lunes, noviembre 25, 2024
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Sígueme si Puedes: Hazañas y Miserias en el Tour de Francia

«Sígueme si puedes». ¿Acaso no se reduce el ciclismo a eso? A pedalear más y mejor que tu adversario, sea subiendo, bajando, en una contrarreloj o en un frenético sprint. Sígueme si puedes, le dijo Luis Ocaña a José Manuel Fuente después de que este le hubiera estado atacando una y otra vez hasta que sus piernas comenzaron a desfallecer.

Y es que, de todos los deportes donde se participa por equipos, ninguno es tan solitario como el ciclismo. Cuando los músculos dejan de responder, los pulmones se empequeñecen, el corazón parece a punto de estallar y restan por recorrer cincuenta, cien o más kilómetros, ningún compañero podrá librarte de esa delicada agonía que es desfallecer en una competición ciclista.

El secreto de la victoria según Henri Desgrange, fundador del Tour de Francia, sigue siendo el mismo hoy como ayer: tête et jambes, o lo que es lo mismo, cabeza y piernas. No basta solo con buenos músculos y un corazón a prueba de bombas; la cabeza del campeón ciclista, más allá de su capacidad para leer la carrera o planear estrategias, más allá de una alta capacidad de recuperación, ha de ser más fuerte que las piernas, porque cuando estas comiencen a ceder, lo único que puede seguir dándole la victoria al corredor es la habilidad mental para sobreponerse a la agonía y el sufrimiento.

Así lo resumió Miguel Indurain: «He llegado muy lejos en el dolor».

Y es que la épica del ciclismo se ha construido sobre la miseria, el agotamiento, el calvario, la sed, el calor sofocante y el frío impenitente. Sobre desfallecimientos, heridas, músculos desgarrados, huesos rotos e incluso algunas muertes. Y por encima de todo sobre la capacidad de los corredores para sobreponerse a todo ello.

Esa épica no se encuentra solo en el Tour. De hecho muchos entendidos y aficionados prefieren antes la absurdamente dura clásica de un día París-Roubaix, o el usualmente más competitivo Giro. Pero con el Tour pasa un poco como con Hollywood: podrá haber mejor cine en otras partes, pero el glamour y la leyenda de su nombre no tienen parangón. La ronda gala es tan famosa que una derrota puede llegar a encumbrarte tanto como una victoria.

A Laurent Fignon, por ejemplo, la gente le preguntaba más por el Tour que perdió en 1989 que por los dos que ganó en 1983 y 1984. Y es que en el ciclismo las lágrimas y los segundos puestos son a veces más aplaudidos que las sonrisas y las victorias. Es una de las razones que hacen especial a este deporte y a la gran ronda francesa.

Creo que el propio Fignon lo resumió bastante bien en su autobiografía Éramos jovenes e inconscientes:

«El Tour de Francia es un microcosmos que crea y exhibe personajes tan desmesurados como el evento en sí».

Lo que leerán a continuación es un repaso a la historia del Tour mediante ciertos momentos escogidos, algunos de los más gloriosos, y también algunos de los más penosos.

Ganaré el Tour, si antes no me asesinan

Maurice Garin, vencedor del primer Tour de la historia, no pronunció esas palabras en vano. La edición inaugural del Tour había suscitado un increíble interés por parte de los medios y había exacerbado los ánimos de los entusiastas seguidores del ciclismo.

En una carrera repleta de participantes franceses las rivalidades provincianas hicieron acto de presencia de una manera inusitada durante su segunda edición en 1904. Apenas había echado a rodar la ronda cuando esta estuvo a punto de perecer a causa de su propio éxito. Ya en la primera etapa un grupo de corredores, entre los que se encontraba Garin, fueron atacados en Saint-Étienne por unos encapuchados que huyeron en coche, aunque los ciclistas pudieron continuar con la carrera.

Otro de los favoritos, Hyppolite Aucouturier, sufrió tal cantidad de pinchazos y accidentes que difícilmente podían atribuirse a la mala suerte. Hubo todavía más: un corredor descalificado, otros multados, rumores de que Garin había recibido comida de uno los jueces…

Como pueden comprobar, Tour de Francia y polémica siempre han estado asociados.

En la segunda etapa las cosas fueron a peor. Un grupo de lugareños que querían asegurarse de que su paisano Antoine Fauré, escapado, se hiciera con la victoria, decidió cortar el paso al grupo de favoritos. Además, no dudaron en atacarles con palos y piedras, hasta que los ciclistas fueron rescatados por uno de los coches de la organización, que embistió a los asaltantes mientras un juez realizaba disparos al aire.

Kilómetros después sobrevino un aluvión de pinchazos cuando el pelotón se encontró el camino sembrado de cristales rotos. A pesar de todas las argucias empleadas por sus seguidores, Fauré fue alcanzado y la victoria de etapa correspondió a Aucouturier. En la tercera etapa, entre Marsella y Toulouse, los incidentes volvieron a sucederse, pero poco a poco los ánimos se fueron calmando, aunque las tachuelas, cristales rotos y clavos siguieron haciendo acto de presencia en el que probablemente haya sido el Tour más accidentado de la historia.

Veintisiete supervivientes llegaron a París, y efectivamente Garin se proclamó vencedor en una edición repleta de problemas, trampas y descalificaciones, a un nivel tal que la federación francesa de ciclismo tomó cartas en el asunto, decidida a investigar los hechos.

¿Y saben qué?

Cuatro meses después, los cuatro primeros clasificados, el campeón Garin entre ellos, fueron descalificados. Ya ven, tampoco en esto el Tour del siglo XXI ha sentado precedentes. El quinto corredor en la clasificación general, un jovenzuelo de diecinueve años llamado Henri Cormet, se encontró sin comerlo ni beberlo con que era campeón del Tour. El ganador más joven de la historia, un récord que obviamente permanece imbatido.

Decía Henri Desgrange, creador y primer director del Tour (aunque la idea partiera de uno de sus subordinados) que deseaba que la ronda gala fuese el test definitivo del deportista, la competición donde realmente pudieran medirse la capacidad de dolor y de resistencia del ser humano.

Se dice que en su mente el ganador ideal del Tour sería aquel corredor que llegara en solitario a la última etapa en París, único superviviente de un pelotón ya desaparecido. Por supuesto, en la práctica lo que hacía vender periódicos (verdadero motivo de la creación del Tour) eran las rivalidades deportivas entre tal y cual campeón, con lo que quedarse sin corredores no era una opción muy comercial.

Por ello, en más de una ocasión Desgrange tuvo que repescar a numerosos grupos de ciclistas que habían llegado fuera de tiempo a la meta, medida que se ha repetido a lo largo de los años cuando la organización así lo ha creído conveniente. Con todo, no bromeaba respecto a hacer del Tour la competición deportiva más dura sobre la Tierra, aunque poco a poco hubieron de moderarse los kilometrajes interminables y las etapas en que el primer clasificado tardaba catorce o quince horas en completar el recorrido, y el último veinticuatro horas o más.

También se evitó la competición en horario nocturno aunque no fue por consideraciones humanitarias hacia los ciclistas, sino para no dar facilidades a los tramposos, quienes con la falta de visibilidad hacían de las suyas. Por todo ello, si no se podían alargar las etapas, sí se podían buscar rampas más duras. Las primeras grandes cotas de montaña habían llegado al Tour en 1905, pero con todo eran escaladas aisladas en etapas con el ya mítico Ballon de Alsacia o la côte de Laffrey como puntos fuertes del día.

Hechos como el que en la edición de 1907 un aristócrata hiciera del Tour una excusa para acompañarse de dos o tres gregarios y recorrer Francia en bicicleta comiendo en los mejores restaurantes y bebiendo el mejor vino, o el que algunos ciclistas afirmaran que su trabajo en la fábrica o el puerto era mucho más agotador que la carrera ciclista, no gustaron nada en la organización, que se decidió a endurecer la vuelta. Y la solución fue llevar su recorrido a la alta montaña.

La carrera ya había tanteado los Alpes, pero los Pirineos permanecían ajenos al Tour. Se los tenía por una región agreste y semisalvaje. Cuando uno de sus colaboradores, el periodista Alphonse Steinès, sugirió precisamente la posibilidad de llevar a los corredores a las cimas pirenaicas, el propio Desgrange descartó la idea. Sin embargo Steinès volvió a insistir, esta vez con los deberes hechos, mostrando mapas con posibles rutas y varias cotas de montaña marcadas en rojo.

Esta vez el jefe aceptó, con la condición de que fuera el propio Steinès quien reconociera el terreno, advirtiéndole que si no podía atravesar aquellas montañas en coche, los ciclistas tampoco lo harían. Acompañado de mapas, papeles, apuntes y un chófer, Steinès se dirigió a los Pirineos mientras en París los diarios hablaban de la locura de Desgrange y de que su ambición estaba poniendo en peligro la vida de los corredores. En una carta a L’Auto, periódico organizador del Tour, un lector avisaba: enviar a los ciclistas a los Pirineos era enviarlos a la muerte.

Steinès se centró en visitar el puerto del Tourmalet; un ingeniero le había asegurado que era totalmente impracticable. El periodista y su chofer ascendieron en coche por los caminos agrestes de la imponente montaña. Steinès no dejaba de insistir en que había que seguir adelante, a pesar de que el motor parecía estar llegando al límite. El chofer se plantó cuando poco antes de llegar a la cima se encontraron el camino cubierto de nieve.

Steinès le ordenó que regresara y le esperara al otro lado del Tourmalet, en la aldea de Barèges. En su camino a pie hacia el paso de montaña el periodista se encontró con un pastorcillo que a cambio de unos billetes le guió hasta la cima. Sin embargo, con la oscuridad ya acechando, el pequeño cuidador de ovejas se negó a acompañarle en el descenso. Steinès bajó solo desde el Tourmalet en medio de la noche.

Se salvó por poco de un alud. Desorientado, varias horas después llegó helado, herido y aturdido al arroyo de Barèges, donde se topó con su chófer acompañado de las autoridades del lugar. Steinès a duras penas había salido con vida de allí, pero a la mañana siguiente, con el ánimo más templado, envió un telegrama a París: el Tourmalet, los Pirineos en definitiva, eran practicables.

Público, periodistas y ciclistas no pudieron dar crédito cuando semanas después se publicó el recorrido del Tour de 1910, que incluía dos etapas pirenaicas. La primera, entre Perpiñán y Luchón, con tres grandes puertos, y la segunda, la ruta homicida entre Luchón y Bayona, 326 kilómetros con cinco colosos a coronar: Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor y Aubisque. Al conocer la noticia muchos inscritos se lo pensaron mejor y retiraron su candidatura. Sin embargo, ciento diez benditos locos acabaron presentándose en la línea de salida aquel 3 de julio.

Dos eran los máximos favoritos: el ganador de la anterior edición, el luxemburgués François Faber, y la gran esperanza francesa, Octave Lapize. Al llegar las temidas jornadas pirenaicas Faber lideraba la clasificación, aunque había tenido que afrontar toda clase de problemas mecánicos, pinchazos y ataques del francés Lapize.

En la décima etapa, la jornada de los cinco colosos, Lapize atacó de salida, dispuesto a hacerse con el primer puesto en la general. Otros dos corredores le siguieron, Gustave Garrigou y François Lafourcade. Durante varias interminables horas el trío fue escalando y descendiendo aquellas montañas por lo que en la práctica eran caminos de cabras apenas acondicionados para el paso de ciclistas.

En el último puerto del día, el Aubisque, Lafourcade se quedó solo. Garrigou y Lapize se rezagaron, empantanados en su propio agotamiento. Cuando Lapize alcanzó por fin la cima del puerto, tiró su bicicleta y se dirigió a uno de los miembros de la organización que por allí andaban, espetándole esa frase ya mítica: «¡Sois unos asesinos! ¡Sí, asesinos!». Sin embargo, la etapa distaba mucho de haber finalizado.

Restaban 177 kilómetros hasta Bayona. Lapize y un ciclista italiano se aliaron para dar caza a Lafourcade, cosa que lograron cien kilómetros después. El francés ganó en el sprint y aunque ese día todavía no logró desbancar a Faber del primer puesto, lo acabaría consiguiendo algunas etapas después, para acabar ganando un Tour homérico con aquellas jornadas pirenaicas que habían hecho de la competición una prueba tan cruel. