Resulta innegable el asenso político y social de prácticas y procesos que alertan sobre la necesidad de un cambio radical (desde la raíz) en las sociedades capitalistas contemporáneas, lo cual conlleva en el núcleo de sus cuestiones el dilema sobre el tipo y el sentido de la participación política que consolidamos para transformar nuestro mundo.
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En ese contexto, vuelven a abrirse los planteamientos estratégicos (Bensaid)/2 pero también, y con éstos, el de la militancia política y social de quienes luchamos por un cambio: desde la ecología hasta el género, pasando por los temas nacional e indígena.
En el terreno del sentido, la militancia política implica densos procesos de significación que derivan en la constitución de símbolos, modelos y dinámicas de militancia y místicas militantes. Durante los últimos años, el debate resultó confuso, y en ocasiones ha adoptado la metáfora de un combate entre Hermes y Prometeo.
En última instancia, un enfrentamiento irremediable entre el deber, la disciplina y el sacrificio (Prometeo) frente al placer, la afectividad y el juego (Hermes), una política que pospone infinitamente el placer hacia un futuro que no existe por otra más inmediata y performática –aparentemente– que realiza su sentido desde el momento de su emergencia.
Este dilema político y existencial para el sentido de las militancias actuales se relaciona directamente con las interpretaciones dominantes sobre las militancias y las experiencias revolucionarias del siglo pasado.
En el mediano plazo, hay una clara declinación del concepto militancia dada por una devaluación de las dinámicas y los auges revolucionarios al cierre del siglo anterior. La derrota de los movimientos revolucionarios trastocó profundamente este orden, desplazando las formas y sentidos de lo que implicó ser militante revolucionario.
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Las arenas del debate adquirieron otra densidad histórica, mucho más corrosiva para las corrientes revolucionarias, que ocasionó un ambiente de fragmentación política en las clases y los grupos subalternos. Las grandes utopías, masivas y radicales, eran aparentemente aplastadas de manera definitiva. Así, la práctica y el sentido de la militancia radical, entendidos como la participación y organización políticas permanentes en pro de un cambio de raíz, quedaban también en apariencia vaciados de fundamento y posibilidad. El sentido político de la palabra militancia y, más aún, las dinámicas militantes construidas por la izquierda radical experimentaron nuevos desplazamientos ante las protestas de las últimas décadas y en particular de los últimos años.
Las conclusiones fueron confusas, o nos habíamos atrevido a soñar demasiado y entonces había que retroceder a luchas particulares, sectoriales, locales o bien, a pequeñas y paulatinas reformas en el sistema, o simplemente no habíamos sido del todo osados y era necesario luchar por fuera y más allá del Estado (autonomismo). Ese panorama cambió en cierta medida tras la ola de movilización popular en América Latina, iniciada a mediados de la década de 1990 y profundizada a principios de siglo. Y, de modo más reciente, tras las movilizaciones desatadas desde 2008 (15 M, Occupy Wall Street, #YoSoy132 y otras expresiones análogas).
Uno de los desplazamientos más significativos en este periodo transcurrió en la dinámica sociopolítica de las militancias radicales pero también, y de forma simultánea, en el terreno del sentido. La entrada de un mood (estado de ánimo) lúdico e interactivo ligado a la emergencia de las redes sociales virtuales ha generado una convulsión que en muchas ocasiones modificó de manera positiva las dinámicas pero en otras dificultó la recuperación de viejas experiencias que podrían ser vigentes.
Una serie de cuestionamientos y prácticas han profundizado cierta crítica y reacción a las militancias revolucionarias –clásicas– generadas durante el siglo XX y donde figura primordialmente la matriz marxista-leninista, pero también sus variantes, derivas y contrincantes en la izquierda revolucionaria.
Desde luego, un proyecto de militancia revolucionaria considerado en sus dos vertientes, como práctica política de vida y sentido para ésta, se relaciona con el tipo de cambio que pensamos impulsar. Sin embargo, no está del todo sometido y cuenta con márgenes propios. Un cambio radical no siempre aspira a una militancia intensa o radical y viceversa. Este argumento constituye un primer matiz que cuestiona las apreciaciones sobre las experiencias militantes del pasado.
