba emergiendo lentamente de los años de narcolepsia de Eisenhower, y cuando una frágil paz, propia de la Guerra Fría, dependía del equilibrio del terror.
La magnífica producción de Howard Davies en el Teatro Almeida [de Londres] fue la que me hizo consciente del hecho de que la obra, aparte de referirse al clásico tema norteamericano de la verdad y la ilusión, tiene una relevancia más amplia.
George y Martha, cuyas maratonianas batallas contemplamos con paralizada fascinación, tienen nombres que provienen de los Washington.
Viven en un campus universitario en Nueva Cartago, lo que evoca una civilización de ruinas clásicas. Incapaz de enfrentarse a la realidad, el mismo George es un historiador que, mientras su mujer anda liada tirándose al invitado, se enrolla con La decadencia de Occidente, de Spengler.
Mientras tanto, Nick, que es con quien Marta se encama, es un biólogo reconocido por un programa de alteración cromosómica que producirá especímenes perfectos en el futuro.
La obra Albee no sólo abarca la Historia y la ciencia, sino la religion incluso, pues el suegro de Nick era un predicador ambulante que logro conciliar a Dios con el Becerro de Oro. Esto lo pensamos sólo después. Mientras contemplamos la obra, nos sentimos hipnotizados por el espectáculo de una pareja que se despedaza mutuamente.
Tuve la suerte de no haberme perdido la primera producción de Londres en 1964 y me acuerdo sobre todo de Uta Hagen y Arthur Hill, que comenzaban en el más suave de los tonos antes de sumergirse en una noche de Walpurgis. Diana Rigg, que interpretaba a Martha como una mujer inteligente hechizada por la aversion a sí misma, y el George de David Suchet, que ocultaba su decepción tras un exterior sardónico, eran igualmente inolvidables en la reposición del Almeida en 1996.
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Y en 2006, Kathleen Turner y Bill Irwin, en una reposición en el West End dirigida por Anthony Page, demostraron que no hay juegos sin dolor: siempre recuerdo a Irwin cerrando sufriente de un golpe la puerta con campanillas cuando se daba cuenta de que Martha y Nick estaban a punto de retirarse escaleras arriba.
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Se rumorea que Imelda Staunton y Conleth Hill van a protagonizar una nueva version en Londres. Con una Norteamérica implicada hoy en su propia forma de política, en la que la verdad es cosa superada, parece este el momento perfecto para revivir la perdurable obra maestra de Albee acerca del peligro de vivir en un mundo de ilusiones.
(*) Crítico teatral del diario británico The Guardian.
Fuente:The Guardian, 18 de septiembre de 2016
Traducción: Sin Permiso