lunes, diciembre 23, 2024
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La Guerra Bacteriológica de la Dictadura

Una de las conductas más retorcidas del régimen cívico-militar fue el experimentar el efecto de productos químicos en las personas, sea como medio de tortura o de eliminación de “enemigos políticos”. Más de treinta años después de la aplicación de estos crueles procedimientos una de las causas, la de la intoxicación de presos de la ex Cárcel Pública, está a punto de llegar al fin con la condena de los criminales.

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Investigaciones separadas de los jueces Alejandro Madrid y Víctor Montiglio, entre otros,  dieron luces del modo en que operaban las brigadas especializadas en el uso de gas sarín y  otras sustancias similares, tales como Tabún, Somán, Clostridium botulínica, Saxitoxina y Tetrodotoxina.

También lo supieron las múltiples víctimas de estos procedimientos de exterminio químico y que no sobrevivieron. El Presidente Eduardo Frei Montalva, el funcionario internacional Carmelo Soria, el Conservador de Bienes Raíces Renato León Zenteno, los presos comunes de la cárcel pública Víctor Corvalán Castillo y Héctor PachecoDíaz, los dos jóvenes peruanos de la cárcel secreta de Simón Bolívar y hasta el mismo cabo y agente Dina Manuel Leyton y muchos otros…

Conejillos de indias

Muy pocos sobrevivieron. Entre ellos un grupo de militantes del MIR, quienes se encontraban prisioneros por razones políticas en la Galería Nº 2 de la ex Cárcel Pública y que fueron utilizados como conejillos de indias en la preparación del crimen del Presidente Frei Montalva, quien a fines de 1981 era envenenado en la Clínica Santa María de Santiago. Poco antes de la muerte del exmandatario, en la cárcel de la capital cuatro militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria y dos reos comunes sufrían similares síntomas.

Ellos también fueron intoxicados con sustancias tóxicas fabricadas en el Instituto Bacteriológico del Ejército. Adalberto Muñoz Jara, Guillermo Rodríguez Morales y Ricardo y Elizardo Aguilera lograron sin embargo sobrevivir, aunque con terribles secuelas. Víctor Corvalán Castillo y Héctor PachecoDíaz, quieres eran reos comunes y compartieron el «rancho» -alimento entregado o preparado en la cárcel-, no tuvieron la misma suerte. Los certificados médicos consignaron el deceso a causa de una «intoxicación aguda inespecífica».

El relato de uno de los sobrevivientes a Cambio21sobre de la odisea vivida y la cruda confesión de un médico que les atendió en la oportunidad permitieron conocer más de esta «guerra bacteriológica» que aplicó la dictadura cívico-militar en contra de sus opositores. También la perseverancia de jueces que luchan en contra de pactos de silencio y poderes fácticos para evitar que se conozca toda la verdad.

Treinta años pasaron

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En 2014 el magistrado Alejandro Madrid logró establecer qué había ocurrido en la ex Cárcel Pública de Santiago y, con ello, la identidad de quienes fueron los funcionarios de Gendarmería que, coludidos con la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dine), los intoxicaron. No fue lo único que arrojaron las pesquisas, pues se pudo acreditar que el envenenamiento fue provocado con toxinas botulínicas que fueron fabricadas en el Instituto Bacteriológico del Ejército de la comuna de Talagante; también, quiénes fueron los «médicos» que participaron y quiénes los químicos que estuvieron detrás de su «fabricación».

Madrid procedió a declarar reos en 2014 como autores de los delitos de homicidio calificado y homicidio frustrado al médico Eduardo Arriagada Rehren y al veterinario Sergio Rosende Ollarzú. Como cómplices, procesó a los coroneles (r) Joaquín Larraín Gana y Jaime Fuenzalida Bravo.

No se trata de nombres cualquiera. Arriagada Rehren fue el mismo facultativo que participó del magnicidio de Frei Montalva, mientras que Larraín Gana y Fuenzalida Bravo estaban ligados al Instituto Bacteriológico del Ejército. Las primeras pistas que permitieron cruzar la información nacieron en 2000, cuando el químico farmacéutico Marcos Poduje Frugone dio a conocer cómo los coroneles Joaquín Larraín Gana y Jaime Fuenzalida Bravo habían colaborado con la DINA y luego la CNI en la fabricación de armas químicas.

La punta de la madeja

«En el año 1981, entre el 22 de julio y el 7 de agosto, el comandante Fuenzalida me telefoneó para que fuera a buscar un paquete a la Cancillería. En esos días yo me hallaba con yeso, por lo que me trasladé en auto hasta el lugar. La Cancillería estaba en La Moneda, donde se me hizo firmar un documento y se me entregó un paquete pequeño. Al llegar al Instituto lo abrí y extraje un tubo con la leyenda Clostridium Botulinum, el que procedí a guardar inmediatamente en el refrigerador por tratarse de una bacteria bastante peligrosa», reveló Poduje a Investigaciones.

«Al lunes siguiente me dirigí con el tubo en cuestión hasta la oficina del jefe del Laboratorio, Hernán Lobos, pensando que él las había solicitado. Sin embargo, él desconocía el hecho así que procedí a preguntarle al coronel Larraín, quien se molestó porque tenía las toxinas y discutimos. El coronel se quedó con las toxinas y nunca supe qué pasó con ellas y quién las había pedido», prosiguió el químico que, sin saber, estaba develando uno de los secretos mejor guardados por la dictadura.

Esa información, unida a las denuncias del atentado en contra de los miristas que costó la vida a los reos en la Cárcel Pública y los primeros indicios que daban cuenta que a Frei Montalva lo habían asesinado, prendió las antenas policiales. Poduje también dio a conocer el probable nexo de los diversos casos con  la DINA, los servicios de seguridad represivos y los mentores de la guerra bacteriológica, Michael Townley y Eugenio Berríos: «Esta situación con las toxinas me llamó la atención y meses más tarde la relacioné, leyendo la prensa, con la intoxicación de unos militantes del MIR», habría confesado Poduje alapolicía, según consigna «Un crimen imperfecto», el libro que relata los pormenores del caso Berríos, el químico de la DINA, del periodista Jorge Molina Sanhueza.

Un testimonio de la atrocidad

Guillermo Rodríguez Morales es uno de los ex presos políticos que sobrevivió al macabro experimento de la cárcel: «Nos envenenaron con toxinas botulínicas en diciembre de 1981, operación considerada la antesala del asesinato del ex presidente Frei, en enero de 1982 en la Clínica Santa María», asegura a Cambio21.

En los antecedentes judiciales consta la confesión del ex director del Bacteriológico, coronel (r) Joaquín Larraín Gana, quien admitió que la adquisición de armas químicas comenzó luego de una reunión con el médico de inteligencia militar Eduardo Arriagada Rehren, en que este indagó sobre la tenencia de tales toxinas, puesto que «el Ejército las necesitaba debido a las tensiones con países limítrofes». Aparece en el expediente que la toxina fue traída desde Brasil por el Instituto Bacteriológico y entregada a los encargados del laboratorio de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE).

El ministro en visita logró establecer que «por informe del Dr. Jorge Mery Silva, médico jefe del Centro de Readaptación Social de Santiago (Cereso), queda establecido que a las 19:15 horas del día 9 de diciembre de 1981, son recibidos en el hospital los reos Guillermo Rodríguez Morales, Elizardo Aguilera Morales y Víctor Hugo Corvalán Castillo, constatándose el fallecimiento de éste último». Respecto de los otros dos internos señala que «presentan sensación nauseosa y vómitos, ambos tienen intensa midriasis, dificultad en la emisión de las palabras, relatan disfagia intensa y sequedad de cavidad orofaringea».

Diagnóstico: Intoxicación Botulínica

El informe médico luego consigna que «a las 20:45 horas se recibe en el Cereso a los reos Héctor Walter Pacheco Díaz, Ricardo Aguilera Morales, Adalberto Muñoz Jara y Rafael Enrique Garrido Ceballos, quienes presentan un cuadro similar a los pacientes antes ingresados, con un examen clínico idéntico, pero en menor cuantía, siendo hospitalizados de urgencia e instalándose igual terapia». Fue el doctor Jorge Mery Silva quien primero plantea el diagnóstico de Intoxicación Botulínica.

La toxina utilizada para envenenar a los presos políticos, de acuerdo con el expediente,  fue obtenida a través de una solicitud del director del Bacteriológico de Chile al organismo correspondiente en Brasil. Se envió por valija diplomática y fue remitida al laboratorio de calle Carmen 339, dependiente de la DINE. Ahí se fabricaron y manipularon sustancias de alta toxicidad. Los encargados eran el médico Arriagada y el veterinario Rosende, ambos procesados en esta causa y ad portas de ser condenados.

«Nos quisieron asesinar»

Guillermo Rodríguez, una de las víctimas, relata a Cambio21 los hechos de ese día en que junto a los hermanos Ricardo y Elizardo Aguilera compartieron la «carreta» que mantenían él y Adalberto Muñoz en la cárcel: «Me senté a un costado de la cancha de babyfútbol. Patricio (Reyes, otro interno), comenzó a poner caras raras y me pedía a cada momento que le repitiera lo que decía, porque yo estaba hablando muy enredado. Encendí un cigarrillo y comencé a ver de manera distorsionada. Me tendí un momento y, cuando me enderecé y traté de hablar, me di cuenta de que no podía articular bien. Patricio me acompañó a la celda y encontramos a Adalberto vomitando y con agudos dolores. Elizardo y Ricardo estaban igual. Habían envenenado nuestra comida», recuerda.