En ciertas evaluaciones antimilitantes, realizadas durante las últimas décadas, suele asociarse la militancia con una suerte de martirio, como fue practicado por diversas corrientes de la izquierda radical. El fin de la lucha no era la vida comunista sino el sacrificio revolucionario por sí mismo. Como se ve, hay una inversión temible. Los militantes arriesgan la vida y sacrifican tiempo porque lo consideran necesario; es decir, porque no queda salida. Pero en definitiva, no lo hacen por gusto; en otras palabras, nadie que quiera vivir sacrifica su tiempo sin realizar un acto de pérdida.
Eso distingue el sacrifico del martirio, como acertadamente explica Eagleton, no quisieras, pero así es/2. La militancia revolucionaria, para fungir como motor o práctica de una nueva vida, puede presentarse a modo de sacrificio, pero no lo es por deber, principio o fin.
Puede recordarse la potente crítica cultural gestada durante las décadas de 1960 y 1970 en torno a las experiencias de los masivos partidos comunistas, europeos y estalinistas en su mayoría, pero en general a organizaciones donde el deber ser desbordaba la vida de los militantes, con lo cual hacía de la organización su vida y de sus días una suerte de martirio suave, lento y extendido; existencias donde el partido y la vida militante eran todo. Al menos aparentemente. Éstos son el análisis y la sensación, pero sobre todo la imagen que miles de activistas conservan de las militancias revolucionarias del siglo XX.
Esta imagen, en cierta medida reduccionista de la historia, se ha extendido de manera significativa entre las nuevas generaciones activistas a escala internacional. En el fondo, y jugando con la metáfora mencionada, sería el reclamo de Hermes a Prometeo, el reclamo de la vida al deber y finalmente su oposición fatal. Sin embargo, el enfrentamiento proviene de décadas atrás.
En el congreso anarquista internacional de Carrara, realizado un mes después del mayo francés en 1968, el joven dirigente libertario Daniel Cohn-Bendit ensayaba una frase de huella y elocuencia bastante conocida: Ni un minuto de vida más por la revolución/3. La denuncia había comenzado pero, al menos en Latinoamérica, el efecto de la Revolución Cubana había alentado estelas de militancia donde la noción existencial de sacrificio era valiosa y rica.
Resulta interesante, en términos históricos y militantes, cómo esta crítica existencial en torno del sacrificio y el martirio se liga con una sobre ciertos modelos y dinámicas organizativos. El cuestionamiento del sacrificio en muchas ocasiones era –y es– de manera simultánea uno dirigido al centralismo, al verticalismo, al dogmatismo ideológico y a la visión de poder existente. En la misma época, un debate entre Il Manifiesto y Sartre retrata esta situación desde el campo de la organización:
Durante los acontecimientos de mayo en Francia y, en general, durante las luchas obreras de 1968, los movimientos de base reprocharon a los partidos comunistas no solamente su degeneración burocrática o sus opciones reformistas; también criticaron la idea misma de partido, de organización política, restructurada de la clase. Cuando el movimiento de base sufrió un reflujo, muchos grupos “izquierdistas” volvieron a poner el acento, contra el espontaneísmo, en la organización, preconizando el retorno a un leninismo puro. Creemos que ninguna de estas dos actitudes es satisfactoria/4.
Es difícil negar que al amparo de ciertos excesos en las militancias revolucionarias del siglo pasado transcurriesen algunas tendencias de fetichización donde se confundía la vida con la militancia. Y, como suele suceder, la militancia solía convertirse –y suele convertirse– en un proceso de evasión permanente en la vida de muchos militantes. Al mismo tiempo, ha de considerarse que la mayoría de las veces la política radical se enfrentará a la frustración de no ver realizado por completo su sentido de existencia, y en algunos casos de vida. He ahí el peligro y la tensión que tendencialmente abona el camino para ciertas desfiguraciones.
En muchas ocasiones, la fetichización de la militancia concede la posibilidad de que ciertos mesianismos extremos se abran paso pues, en última instancia, los vanguardismos de ese tipo llevan al límite el sentido mesiánico y redentor de la militancia como práctica de salvación. Pero la iluminación estratégico-organizativa y su irrupción en la historia nunca son obra de una minoría. En la otra parte, ciertas visiones antivanguardistas tienden a desconocer la existencia de estas coordenadas en la política de los de abajo.
Después de todo, las vanguardias orgánicas tienden a surgir por efecto de las mayorías, de la desigualdad (social, política, cultural) existente en su interior, pero también de su potencial creativo, viven dentro y fuera de éstas simultáneamente. Sin embargo, estas discusiones no pueden ser aisladas de su sentido y contexto históricos, cuya matriz se ancló a lo largo del siglo XX en las experiencias de las revoluciones rusa y cubana, y la resistencia en Vietnam, entre otras.
