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Juegos Olímpicos París 1924: Las Brazadas de Tarzán

París se convirtió en la primera ciudad que repetía unos Juegos Olímpicos. Coubertin estaba convencido que en 1924 lograría la edición que había deseado para su país. La participación ascendió a 3 075 atletas de 44 países, que compitieron en 17 deportes, de ellos 136 fueron mujeres, una cifra no esperada.

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No obstante, el Barón quedó insatisfecho:

“Las promesas retrospectivas que se me formularon al respecto en los Juegos de Estocolmo y Amberes, no se han convertido en realidad, y ni París ni Amsterdam parecen tampoco preocuparse por ello. En mi opinión, se trata de una falta grave, aunque reparable el día que se decidan a hacerlo con un poco de voluntad, de perseverancia y de dinero”.[1]

Algunos historiadores afirman que su desencanto estuvo dado por la presencia acelerada de las damas en las citas bisiestas. No debe empañarse la imagen del hombre que se echó encima el mundo moderno del deporte, cuando los demás titubeaban.

Es cierto, no vio con buenos ojos la participación femenina, apegado al antiguo mundo griego, hasta llegó a señalar: “Los Juegos traicionan el ideal antiguo, puesto que admiten a las mujeres…”[2]

La cita estuvo bien organizada, a pesar del pobre apoyo gubernamental. Se construyó la primera Villa Olímpica (hoy obligatoria), dispuesta en barracones sin lujos. No todas las delegaciones tenían el poder adquisitivo para hospedarse en hoteles y lugares costosos.

En París 1900 no hubo un estadio oficial y la natación se desarrolló en el río Sena. En 1924 se corrió ese peligro, pero (de nuevo) gracias al Racing Club con aportes privados, pudo reconstruirse el viejo estadio Matin, enclavado en un barrio poco adecuado para los aristócratas que allí se dieron cita.

Al parecer, los políticos aún guardaban reservas sobre la capacidad aglutinadora del deporte olímpico, que bien pudiera ensalzarlos y elevar las preferencias de los votantes, o relegarlos, dado el arraigo popular. Coubertin no vaciló en referirse al asunto:

Un joven empleado, subalterno de un servicio estatal, me decía modestamente: “Yo no puedo opinar más que como hombre de la calle, pero aun así estoy persuadido que los poderes públicos no han sabido aprovechar ni remotamente, todas las ventajas que podían sacar de esta Olimpiada.”[3]

Se destacaron varios atletas, entre ellos el panadero francés Charles Rigoulot en el levantamiento de pesas, proclamándose el “hombre más fuerte del mundo”, con un registro risible para los forzudos de hoy. A la inauguración asistieron reyes, políticos, generales y artistas famosos -hasta del lejano Hollywood-. Más de 60 000 personas, antesala del espectacular fenómeno deportivo que vivimos hoy.

Allí se acreditó un hecho sin precedentes, cuando el negro norteamericano William De Hart Hubbard, integrante de la delegación de su país, se tituló en el salto de longitud, para convertirse en el primero de su raza en subir a lo más alto del podio, con registro de 7 metros y 44 centímetros.

Cuba no asistió. En esta edición América Latina estuvo representada por ocho países. Se destacaron Argentina, Uruguay y Haití.

Argentina obtuvo varias medallas en este certamen: una de oro en polo ecuestre, tres de plata (dos en boxeo por mediación de Alfredo Copello en 135 ½ lb, y Héctor Méndez en 147 libras y una para Luis Brunette, en triple salto de atletismo). Las dos de bronce fueron obtenidas también en boxeo con Pedro Quartucci, en 126 lb, y Alfredo Porzio, en 175 lb.[4]

El once de Uruguay conquistó el título en el fútbol soccer, para iniciar el camino victorioso de Latinoamérica en deportes de conjunto. Y Haití obtuvo la medalla de bronce en tiro deportivo, en la disciplina de fusil libre por equipos, la que sería discontinuada a partir de esos Juegos.

Los aficionados aplaudían a delirar en las competencias. El país sede obtuvo el segundo lugar, detrás de los Estados Unidos, seguido de cerca por los finlandeses, que barrieron en las carreras de fondo, encabezados por el incombustible Paavo Nurmi, cuyo papel destacamos en un trabajo anterior. Vale recordar su sanción por recibir dinero en algunas competencias, pero regenerado en vida, a diferencia del indio Jim Thorpe.

