Los gobiernos de la posdictadura, todos sin excepción, han equivocado las políticas de desarrollo de la pesca artesanal. Han aplicado soluciones estandarizas sin siquiera entender la lógica social y cultural de los problemas, incluso creando problemas donde no los había.
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En una especie de obsesión liberal, vieron emprendedores por todas partes, potenciales microempresarios que algún día competirían exitosamente en los mercados nacionales e internacionales. Con ello han negado la condición heterogénea, diversa y diferenciada de las comunidades de pesca artesanal, en nombre de una idealización basada en una visión estrecha y dogmática de la economía.
Los pescadores artesanales son productores asociados a sistemas de vida tradicional, inmersos en instituciones y organizaciones locales que combinan lo individual y lo colectivo, como los buzos que trabajan en el erizo en faenas colectivas y se resguardan unos a otros en las adversas condiciones del clima sur-austral, o como las señoras que desconchan centollas en Calbuco y las venden a intermediarios que luego distribuyen en restaurantes de Santiago. Ellas trabajan en sus casas, piden ayuda a sus vecinas o van donde su comadre y devuelven el favor (le llaman vuelta de mano).
En esas tardes de trabajo se conversa, se matea, se idean soluciones a problemas comunes o se acuerda cómo mejorar algunos asuntos que a todos importan.
El supuesto del individuo racional, que trabaja solo y para sí mismo, que irá a competir a esos mercados y será tan próspero que sus vecinos lo imitarán, es el punto de partida que explica 25 años de fracaso en materia de desarrollo del sector. Un ejército de profesionales, frecuentemente formados en ciencias del mar o en disciplinas empresariales, ha diagnosticado, diseñado y ejecutado la política de intervención en pesca artesanal, pero sin vislumbrar su complejidad.
El problema es que una cosa es la dimensión hidrobiológica o financiera de los contextos locales y otra muy distinta es su dimensión social. Es hora, primero, de escuchar (pero de escuchar en serio) a la gente de las comunidades; y, segundo, es hora de incorporar a otros profesionales, con otras perspectivas y mejor preparados para entender la lógica socio-institucional y cultural de las comunidades de pescadores.
La quimera del agente competitivo, explorador de mercados remotos, tiene además un serio problema por la lógica de la exportación, pues gran parte de las capturas tienen ese propósito. Así, cuando los japoneses comen erizos o lo ingleses choritos –rebautizados como mejillones- en el mejor de los casos leerán un etiquetado que dice Chiloé island o Chilean Patagonia, entonces los pescadores habrán desaparecido hace rato de la cadena de valor, pues la rentabilidad potencial que reporta el origen habrá sido apropiado por otros.
Por supuesto que no todo se ha hecho mal, hay importantes contribuciones y casos ejemplares de prosperidad local; sin embargo, ello no quita que haga falta dejar de lado la soberbia para reconocer que los escenarios son más complejos de lo que recomienda la ortodoxia y se requieren intervenciones socialmente más pertinentes.
La pesca artesanal es una forma de vida y no simplemente un negocio al que se le inyecta dinero o tecnología, como pregonan los rifleros del desarrollo. En esas formas de vida hay mucho más que capturas de peces o mariscos que se transan con los intermediarios -o coyotes- a precio de huevo.
Fuera de las áreas de manejo, que son soluciones estándar y espacialmente limitadas, las políticas del desarrollo pesquero artesanal han subsidiado el extractivismo. ¿Por qué razón no existe una política de apoyo a las iniciativas de procesamiento de pesquerías por parte de los pescadores y de sus familias? ¿Acaso, en esa concepción estrecha y miope de los expertos, la industrialización está reservada sólo a los empresarios?
Esto no es antojadizo, como en el ejemplo que citábamos, en las caletas de Calbuco, Chiloé y Aysén abundan las iniciativas de micro-proceso, plantas familiares o vecinales, pero prácticamente ninguna está autorizada. Desde la intervención experta se promueven protocolos y mecanismos que aseguran la inocuidad de los alimentos que Chile exporta, pero tales exigencias son inalcanzables para los productores locales.
Parece necesario crear estándares de calidad acordes a los sistemas artesanales. Un mínimo conocimiento de economía es suficiente para saber que una de las bases de la prosperidad es la producción con valor agregado. Es esperable entonces la vulnerabilidad de las economías de los pescadores, si tenemos en cuenta que no existe como política de Estado apoyarlos en la agregación de ese valor.
En otra arista de la crisis actual, ¿qué se puede esperar de las empresas del salmón? Pues esto y otras cosas peores.
Los gobiernos chilenos, continuando la obra de la dictadura, han favorecido y permitido el mínimo de regulaciones de tal manera que las empresas salmoneras han basado su esplendor un sistema de producción extensivo, ambientalmente fragmentario y laboralmente precario.
Estos empresarios han contribuido más que nadie al empobrecimiento de los fondos marinos y a la eutrofización de las aguas (exceso de materia orgánica) en el mar interior de Chiloé y Aysén. Es una industria que además de producir salmones produce esquizofrenia social: te doy trabajo, pero poco a poco destruyo tu hogar y el futuro de tu pueblo.
La historia de la salmonicultura en Chiloé es una crónica del subdesarrollo.
La decencia y el sentido ético son más urgentes que nunca.
Por último, ¿y los pescadores artesanales?
El movimiento social que han impulsado los pescadores en Chiloé tiende a reproducir, en una escala mayor, respuestas que ya se han dado en conflictos similares en la zona sur-austral. Más bien parece un movimiento de reacción frente a la coyuntura que adolece de un relato social transformador.
Deviene entre una y otra cosa, se basa en petitorios pero no expresa un proyecto político claro. En el fondo es tibio y circunstancial, pareciera ser que su gran estrategia es pedir: bonos, motores, lanchas y por supuesto cuotas, más cuotas de captura.
Poco hay sobre la problemática territorial, las alusiones a lo ambiental son coyunturales, prácticamente no hay nada respecto de las estructuras de poder que aniquilan al pescador en el mercado, tampoco es enfático sobre la privatización del borde costero y de las aguas comunes, que justamente es lo que ha permitido la expansión de la salmonicultura.
El petitorio interminable es inocuo porque se diluye en detalles.
La estrategia es perfecta para los empresarios y para el Gobierno, pues sustancialmente nada cambia, todo puede seguir igual. La cuestión, finalmente, se trata de dinero, bonos, subsidios y materiales.
Ninguna de las peticiones -justas y ciertamente necesarias- tocan estructuralmente al modelo.
Se requiere algo más que un petitorio. La pesca artesanal, como el actor político más visible de las comunidades bordemarinas de todo el sur-austral (y no solo de Chiloé), necesitan avanzar hacia la formulación de un proyecto político consistente y de largo plazo, basado en el respeto, en la persistencia y en la prosperidad de esa forma de vida.
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Cuatro elementos subrayamos en ese sentido:
1) el control sobre los territorios y los espacios marino-costeros por parte de las comunidades, más allá de las áreas de manejo;
2) la activación de cadenas cortas de comercialización;
3) el apoyo a iniciativas locales de micro-industria pesquero-artesanal;
y 4) control y límites a la industria del salmón o a otras igualmente destructivas. Las ideas sobran, pero ya no basta con pedir, es tiempo de construir.
(*) Antropólogo y doctor en ciencias políticas, académico de la Universidad Austral de Chile.
(**) Bióloga marina de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, especialista en gestión territorial de asentamientos de pescadores artesanales.
Fuente: Sin Permiso