La sensación de que una minoría bien organizada y preparada podía accionar y acelerar los ritmos de la historia contaba con un sustento empírico muy potente, pero a finales de la década de 1970 el mito prometeico parecía empezar a quebrarse. El golpe de Estado en Chile (1971) y la terrible reacción contra los procesos descolonizadores en África constituyeron anuncios de un cambio de época.
Como suele suceder con las experiencias políticas radicales de las mayorías, las interpretaciones posteriores cometieron excesos, sobre todo considerando la terrible reacción gestada hacia finales de siglo. Es cierto que pueden identificarse tendencias de deformación, pero resulta mecánico hacer pasar tanta energía social y política por un simple martirio o sacrificio, dejando de lado expresiones legítimas de militancias que lucharon por el futuro desde una potente afirmación de la vida en el presente. (Dicho sea de paso, el presentismo existente en las movilizaciones contemporáneas expresa no sólo una denuncia sino, también, una condición de orfandad histórica.)
Más allá de las mitologías personales generadas a su alrededor, Lenin, Luxemburgo, Néstor Makhno, Mao, el Che Guevara o Ricardo Flores Magón constituyeron horizontes de sentido para construir vida en torno a la lucha por un cambio revolucionario. Desde visiones reaccionarias, suele verse en sus figuras simples almas alienadas por el hechizo de un futuro pospuesto infinitamente: me sacrifico hoy para que las siguientes generaciones logren vivir el socialismo, sin importar los medios.
En principio, quizás admitamos que se trató de un espíritu prometeico, que condujo a excesos no calculados y en muchas ocasiones fuera del control de sus protagonistas. Pero en definitiva no es posible reducir la historia a un esquema: quisiéramos quemar los libros aspirando a quemar la historia, pero no podemos, pues la historia se empieza por el medio (Deleuze).
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La política anticapitalista y radical de las mayorías se ha relacionado con la consolidación de ciertas prácticas prefigurativas durante los últimos dos siglos. El partido anticapitalista, el sindicato revolucionario o la cooperativa autónoma fueron órganos que trasladaban y producían en sus entrañas un mundo nuevo, eran semillas, que no sociedades alternas. Desde luego, supusieron experiencias atravesadas por tensiones y contradicciones, como muestra el desarrollo del feminismo ligado al movimiento obrero de carácter anarquista o marxista.
La emergencia de Mujeres Libres en la Confederación Nacional del Trabajo durante la Guerra Civil en el Estado español da cuenta de ello. La Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la Federación Anarquista Ibérica (FAI) fueron organizaciones revolucionarias donde las formas machistas y patriarcales de hacer política se friccionaron por la organización autónoma de las mujeres anarquistas. Pero, al mismo tiempo, ambas constituyeron el fermento que permitió construir una de las agrupaciones feministas más importantes y masivas en la historia.
En respuestas mucho más extremas desde la izquierda durante las últimas décadas se asume que el poder se encuentra en todos lados, sin considerar espacios de condensación o jerarquizaciones, y principalmente en la vida cotidiana, por lo cual el nodo principal de lucha se traslada a la vida cotidiana y a los ámbitos de la reproducción social, terrenos fundamentales para la lucha, pero insuficientes.
La consigna lo personal es político es llevada hasta sus últimas consecuencias. La mezcla entre un escenario de derrota histórica para las clases subalternas al finalizar el siglo XX y las interpretaciones foucaultianas resultó una prensa muy poderosa y seductiva que alcanza nuestros días.
Por supuesto, era necesario dejar de pensar en el poder como una cosa (Estado) para develarlo como relación donde una de las dimensiones centrales se halla en la vida cotidiana, pero de eso no deriva de modo natural el abandono de la militancia propiamente política, la cual tampoco anula la necesidad de la lucha cotidiana, mas la complementa y lleva a otro nivel, a la dimensión política, distinta del marco cotidiano. El nexo entre estas dimensiones de lo social puede generarse de diversa manera.
La política de los de abajo aspira a quebrar la escisión entre poder, política y comunidad, acercándolo a formas directas, asequibles y cotidianas. Disolver por completo la política en la cotidianidad corre un riesgo al dejar vacío el lugar de aquellas especificidades (no de la condición política de las sociedades humanas) de la política como dimensión, proceso y momento de encuentro con los otros, como momento de pugna abierta que lleva el enfrentamiento cotidiano a una dimensión más amplia y generalizada.
