Todo chileno recurre al mar (o a la cordillera) cuando quiere venerar a la patria. Sin embargo, Chile es el país que menos pescado consume en Sudamérica.
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Digamos que la paradoja también ocurre en los intelectuales. Hernán Godoy, historiador de la UC, se quejaba en 1988 de que nadie había escrito una historia del sector pesquero en Chile: la suya fue la primera.
Los veinte tomos de la Historia de Chile de Encina solo tiene tres páginas dedicadas a la pesca. La Historia de Valparaíso de Vicuña Mackenna no tiene ninguna. Influye que nuestra capital, en un país tan centralista, no tenga mar.
Un primer punto es la creencia de que los pueblos aborígenes practicaban poco la pesca: otro error de Encina. Son innegables las actividades de lafquenches, changos, chonos, alacalufes y yaganes, por nombrar solo los pueblos más conocidos.
Los españoles heredaron algo de ese conocimiento, pero mucho se perdió: nuestra costa posee un mínimo de quince mil islas, con roqueríos hundidos y corrientes. Interminables recovecos que llevan nuestros 4.500 kilómetros de costa a un equivalente cercano a los 25.000 kilómetros.
En la Colonia, la mayor parte del pescado fresco que se consumía en Santiago provenía de las lagunas cercanas a la capital, como las de Pudahuel o Aculeo. Esta última todavía posee abundancia de especies. De la costa llegaba principalmente pescado seco o salado.
El pescado fresco aumentaba su consumo en invierno, única época en que era posible conservarlo en los viajes a lomo de mula. El tema preocupó desde siempre, debido a recurrentes intoxicaciones. Ya en 1576 aparecen las primeras regulaciones y la figura del “alguacil del pescado” en 1591.
El precio del transporte era motivo de queja. Posteriormente se fijaron impuestos para la entrada del pescado a Santiago, subastando el monopolio de la venta, aunque el precio era fijado por el Cabildo. A finales del siglo siguiente se abandona ese sistema y se implanta la libertad de venta, autorizándose la actual calle 21 de Mayo como lugar para las pescaderías.
Posteriormente, en 1817, surge la Plaza de Abastos, en terrenos destinados a cancha de pelota vasca. Cuando esta se incendió en 1864, surge en el mismo lugar el Mercado Central, cuya tradición pesquera se refuerza con la construcción de la Estación Mapocho en 1906: ahí llegarían los trenes de Valparaíso.
Una medida que se mantiene hasta hoy fue implantada por Ambrosio O’Higgins. Contra las protestas airadas de los hacendados dispuso que los pescadores y sus familias pudieran establecerse en los lugares costeros que fuesen más aptos, lo que motivó el sistema de “caletas” que aún rige la pesca artesanal. Hay muchas caletas famosas, de mi zona de origen puedo nombrar Misisipi, Curiñanco o Queule, donde aún quedan sierra y robalo, siendo la principal proteína para sus habitantes.
Varación de las especies
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Revisando la pesca hasta el siglo XIX hallamos una abundancia de especies que van quedando en el olvido. El abate Molina describe escenas en que los peces quedaban varados en la orilla del mar, “uno sobre otro”. Historias semejantes se leen en cronistas europeos.
El litoral central, hoy devastado, era rico en especies como el congrio de Algarrobo, los locos de San Antonio, los erizos de Papudo y los choros zapato de Quintero. Ya en el siglo XX, Pablo de Rokha deja algunos registros en su Epopeya de las comidas y bebidas de Chile (año 1949), sobre todo de choros y curantos.
Aparentemente, mucha de la diversidad se mantuvo hasta épocas relativamente recientes.
La especie más notable fue la ballena, diezmada desde principios del siglo XVIII. La explotación era realizada por naves inglesas. Después se agregaron los norteamericanos. La primera compañía chilena ballenera se instaló en 1871, alcanzando a operar hasta 1915.
Una situación similar vivieron los lobos marinos. Depredados por extranjeros, en 1892 se decretó la primera prohibición de su captura, aunque esto fue letra muerta en la Patagonia, según relata Francisco Coloane. De los lobos se extraía el aceite para el alumbrado, dando “8 y 10 botijas por ejemplar”.
Más allá de Lebu era una zona virgen para la pesca. Los balleneros se trasladan a Corral y más al sur, de manera permanente. La inconciencia en esa época era enorme. La opinión en industriales y especialistas es que la abundancia no terminaría nunca.
Cuesta creer que uno de los métodos de pesca más usados era la dinamita, utilizada intensivamente en mares y ríos. Luego de una tronadura no prosperaba nada en ese punto, pero a nadie le importó sino hasta 1915, que surgen las primeras campañas para erradicar esa práctica.
