sábado, noviembre 23, 2024
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Lovecraft: El Mal no Existe

H. P. Lovecraft creía que su obra sería olvidada después de su muerte, aunque su predicción era menos un producto de la modestia que de un desánimo bien fundado en la realidad de ser un escritor asociado a determinados géneros que en su tiempo apenas eran tomados en serio más allá de las revistas para un mercado juvenil.

«Todas mis historias se basan en la premisa fundamental de que las leyes, intereses y emociones comunes de los seres humanos no tienen validez ni significación en la amplitud del vasto cosmos. (…) Uno debe olvidar que cosas como la vida orgánica, el amor y el odio, y todos los demás atributos locales de una insignificante y efímera raza llamada humanidad, existen en absoluto».

Su pesimismo apenas sorprende, pues durante sus últimos años hizo frente a crecientes dificultades económicas, unidas a una actitud ambigua y refractaria hacia el mundo editorial. Pero se equivocó. Su repercusión e influencia sobre el género del terror creció en mayor medida de lo que él mismo hubiese podido suponer.

Eso sí, también le hubiese sorprendido saber que muchos de sus póstumos seguidores han publicitado una idea equivocada de su obra, o más bien de los principios en los que Lovecraft, de manera explícita, se basó para componerla. Porque aquellos principios se vuelven más actuales conforme transcurre el tiempo: escritor del siglo XX con un estilo decimonónico, que se consideraba a sí mismo heredero de tiempos incluso más antiguos, pero que, de manera paradójica, podría encajar en lo que resta del siglo XXI más que en ninguna otra época.

En la cosmología de la tradición occidental, en gran parte de origen cristiano y judaico, el concepto de «bien» no requiere un significado. El bien se explica por sí mismo; lo bueno y la bondad son atributos inherentes a Dios, puesto que Él es amor infinito, misericordia sin límites. El hombre busca el bien, lo anhela, lo convierte en la finalidad de su vida, pero no necesita darle una explicación.

El bien es el statu quo, es la esencia de todo, es lo que imperaba en el momento de la creación. Es mal, por contra, sí debe ser explicado porque constituye una anomalía. Mientras que en algunas religiones orientales el universo es dual y el mal es tan contingente a la existencia como lo es el bien, en el pensamiento cristiano todo mal es una aberración.

El mal parece incompatible con Dios, así que al cristianismo no le basta con dar cuenta del mal en términos de pecado —lo cual sí entronca con conceptos como el karma— sino también ofrecer cuenta de su origen más allá de los actos de cada individuo. Dicho de otro modo; si el mal fuese únicamente producto del pecado, si Adán y Eva hubiesen creado el mal por sí mismos, la relación entre un Dios bondadoso y la raza humana resultaría incomprensible.

Se precisa un tercer agente, la serpiente, que es la que provoca el mal; inducir al ser humano al pecado es atraerlo hacia el mal, que permanece como una fuerza externa. Es verdad que, en esencia, la serpiente del Génesis podría representar el libre albedrío pues el ser humano tiene la capacidad de elegir porque Dios, en un acto de amor, le ha concedido la libertad.

Sin embargo, esta idea era difícil de asimilar para los creyentes cristianos más analíticos porque implicaba que la libertad humana es per se la causa del mal, y siendo la libertad un regalo paterno de Dios para el hombre, sería Dios la causa del mal. Irresoluble esta paradoja desde la lógica, el cristianismo optó por distraerla, desviando la culpa hacia un agente externo.

Una representación ontológica del mal, Satanás, resultaba conveniente. Dios le concedió también el libre albedrío, pero Satanás fue un proyecto fallido, porque de manera voluntaria y consciente dio la espalda a Dios. El hombre, en cambio, peca como efecto de un engaño.

La serpiente del Génesis deja de ser metafórica para convertirse en una fuerza con entidad propia, que desde la proverbial manzana hasta nuestros días se ha encargado de tentar a la humanidad; incluyendo, según los Evangelios, al propio Jesucristo. Así, el mal como concepto se transforma en el Mal, con mayúscula, que es una entidad viva, consciente, poderosa e inmortal.

Este mito fundacional del mal como fuerza sobrenatural y autónoma está presente en casi todas las historias europeas de terror. Desde el folclore hasta la literatura del género que de él se derivaba casi siempre, el horror da cuenta de una lucha eterna entre el bien y el mal. Los monstruos, los vampiros, los fantasmas y las demás criaturas terroríficas son el vehículo o el producto del Mal, que actúa a través de ellas mediante mecanismos sobrenaturales, llámense encantamientos, tratos con el diablo o condenas.

Esta tradición en las historias de terror pervivió durante toda la Edad Media, y la llegada del racionalismo y la Ilustración no acabaron con ella; en el siglo XVIII nació el llamado «horror gótico», que era una recopilación de mitos medievalizantes, elaborados con mayor refinamiento para los gustos de un nuevo público. La literatura romántica cultivó el horror gótico con entusiasmo y hoy el horror gótico continúa siendo el ingrediente más habitual en el género del terror literario o cinematográfico. Lovecraft estudió el terror gótico y le dedicó un famoso tratado, en El horror sobrenatural en la literatura, pero su figura formaba parte de una escuela que rompía con todo ello.

Fue la ciencia ficción del siglo XIX la que, antes de que Lovecraft naciese, había introducido una nueva perspectiva derivada del avance en los conocimientos sobre el universo y la naturaleza misma del hombre. Primero, la astronomía había desplazado al ser humano del centro de la creación. Después, la biología lo había emparentado con el resto de animales, despojándole de la condición de «hecho a imagen y semejanza de Dios».

Finalmente, la incipiente psicología empezaba a explicar los fenómenos de la mente como resultados de procesos físicos, haciendo innecesaria la noción de un alma. El naturalismo mecanicista empezó a reflejarse en la creación literaria, sobre todo en una nueva ficción fantástica donde el mecanismo que originaba los monstruos no radicaba en la lucha sobrenatural entre el bien y el mal, sino, por ejemplo, en procesos naturales como la evolución por selección natural formulada por Charles Darwin.

Aquella nueva literatura es la que hoy conocemos como ciencia ficción, cuyo principal objetivo no era asustar a los lectores, pero que aun así ofrecía nuevas maneras de hacerlo. La vieja lucha entre el bien y el mal tenía alternativas, como la lucha entre las especies por la supervivencia. El mejor ejemplo es La guerra de los mundos, de H. G. Wells, donde los marcianos invaden la Tierra por motivos puramente instrumentales que no podían ser calificados como malvados, aunque sus consecuencias para la raza humana fuesen desastrosas.

El celebérrimo párrafo inicial de La guerra de los mundos es el mejor resumen posible de lo que el propio Lovecraft —que sin duda recibió gran influencia de este relato— calificó como «indiferentismo cósmico». Wells empezaba así su novela:

«Nadie hubiese creído, en los últimos años del siglo XIX, que este mundo estaba siendo observado de cerca y con atención por inteligencias más grandes que la del ser humano y aun así igual de mortales; que mientras los hombres se ocupaban en sus diversos afanes, eran escrutados y estudiados, casi de manera tan cuidadosa como un hombre provisto de un microscopio podría escrutar las criaturas transitorias que nadan y se multiplican en una gota de agua.

Con infinita complacencia, los seres humanos iban y venían sobre este globo, centrados en sus asuntos, serenos a causa de su seguro imperio sobre la materia. Es posible que los microbios que están bajo el microscopio se comporten igual. Nadie dedicó un pensamiento a los mundos más viejos del espacio como posibles fuentes de peligro para la raza humana, o si pensaron en ellos fue solamente para descartar la idea de vida en su superficie como imposible o improbable.

Es curioso recordar algunos de los hábitos mentales de aquellos días pasados. Como mucho, los terrícolas suponían que podía haber otros hombros sobre Marte, quizá inferiores a ellos mismos y preparados para dar la bienvenida a una expedición de misioneros. Y sin embargo, al otro lado del golfo del espacio, unas mentes que son a nuestras mentes lo que las nuestras son a las de las bestias, unos intelectos vastos, fríos e indiferentes, observaban la Tierra con ojos envidiosos y comenzaron a trazar planes contra nosotros».

Los marcianos que anhelan establecerse en la Tierra no contemplan a los humanos como iguales, ni siquiera como criaturas que merezcan alguna clase de comprensión o piedad, y por lo tanto la destrucción de la raza humana no requiere de esos marcianos una consideración ética particular.

Al igual que los humanos tienden sus campos de cultivo sin reparar en los animales a los que haciéndolo expulsa de su hogar, y a los que también mata como plagas si dañan las cosechas, los habitantes de Marte anteponen su propia supervivencia a la de criaturas para ellos inferiores.

Cuando los marcianos atacan a los humanos no lo hacen como un agente del mal, sino por la misma lógica natural por la que el pez grande devora al pequeño. Esto respondía muy bien a una nueva mentalidad que veía la naturaleza como un mecanismo frío, mecánico, desprovisto de frenos emocionales.

Si una especie tiene que extinguirse, se extingue. Si esa especie es la raza humana, nadie en el universo va a lamentar la pérdida. La guerra de los mundos no era, ni pretendía ser, un relato de horror, pero sí era una de las novelas que sentaba las bases para una nueva concepción de ese género. El motor ya no era el mal como polo opuesto del bien, sino el mero hecho de que el ser humano es insignificante e impotente ante la maquinaria cósmica.

Es difícil categorizar a H. P. Lovecraft en un género porque sus relatos basculaban sin gradación entre el horror y la ciencia ficción, pero es verdad que su principal motivación literaria era la de crear atmósferas inquietantes, que el miedo del lector era casi siempre la meta de su trabajo y que en general encaja mejor dentro del primero.

Eso sí, su concepto del horror, en esencia, rompía con la tradición gótica y se basaba mas que nada en el indiferentismo cósmico de la ciencia ficción. Aunque la cuestión terminológica es compleja. En su ensayo El horror sobrenatural en la literatura Lovecraft hablaba de «terror cósmico» para referirse precisamente al terror gótico basado en lo sobrenatural. Dice por ejemplo que «no cabe asombrarse de la existencia de una literatura relacionada al terror cósmico. Siempre existió y siempre existirá (…) Tenemos a Charles Dickens imaginando varios relatos sobrenaturales; a Robert Browning escribiendo su horrible poema Childe Roland; a Henry James y su Otra vuelta de tuerca», etcétera.

Sin embargo no se refiere al terror cósmico como referente a algo venido del espacio. Lo que pretende expresar es que el terror tradicional responde al miedo del ser humano ante lo desconocido, y el cosmos se componía sobre todo de fenómenos desconocidos. A partir del siglo XIX, cuando los fenómenos del cosmos empiezan a ser conocidos, el gran enigma es el tamaño del universo y lo que pueda haber en él, pero de origen natural. Lovecraft se separó de la tradición del terror gótico porque estaba plagado de sucesos a los que él, convencido materialista, tachaba como inverosímiles y difíciles de narrar de manera convincente.

De la tradición gótica aprendió algunos principios narrativos, como la importancia en la creación de las atmósferas en las que transcurre el relato, pero descartó buena parte del contenido. Escéptico en cuanto a las religiones, supersticiones y fenómenos sobrenaturales en general, le parecía inadecuado hacer uso de ellos en sus relatos, que prefería basar en mecanismos científicos, o por lo menos de base mecanicista. Los monstruos de Lovecraft eran producto de la evolución, de la reproducción sexual, de los mecanismos biológicos habituales para la vida.

A menudo procedían del espacio, aunque en la Tierra algunos seres humanos los hubiesen adorado como a dioses por causa de la incapacidad para entender su verdadera naturaleza. Para los seres espaciales de Lovecraft, como para los marcianos de Wells, la raza humana es apenas una molestia; los hombres son criaturas insignificantes que ocupan un lugar que, piensan esos seres, les pertenece por derecho a ellos. Salvo ese detalle, todo lo humano no les causa más que indiferencia. Así, la expresión «terror cósmico» pasaba a significar algo distinto de como el propio Lovecraft la había utilizado en su famoso ensayo.

A partir de ahí, Lovecraft reconstruye aquello que le interesa del terror gótico y descarta lo demás. Reconstruye, por ejemplo, las atmósferas. Convencido de que los escenarios grandilocuentes que daban su nombre al subgénero no funcionan, los cambia por lo que para él es un entorno cotidiano y conocido. Además, las manifestaciones del horror en Lovecraft se parecen mucho a fenómenos sobrenaturales, pero esto se debe a que los personajes de los relatos, o el mismo narrador en primera persona, desconocen quién los produce y cómo.

Tras la muerte de Lovecraft, August Derleth fue el principal responsable de que su obra no fuese olvidada. Era parte de un pequeño grupo de escritores que se consideraban sus discípulos y ya en vida de Lovecraft, bajo su beneplácito, componían relatos que lo imitaban, aunque cada cual añadía elementos de su propia idiosincrasia y difícilmente podía considerarse que existía un canon.

Es decir, hacían referencias al los universos de Lovecraft, pero no había un único universo con sus leyes internas sobre las que todos trabajaran, como pueda suceder con las películas, novelas y cómics del universo Star Wars. El que Derleth se erigiese como el principal defensor de la literatura de Lovecraft tras su muerte se mezcló con su aportación creativa como discípulo, provocando que su propia mentalidad terminase tiñendo la percepción que el público tenía de aquellas obras.

Ayudó a confundir la esencia del terror cósmico de su ídolo con la del terror gótico que este había dejado de lado. Derleth, por ejemplo, sistematizó el panteón de criaturas de Lovecraft, los «mitos de Cthulhu», a imagen y semejanza de una mitología casi religiosa. Esto fue una contaminación del estilo propio de Derleth sobre el legado de Lovecraft. Una contaminación que sin duda ayudó a popularizarlo, pero que desvirtuaba la esencia original. Lovecraft nunca pretendió construir una mitología consistente; usaba aquí y allá los nombre de determinadas criaturas ficticias, pero en función de lo que necesitaba para cada narración, sin preocuparse de que unos relatos y otros pudieran ser considerados como parte de un mismo universo cerrado.

Al contrario, el panteón de Lovecraft era algo caótico y desorganizado. Las mitologías eran, a lo sumo, creaciones de los humanos dentro de sus novelas, pero no existía una mitología lovecraftiana como patrón literario fuera de ellas; eso fue cosa de Derleth. Quien, además, además introdujo otro elemento alieno: la lucha entre el bien y el mal. Es decir, llevó el universo de Lovecraft, que no existía como tal, hasta el corazón de la tradición gótica, a la que nunca había pertenecido.

De repente, en aquel cosmos indiferente volvía a estar presente el Mal. Toda la interpretación que Derleth hizo de la herencia de Lovecraft tenía un trasfondo mitológico, casi religioso, que al propio Lovecraft le hubiese causado perplejidad, pero que fue la que terminó triunfando entre muchos lectores que parecían querer reinterpretarlo de ese modo. Pero Lovecraft no era un escritor gótico, ni lo son sus más conocidas obras.

Lovecraft sin duda se opondría a la mitificación de sus universos literarios. Se burlaba de quienes le preguntaban si en sus obras había componentes mitológicos o de quien tenía dudas sobre la existencia del famoso Necronomicon. Y sobre todo había expresado con claridad su desdén hacia el mecanismo literario de la introducción del Mal. Su argumento a este respecto era impecable: el terror tradicional, pensaba él, había dejado de ser eficaz no solamente por su falta de naturalismo, sino también porque era demasiado optimista.

Donde hay una lucha entre el bien y el mal, el bien puede terminar ganando; así, ganen o pierdan los héroes de una historia de terror, siempre existe una moraleja. En cambio, en un relato que no se basa en el mal, sino en la cualidad indiferente de lo desconocido, no existe moraleja alguna. Como no la hay en La guerra de los mundos, donde no es una impotente raza humana la que detiene la invasión marciana, sino una fuerza desprovista de carga moral: los microbios. En pleno siglo XXI, pues, resulta cada vez más fácil identificar la obra de Lovecraft con el espíritu de la ciencia ficción, aunque buena parte de sus relatos tengan una intención más propia del género de terror.

No en vano hay quienes consideran a Lovecraft casi un género aparte. Uno de sus más notorios admiradores, Stephen King, ha utilizado con frecuencia el indiferentismo cósmico. La película La niebla, basada en relato de King, es puro Lovecraft: aparecen criaturas que atacan a los humanos porque está en su naturaleza, pero que ni siquiera parecen tener consciencia. El único mal presente es el que los propios humanos llevan en su interior y despliegan unos contra otros.

Casi al final del metraje vemos a una criatura que representa esa indiferencia cósmica, porque ni siquiera nos parece que sea capaz de percibir que los humanos existen. Lo mismo puede decirse de series tan populares como The Walking Dead, donde la amenaza de los muertos vivientes no encierra ninguna moraleja, pese a su similitud formal con las viejas historias folclóricas sobre muertos vivientes. Piensen también en las historias sobre abducciones alienígenas.

El terror del siglo XXI, pues, podría terminar siendo determinado por la escuela de Lovecraft: el mal no existe, y si existe, carece de importancia. El universo es de una enormidad inconcebible y, lo peor de todo, no nos reserva ningún trato especial. El terror bien hecho, creo que diría Lovecraft, hace que el público termine añorando el mal. Pues el mal, a fin de cuentas, sí es algo humano.

Fuente: Jot Down

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