En 1924 ganó 5 medallas de oro, en los 1.500 metros, los 5.000 (con 26 minutos de diferencia entre ambas carreras), los 3.000 metros por equipos, y nuevamente los dos cross country. Fue la última vez que el cross country se disputó. Los últimos juegos de Nurmi fueron los de 1928, donde obtuvo oro en los 10.000 metros y plata en los 5.000 y en los 3.000 metros vallas. Continuó corriendo después de los juegos de Amsterdam, pero se le prohibió participar en Los Ángeles ‘32 por haber recibido dinero por correr.[5]

Los Juegos de 1924 se convirtieron en el escenario adecuado para que Hugh Hudson se inspirara en el filme Chariots of Fire (Carros de fuego en español). También conocida como Carrozas de fuego, fue realizada en 1981, en la Gran Bretaña. Basada en la historia real de los atletas británicos preparándose para esa edición olímpica. Dicho filme aparece como una de las mejores obras de cuantas se han realizado sobre el tema.

Baste recordar que, entre otros galardones internacionales, en 1982 obtuvo cuatro Premios Oscar: mejor película, mejor vestuario, mejor música (de Vangelis) y mejor guión.

En ella se produce una lucha existencial sobre dos compañeros de estudios en la Universidad de Cambridge: Eric Liddell, nacido el 16 de enero de 1902, en Tianjin, China, donde sus padres prestaban servicios y fallecido el 21 de febrero de 1945 en Weixian, China.  Así como Harold Abrahams, quien había nacido el 15 de diciembre de 1899, en Bedford, Inglaterra, y murió el 14 de enero de 1978, en Enfield.

Liddell, cristiano evangélico de íntegra compostura, debía descansar los domingos. Abrahams, un judío no bien visto por sus creencias en una Inglaterra predominantemente cristiana, había logrado un nuevo récord en la velocidad a su llegada a la Universidad de Cambridge.

Se presagiaba un enfrentamiento entre ellos, pero al declinar Liddell su participación el domingo, pasó a escena Abrahams, quien venció en los 100 metros. Ambos se proclamarían campeones, pues Liddel se impuso, días después, en los 400 metros planos.

Los atletas ingleses Harold Abrahams y Eric Liddell triunfan en las pruebas de 100 y 400 metros lisos respectivamente. Su gesta daría origen a la famosa película “Carros de fuego”. Liddel, que era pastor anglicano se negó a correr los 100 metros lisos en domingo, debido a sus convicciones religiosas.[6]

Coubertin vio unos Juegos mejores, más organizados, pero con los sesenta y dos años a cuesta, estaba cansado. El Olimpismo requería de más esfuerzos, dedicación y tesón. Ya era multinacional, como él lo había soñado.

Fue así como el 28 de mayo de 1925, en la ciudad de Praga, anunció el retiro y renunció a presidir el COI. Recibió todos los honores, nadie le negó méritos. Fue, desde entonces, el más fiel observador y consejero del movimiento deportivo que había creado, hasta su muerte el 2 de septiembre de 1937, cuando paseaba por un parque suizo.

Su sucesor, el conde belga Henri de Baillet Latour, es también un imprescindible a la hora de hablar del Movimiento Olímpico. Se mantendría al frente del COI desde 1925 hasta 1942.

Johnny Weissmüller                                                   

Johnny Weissmüller, nacido como Peter Johann Weissmüller, en (Timisoara, actual Rumanía, 2 de junio de 1904 – Acapulco, Guerrero, México, 20 de enero de 1984) fue un deportista y actor estadounidense de origen austríaco. Uno de los mejores nadadores del mundo durante los años 20, y ganó cinco medallas de oro olímpicas y una de bronce. Ganó 52 campeonatos nacionales estadounidenses y estableció un total de 67 récords mundiales.

Después de su carrera como nadador, se convirtió en el sexto actor en encarnar a Tarzán, papel que interpretó en 12 películas, y ha sido el Tarzán que más popularidad ha alcanzado.[7]

Cuando se hable de voluntad en los Juegos de las Olimpiadas Modernas hay que acudir a un singular deportista, capaz de remontar la poliomielitis y convertirse en el primer ser humano en nadar los cien metros estilo libre, en menos de un minuto.

Los expertos le adjudican a la natación significativas propiedades para la salud. Al nadar, todos los músculos del cuerpo se ponen en función, incluyendo los de la cara; las piernas desempeñan un papel fundamental, al igual que los brazos. Un galeno recomendó a la familia que el muchacho nadara todo lo que pudiera para corregir los defectos de la cruel enfermedad.

En el gigantesco lago Michigan, se batió con entereza contra la dolencia y no solo la superó, se convirtió en un gran campeón. Un destacado entrenador norteamericano lo vio zambullirse en la piscina del Club Illinois Athletic y descubrió las cualidades que lo llevarían a estar entre los mejores de cualquier época.

Weissmüller solo sería opacado por la gloria de Paavo Nurmi. Sería el rey de los Juegos de París 1924 y Ámsterdam 1928, si Nurmi no hubiese competido. De todas formas sobresalió, pues en esos Juegos, con solo diecisiete años de edad, doblegó al legendario Kahanamoku en los 100 metros estilo libre.

En los 400 y el relevo 4 por 200 obtuvo otras dos medallas de oro, con nuevas marcas mundiales. También compitió con el equipo de Polo Acuático, donde obtuvo medalla de bronce. En Amsterdam 1928 alcanzaría otros dos títulos: 100 libres (su mejor especialidad) y el relevo 4 por 200.

Vivió un mundo de fantasías. El respeto por su pasado olímpico y la celebridad alcanzada en el cine, lo acompañaron a la tumba. Falleció junto al mar, en Acapulco, el 20 de enero de 1984, producto de un edema pulmonar. Allí descansa, en el cementerio Valle de la Luz.

Admirado por millones, es reconocido como el mejor Tarzán. Ejerció influencias paradójicas, a pesar de defender un personaje bueno, querido, alejado del mensaje racista de las películas. Cuentan que hasta el final de su vida gritaba como El Hombre Mono.

Con brazadas y un uso de las piernas no igualadas, se creyó insuperable:

“Yo era mejor que Mark Spitz. Nunca perdí una prueba y cuatro de las competencias ganadas por Spitz en Munich no figuraban en el Programa Olímpico de mi época. Establecí 67 marcas mundiales, y mientras que Spitz es esencialmente velocista, yo conquisté mis plus marcas sobre distancias que van de las 50 a las 800 yardas”.[8]

A fines de los años cincuenta había fundado una compañía de piscinas en Chicago; en Fort Lauderdale fue Presidente fundador del International Swimming Hall of Fame; en 1970 asistió a los Juegos de la Mancomunidad Británica, celebrados en Jamaica.

Tuvo una vida nómada de grandes ciudades. En 1973 se fue a Las Vegas, Nevada, donde trabajó en relaciones públicas en el “MGM Grand Hotel”. Y en 1978 se estableció definitivamente en Acapulco, después de reponerse de dos derrames cerebrales.

Con justicia, es uno de los más grandes nadadores de la historia. El hombre que había superado a Duke Kahanamoku en 1922 y rompió la barrera del minuto en los 100 metros estilo libre (58,6 sgs.), con un soberbio récord olímpico, tiene una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, en el 6541 del Hollywood Boulevard.

Lástima que un deportista tan extraordinario y original, se recuerde más como Tarzán, El Hombre Mono.

VIII JUEGOS OLÍMPICOS

PARÍS, 24 DE MAYO – 27 DE JULIO DE 1924

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1] Pierre de Coubertin: Memorias Olímpicas.By Geoffroy de Navacelle. Comité Olímpico Internacional. Lausana, Suiza. 1979, p.125.

[2] Víctor Joaquín Ortega. Las Olimpiadas de Atenas a Moscú. Editorial Gente Nueva. La Habana. 1979, p. 57.

[3]Pierre de Coubertin. Ob. Cit., p. 122.

[4]Fabio Ruiz Vinageras: Un siglo de deporte olímpico. Cuba y América Latina (1896-1996). Editorial Deportes. La Habana, p. 27.

[5]Wikipedia, la Enciclopedia Libre, 2013.

[6]Conrado Durántez: Historia y Filosofía del Olimpismo. Asociación Iberoamericana de Academias Olímpicas. 5ta. Edición. Año 2002, p. 27.

[7]Wikipedia, la Enciclopedia Libre, 2013.

[8] Víctor Joaquín Ortega: Ob. Cit., p. 50.

 

Fuente: Cubadebate

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