De inmediato dieron la alarma e intentaron hacerse ellos mismos lavados estomacales con detergente y agua. Los reos comunes golpeaban las puertas llamando a la guardia interna. «No llegó nadie, a pesar de que todos los días la guardia pasaba la cuenta de la tarde y nos encerraban. Los presos comunes gritaban, encendían fogatas y golpeaban las puertas de lata de las celdas, pero nadie aparecía», señala Rodríguez.

Fue una larga y dramática noche: «Tomé bidones de agua con detergente para provocar vómitos y de cierta manera ‘lavar’ los intestinos. Los dolores eran atroces», rememora. Avanzaban las horas y Gendarmería los dejaba morir. «Convulsiones, espasmos, vómitos… El estómago se contrae con tal violencia que me deja sin respiración. No puedo mantenerme despierto. Las dolorosas contracciones se repetían. No sé si perdí el sentido o me dormí… Desperté a mediodía. Algunos reos me arrastraron a la enfermería. Frente a la puerta de entrada de las visitas vi al doctor Manuel Almeyda, que indignado discutía con el alcaide», afirma.

Escenas dantescas

«Habían pasado casi 20 horas y no habíamos recibido ningún tratamiento específico. Uno de los reos comunes comenzó a hacer contorsiones, abriendo los ojos de manera desmesurada. Finalmente desde su tórax se elevó un bulto y quedó inmóvil… Caía la tarde y recién llegaron a la enfermería gendarmes y practicantes. Corrían y gritaban. Llegó una ambulancia. No quisieron prestarnos atención médica a tiempo. Quedé solo en la enfermería, mirando el cadáver del muchacho que también había recibido nuestra comida… Al final de la tarde gendarmes se llevaron el cadáver y en la ambulancia me engrillaron con el muerto. Luego declararon que murió en el camino, salvando la responsabilidad del alcaide coludido en la operación», denuncia Rodríguez.

«Un doctor me tomó los signos vitales y sin vacilar me preguntó si yo era el jefe mirista recientemente condenado por el Consejo de Guerra. Respondí que sí y, para mi sorpresa, se presenta formalmente diciendo que era el doctor Jorge Mery, acusado injustamente de colaborador de la DINA, que ésta sería su ocasión de demostrar que no era así y que él creía que habíamos sido envenenados con botulina», rememora.

Las otras víctimas de la guerra bacteriológica

Varios fueron asesinados en dictadura mediante aplicación o inoculación de sustancias químicas. Uno de ellos fue un agente de seguridad que la DINA estimó había hablado más de la cuenta, el cabo Manuel Leyton. Así lo relató a Cambio21 Jorgelino Vergara, el «mocito» de Manuel Contreras, jefe del temido aparato de represión: «Leyton fue detenido por carabineros por el robo de un vehículo que se usaba en la DINA para operaciones y les dijo que era de este organismo secreto, que había sido ordenado el robo por sus superiores y habló de más (…) Contreras ordenó asesinarlo. Antes lo llevaron en muy malas condiciones al cuartel Simón Bolívar, lo arrastraban dos agentes».

«A Mario Segundo (la chapa de Leyton) lo tendieron en la que había sido mi cama de soltero. Se veía mal, al parecer lo habían baleado, después no lo vi más, lo sacaron y se lo llevaron. Tres días después fue declarado muerto en la clínica London, ahogado en sus propios vómitos. En realidad fue asesinado», recuerda el «mocito». El propio juez Montiglio comprobó que en el cuartel de calle Simón Bolívar se experimentó con gas sarín.

Otro fue el caso de dos jóvenes peruanos que estaban detenidos por la DINA y de los cuales aún se desconoce identidad. Fueron rociados en presencia de Manuel Contreras con gas sarín por Michael Townley para probar el arma química. Murieron de forma atroz, recuerda Vergara. El mismo Townley resultó junto a otro agente afectado por el gas, pero el químico traía un antídoto que le salvó la vida.

En julio de 1976, en el cuartel Quetropillán, se ejecutó con gas sarín al diplomático español Carmelo Soria. La ex mujer de Townley, Mariana Callejas, también reconoce a otra víctima asesinada el mismo 1976. Se trata del Conservador de Bienes Raíces Renato León, quien se habría opuesto a operaciones inmobiliarias que involucraban propiedades de detenidos desaparecidos.

El magnicidio del Presidente Eduardo Frei Montalva fue la culminación de esta «guerra bacteriológica» en contra de compatriotas y al interior del país. Hoy, más de 30 años después de los hechos de la Cárcel Pública, la sentencia está pronta a dictarse. Será la primera que recaerá en esta especie de delitos. Muchos de los cabecillas están muertos o son inalcanzables para la justicia. Los pocos que quedan vivos alegarán demencia senil o una edad que los exculpe. Para algunos queda el consuelo de conocerse la verdad y esperar la reparación.

Fuente: Cambio 21

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