El refuerzo de visiones individualistas y antipolíticas proliferó y perdura. La impotencia tiende a convertirse en una virtud, como señaló Daniel Bensaïd.
Más allá de la discusión filosófica sobre nuestra condición política y el ejercicio de ésta como práctica y relación de poder, que no siempre de mando, es necesario reconocer la condición y disposición de los explotados y oprimidos en las sociedades capitalistas, lo cual nos orilla a pensar que la emancipación podría plantearse sólo a nivel de la acción común, de la organización y de la construcción de un contrapoder capaz de disputar el orden estructural y el sentido de las sociedades actuales; de ahí la importancia de la política, la militancia y la estrategia.
En última instancia, los desposeídos tienen sus cuerpos, su historia colectiva y su organización, elementos que se condensan para brindar forma a los momentos culminantes de lucha de clases, los forjados en tensión abierta con la lógica dominante. (Mitológicamente se tiende a creer que la Revolución Rusa fue el día de la toma del Palacio de Invierno –momento político y simbólico–, sin considerar que aquélla se había hecho ya desde el momento en que los de abajo generaron un poder político autónomo con capacidad hegemónica.)
Quizás el periodo actual nos recuerda que, junto a los movimientos, son necesarios instrumentos de participación política transversal y permanente que ayuden a colocar a los subalternos de cara a la disputa por la conducción de la sociedad. Ese instrumento no necesariamente debe cobrar la forma de un partido en el sentido leninista, mucho menos electoralista. Ello implica participación permanente y centralizada de manera democrática.
Sin duda, la experiencia de burocratización de la Unión Soviética y otros ejemplos revolucionarios colocan un foco de atención, de alerta sobre la fetichización de la organización, de donde emanan formas alienadas, burocráticas y autoritarias de militancia, pero no eluden la pertinencia de pensar en cómo construir organizaciones políticas permanentes que articulen la acción de los revolucionarios en diversas regiones, sectores y momentos políticos e históricos encargándose de ligarla a las necesidades cotidianas y al nivel de conciencia existente, sin someterlo a éstas y viceversa.
La cuestión de la militancia revolucionaria en las corrientes radicales durante los últimos siglos ha estado ligada a la organizativa. No sólo el marxismo revolucionario operó respecto a este debate: también el anarquismo revolucionario incursionó sobre fuertes tensiones teóricas y prácticas en este terreno. Recuérdese la actitud de Bakunin al fundar la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, de los anarquistas al establecer la Federación Anarquista Ibérica en la cnt o las ideas formuladas en el Manifiesto Comunista Libertario de George Fontenis.
Aunque las coordenadas históricas cambiaron, transformándose con ellas sustancias y formas para proyectar el debate, el asunto sigue siendo que, para las clases y los grupos subalternos de la sociedad, resulta apremiante el tipo de prácticas y los sentidos que construye para derrumbar al sistema; es decir, el tipo de militancias necesarias para luchar contra el capitalismo, el patriarcado, diversas opresiones nacionales y raciales, y la devastación ecológica.
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Tales frentes y dimensiones de lucha constituyen el núcleo duro de una política revolucionaria para este siglo. A contrapelo de nuestra época, el reto de una política revolucionaria es encontrar potencialidad en la diversidad y diálogo de estos frentes de lucha, admitir la diversificación de sujetos no equivale a cancelar una idea unitaria, que no homogénea o jerárquica, de revolución social.
Es imposible dejar de reconocer las potentes lecciones comunicacionales que brindaron las experiencias de las últimas décadas, pero en muchos casos sus saldos organizativos resultan, por lo menos, cuestionables. Uno de los grandes planteamientos puestos sobre la mesa gira en torno a la necesidad de la participación permanente frente al flujo y reflujo de los movimientos, un dilema que encara una ola de movilizaciones y una nueva generación política a escala internacional.
En el mediano plazo, es necesario contrastar las experiencias militantes de la década de 1990 (Refundación Comunista en Italia, Izquierda Unida en el Estado español, Partido de los Trabajadores y Movimiento de los Sin Tierra en Brasil y Partido de la Revolución Democrática en México, entre otras) con las actuales (Syriza, Podemos).
Cambiar el mundo de raíz implica articular una crítica radical de la sociedad con una práctica cotidiana y comprometida, donde la experiencia del trabajo colectivo aparece como un elemento sustancial que muestra el sentido del trabajo no pagado y al margen de las empresas y los Estados capitalistas; es la potencia de la acción colectiva revolucionaria, una dinámica militante que va más allá de la política y genera un viraje en el sentido de vida para sus protagonistas.