Los registros históricos de la exploración e investigación marina parten con los españoles. Luego se agregan diversos exploradores europeos, como Fitz-Roy, en uno de cuyos viajes vino Darwin. No debemos olvidar también a Claudio Gay, a Federico Albert y a Rugendas. También hay registros realizados por oficiales de la Armada.
Jorge Montt (presidente y marino) se dedicó mucho al tema, siempre orientado a la industrialización. De él surgieron campañas para incrementar el consumo y la primera Ley de Pesca.
El primer catálogo sistemático de especies fue realizado por un médico de apellido muy adecuado: Federico Delfín, quien lo publicó en 1901. Sin embargo, contrario a nuestra geografía, el primer Instituto de Biología Marina se fundó en 1945 y la formación de profesionales de nivel universitario se inicia una década después. En esa época el “sector pesca” estaba radicado en el Ministerio de Agricultura.
Salvador Allende, el año 1970, fundó una institución clave: el Comité Oceanográfico Nacional (Cona). Pero la institución no contó con buque oceanográfico hasta 1992.
Las industrias pesqueras
Muchos se sorprenden hoy cuando actualmente compran pescado enlatado “extranjero” y descubren que su origen es Chile. Pero el fenómeno no es nuevo: cuando no había industria de conservas en Chile, era importado desde Europa o EE.UU.
La primera industria conservera (de choritos) se estableció en 1860 por iniciativa de Francisco Schiaccaluga, primero en las Guaitecas y luego en la isla Santa María y en Calbuco. Después se instaló otra en la isla Quiriquina (Concepción), llegando a producir 120 mil latas anuales a finales del siglo XIX. Solo queda el recuerdo: rápidamente desapareció el recurso de la zona.
De esa época es el germen de otra industria: la acuicultura. La primera experiencia fue desarrollada por Balmaceda, específicamente para el salmón. Por su parte, Isidora Goyenechea contrató un técnico en piscicultura para hacer ensayos en los ríos de Lota.
En 1902 Federico Albert realiza un ensayo de aclimatación de gran escala: 400.000 ovas fueron cultivadas en el río Claro. Como casi todo en este rubro, la acuicultura no fue parte de ninguna cartera ministerial sino hasta 1992.
Actualmente la pesca se divide en industrial y artesanal. Si se mide en “desembarques totales”, el sector industrial pasó de un millón de toneladas en 1968 a siete millones de toneladas en 1996, para luego caer a 1,3 millones de toneladas en la actualidad. En el mismo periodo, el sector artesanal pasó de 70 mil toneladas a 1,7 millones de toneladas, creciendo siempre.
Como el sector artesanal se supone destinado a consumo interno y los últimos cuarenta años el consumo de pescado ha subido escasamente, el resultado de los datos es paradojal. La pesca artesanal se define como aquella generada por barcos de 18 metros de largo y 80 metros cúbicos de bodega.
Por ello, los industriales se dedican al “multirut”, con barcos de poco menor eslora, quedando como artesanales. Es decir, la mayor parte de las 1.7 millones de toneladas de la pesca artesanal están mal clasificadas.
En rigor, la diferenciación debería ser entre artesanales boteros (eslora menor a 12), artesanales entre 12 y 18 (que son derechamente, industriales disfrazados) e industriales netos. No es el único chanchullo. Un problema común es el tráfico de harina de pescado. Como el caso de Fra-Fra Errázuriz quien, debido a que adultera las balanzas, declara menos.
En 2015 se le incautaron cinco mil toneladas, por un valor de once millones de dólares, las que iban destinadas a alimento de salmones.
El colapso de nuestro días
Los sobornos de senadores por Corpesca son la arista política y judicial de un problema más serio: se está acabando la riqueza marina de Chile. Cabe decir “la ambición rompió el saco”. El principal problema ha sido siempre el destino final del recurso, que casi nunca es ahora para consumo humano.
El 70% de la producción se hace harina de pescado, exportándose en su mayor parte. Para eso los peces más apetecidos son la anchoveta, la sardina y el bacaladillo. Pero también el jurel, merluza y caballa, cada vez más escasos. Alguien dirá, pero quedan otros peces (corvina, congrio, sierra, robalo, etc.) para consumo humano.
El problema es que el mar es un ecosistema, por tanto el agotamiento de un recurso afecta a las demás especies, que mueren de hambre. La sobrevivencia de la fauna marina se ha hecho difícil en las caletas al sur de Concepción.
Los métodos de captura también tienen efectos nocivos. Ya no se dinamita, pero se recurre a la pesca de arrastre que daña el fondo marino (es decir, al sustrato del ecosistema), así como el uso de elementos de ultrasonido que confunden a los peces. Los falsos pescadores artesanales son parte del problema y su regulación eficaz todo un reto, ahora que los políticos vendieron el mar.
Fuente: Punto Final, edición Nº 853, 10 de junio 2016.