Semanas atrás, como miembro del Consejo Ciudadano de Observadores (CCO), me correspondió entrevistar durante dos jornadas a algunos de los postulantes a realizar la función de facilitadores del proceso de diálogos constitucionales que debieran comenzar a fines de este mes.
Al parecer, todavía pocos lo saben, pero a partir del 23 de abril y hasta el 17 de junio (las fechas todavía pueden variar en los márgenes), la ciudadanía está invitada a reunirse y conversar en grupos autoconvocados –de vecinos, compañeros de oficina, gremios, estudiantes, amigos o lo que sea, en lotes de mínimo 15 y máximo 30 personas–, para debatir acerca de los puntos que les resultan más importantes a la hora de pensar en su Constitución, es decir, en la madre de todas sus leyes, también conocida como Carta Fundamental.
Para efectos de tal ejercicio de participación me gusta llamarla así, porque todos están invitados a proponer los grandes mensajes que debiera llevar esa carta también a nombre suyo.
No es un mal panorama reunirse en torno a un par de botellas para discutir qué es más importante, si elegir el colegio de tu hijo o que todos tengan una educación igual de buena, si respetar las creencias o decir lo que se te dé la gana, si es mejor un presidente todopoderoso o un parlamento capaz de doblegarlo, y otra sarta de asuntos posibles con respuestas no siempre adivinables. No para resolverlas de golpe, sino para entender hacia dónde queremos ir.
Nunca antes, en ningún lugar del mundo, se ha escrito una Constitución de este modo. Nunca antes se le había propuesto a la población de un país incidir directamente en lo que podrían ser los contenidos de dicha carta. Es cierto que antes eran menos los que poseían información y menos los partícipes activos en la trifulca societal que hace apenas una década tiene sede cibernética.
Cualquier país desarrollado que hoy se aventurara en una renovación constitucional difícilmente podría evadir un proceso del tipo que acá estamos experimentando. Es verdad que no se trata de un dictado vinculante –para serlo haría falta una ley imposible-, pero lo que digan ahí quienes acudan a estos encuentros locales (que luego darán pie a otros provinciales y luego regionales, con miras a una creciente puesta en escena de las convicciones comunitarias) constituirá un dato difícil de soslayar a la hora de concluir su texto definitivo.
Abundan los que creen que no acudirá nadie. Que serán sólo los militantes de partidos políticos y otros grupos de interés los que se tomarán la molestia de llenar los formularios virtuales o dedicar al menos tres horas a este ejercicio de democracia. “El resto –dicen- se quedará en la casa tomando otra cosa”.
Y puede ser que tengan razón, que el supuesto deseo de participar que la ciudadanía demanda cada vez que le ponen un micrófono en frente sólo se quede en bellas palabras, como cuando la gente pide más programas culturales en la televisión que después no ve porque en el canal de al lado está llorando la Kenita.
Pero también es cierto que la elite política, cultural y ni hablar de la empresarial que todavía considera al resto como una manga de empleados malagradecidos, es harto despectiva con quienes no pertenecen a su círculo cercano.
Lo que yo vi en esos postulantes a facilitadores que me tocó entrevistar fue radicalmente distinto a lo que ellos imaginan: tipos y tipas de aproximadamente 30 o 40 años, ajenos a cualquier fantasma de fanatismo, profesionales, algunos con post grados, provenientes de distintas clases sociales, para nada poseedores de una verdad, pero me atrevo a decir que, en general, más preparados que sus autoridades y superiores.
Muchos aseguraban estar dispuestos a colaborar renunciando incluso al estipendio, porque, según decían, “les parecía un lujo la posibilidad de estar ahí”.
“¿Por qué?”, le pregunté a varios, y la respuesta que más se repitió fue “por curiosidad”, “por saber qué piensa el país en que vivo”, “porque es una oportunidad histórica que no me quiero perder”.
Y entonces creí entender el fondo de una molestia que poco tiene que ver con la caricatura de una revolución que habita en la mente de sus partidarios y enemigos de salón, una molestia harto justificada, hija del desdén y la ceguera de quienes los ignoran.
La molestia de un mundo que termina de florecer, hijos no reconocidos de una transición que les prometió una democracia plena que ahora están cobrando, que ahora están construyendo, para inquietud o directamente terror de quienes se la juraron. Por estos días, el Consejo Ciudadano de Observadores se ha visto envuelto en una serie de polémicas cupulares, pero su verdadero objetivo que, prometo, hasta aquí ha cumplido a cabalidad, consiste en garantizar que las opiniones de esa ciudadanía convocada a participar, no sean manipuladas, censuradas, ni restringidas.
Que no sean la voluntad de un gobierno ni de una oposición. Ha procurado, encarnando sus distintos miembros una amplia gama de sospechas, limar entre sí las suspicacias para luego transmitir tranquilidad. En los encuentros que se aproximan, serán otros los protagonistas.
Es de esperar que sean muchos los que se reúnan a pasarlo bien una tarde sincerando lo que más les interesa que, en último término, la primera y última de las leyes establezca. Nuestra tarea ha consistido simplemente en fijar lo más cuerdamente posible las condiciones para que este partido que son otros los llamados a jugar, se produzca en una buena cancha y con reglas confiables.
Sería estupendo que muchos se reunieran. Que de aquí surgieran conclusiones insospechadas. Que nos regalemos una sorpresa que nos enorgullezca. Me aseguran que soñar no cuesta nada.
(*) Director de The Clinic
Fuente: The Clinic