Algo del mundo cambia cuando actuamos de modo diferente; mas ello no basta. Por eso resulta imprescindible la política como encarnación de lo que no es pero puede ser desde las entrañas mismas de la sociedad: la acción política que coloca a los de abajo como sujetos y potencia sus aspiraciones. Después de todo, éste sería el núcleo de la militancia radical.
Sin embargo, el mismo hecho dota de seriedad ineludible a las dinámicas de participación política pues, sin estructura, rigor, orden, constancia y compromiso, los esfuerzos organizativos pueden deshacerse con facilidad o caer en un retardo infinito: una organización antisistémica opera sobre la delgada línea que lo separa y lo une a las mayorías, al plantearse como un referente político para su militancia, y al proyectar su articulación a las dinámicas sociales y políticas de las mayorías.
En el terreno del sentido y también de la práctica, ello implica que Prometeo no desaparece…
Una organización radical intenta separarse de las dinámicas dominantes en el terreno de la política (el Estado y la burguesía) impulsando una dinámica autogestiva en términos de elaboración estratégica, pero ese intento por consolidar un resguardo implica una separación que quizá sólo se salde ofreciendo a estas organizaciones como un escalón para formar nuevos militantes y autoorganización en el campo popular; es decir, más allá de la organización misma.
En última instancia, la organización y la política no son un fin en sí mismo sino un medio en una ecuación mucho más compleja. Esta dinámica tiene por supuesto implicaciones subjetivas y personales a nivel del sentido que los militantes construyen para sus vidas y en la existencia común que despliegan con otros militantes.
Las militancias radicales construyen nuevos sentidos para la vida al desplegar prácticas alternas, pero mientras las proyecciones o prefiguraciones autónomas establecidas por las dinámicas revolucionarias no son hegemónicas sufren de la fricción de las dinámicas dominantes, y en el fondo la hegemonía de las prácticas y los sentidos de las clases dominantes (Gramsci).
Esto depende también del tipo de experiencia de que hablemos, pues no es lo mismo un partido, un sindicato independiente que un territorio autónomo; y a ello debemos agregar las múltiples escalas existentes para los ejemplos mencionados.
El mundo no cambiará en meses de lucha, incluso años o décadas; ello requiere reflexiones profundas sobre viejas experiencias a la luz de nuevos episodios. La posibilidad se juega en un periodo histórico que va más allá de la vida de una generación. Pero la militancia no deja de ser un debate vital y vigente para las mayorías, con diversos niveles y sentidos de discusión incapaz de reducirse a una fórmula o receta, un error frecuente de las izquierdas revolucionarias del siglo anterior.
Esta postura no implica caer en un pensamiento dictatorial incapaz de reconocer otras formas de lucha, pero resalta la especificidad e importancia de la organización y de la acción política permanente como ruta de emancipación posible para las mayorías en este sistema. Ello también implica una forma de brindar y construir sentido a la vida desde la solidaridad, la acción común, la creatividad y la autogestión.
En conclusión, y en términos existenciales y genéricos, implica cobrar conciencia sobre la necesidad de tomar en nuestras manos el rumbo de las sociedades y el sentido de nuestras vidas. Y para ello, Hermes y Prometeo representan polos o cualidades vigentes para poner en pie dinámicas y sentidos de militancia en términos revolucionarios.
A partir de esta situación, y evaluando las condiciones actuales de las militancias radicales, resulta imposible e indeseable hacer tabla rasa de la historia, inventando un nuevo comienzo. Incluso en las rupturas políticas, las militancias radicales guardan un lazo con el pasado, así sea para negarlo. Las nuevas posibilidades militantes y revolucionarias también aguardan en nuevos debates y análisis que complejicen el siglo XX y extraigan elementos y lecciones que potencien la energía existente.
Nuestra época se debe a sí misma el rompimiento con las tres grandes tendencias de interpretación que ofreció la izquierda al final el siglo anterior e inicios de éste.
La tensión entre reforma, quienes abandonaron la propuesta de la revolución como ruptura y se deslizaron a posiciones que fomentaron cierto gradualismo electoralista, y autonomía, un campo donde se fortalecieron una visión enfáticamente antiestatales e incluso antipoder en sus expresiones más extremas no es casualidad, contribuyó a generar desconcierto y contraposición entre la construcción de poder autónomo desde abajo y la lucha por una nueva hegemonía desde el campo popular.
La tercera vía de interpretación, por demás minoritaria, es la ortodoxa, que pretende realizar (resucitar) una traslación directa del proyecto y del modelo organizativo de matriz leninista.
Pero lo cierto es que las nuevas manifestaciones tienden a mostrar rupturas con este esquema general, colocando otros debates y generando nuevos puntos de arranque para las militancias de nuestros tiempos. Un ejemplo muy sugerente puede encontrarse en el comunismo libertario y federativo kurdo, que engarza el marxismo y el anarquismo mediante dinámicas antiestatales, que no renuncian a la construcción de poder popular autónomo, mas tampoco destituyen el horizonte de consolidar una nueva hegemonía en clave democrática y plural.
Frente a este panorama epocal, requerimos inventar prácticas y sentidos de militancia que nos involucren en nuevas síntesis del pasado, del legado de otras generaciones, con las necesidades y aperturas del presente. Poner en pie otro horizonte de futuro precisa con urgencia de dichas labores.
Sería inútil resucitar a Lenin o Zapata, pero su espíritu y ejemplo son fuentes de inspiración y convicción para las luchas del presente. Habría que partir de otras coordenadas sin oponer fatalmente el sacrificio a la creatividad o la autodisciplina colectiva al placer y el juego.
Las organizaciones revolucionarias de nuestro siglo exigen un doble giro libertario y creativo capaz de sostener organizaciones políticas revolucionarias permanentes que condensen y potencien los ciclos de movilización social y, al mismo tiempo, sirvan de retaguardia en momentos defensivos.
Quizás el campo de la lucha popular no ha logrado brindar respuestas nítidas que permitan alejarnos de la orfandad estratégica y organizativa de nuestra época. Sin embargo, algunas cuestiones han asomado la cabeza.
Una aproximación más seria y cautelosa al legado militante y revolucionario del siglo xx nos permitiría reconocer –y reactivar si es posible– las herencias de Rosa Luxemburgo, Emma Goldmann y André Bretón, portadores y promotores de una sensibilidad radical y creativa, pues mezclaron una militancia intensa con un poderoso sentido de vida que implicaba la lucha pero iba mucho más lejos en tanto sentido de vida.
Es conocida la consigna de Goldmann: Si no puedo bailar tu revolución, no me interesa. Desde una perspectiva vitalista y revolucionaria, la lucha, la solidaridad y la creatividad serían cualidades fundamentales e inherentes para impulsar una vida digna que estimule la emancipación social y, al mismo tiempo, nos permitan la autorrealización personal.5
Es posible que entre ese mañana pospuesto infinitamente y un imperio inmediato y fugaz, algo escape a las propias necesidades no de una revolución social, aunque constituya su fin y fundamento, sino del devenir revolucionario –como sugería Deleuze– que aspiramos a alcanzar para transformar la vida y cambiar el mundo desde la raíz; es decir, a la consolidación de una participación política permanente que logre ser coherente en el plano de la vida cotidiana, se anticipe a generar prácticas sociales que friccionen el orden dominante y procure formas políticas antisistémicas.
Fuente: Memoria, revista de crítica militante, nº 259 año 2016-3
Agradezco los comentarios y las sugerencias realizados acerca del texto por Michael Löwy, Guillermo Almeyra, Elvira Concheiro, Massimo Modonesi y Joel Ortega.
Traducción; Viento Sur
Notas:
1/ Bensaïd, Daniel (2006). El retorno de la cuestión político-estratégica. Consultado en internet: http://danielbensaid.org/El-retorno-de-la-cuestion-politico?lang=fr
2/ Eagleton, Terry (2011). Dulce violencia. La idea de lo trágico, Trotta.
3/ Consultado en internet: https://archive.org/stream/CongresoAnarquistaInternacionalDeCarraraTexto
/CongresoAnarquistaInternacionalDeCarraraDe1968_djvu.txt
4/ Dirección de Il Manifesto, conversación entre Il Manifesto y Jean Paul Sartre el 27 de agosto de 1969 en Roma. En masas, espontaneidad, partido. Publicado como parte del libro Teoría marxista del partido político, volumen 3, página 15. Cuadernos de Pasado y Presente, cuarta edición, 1981, Siglo XXI Editores.
5/ En este pasaje agradezco de manera especial los comentarios de Michael Löwy.
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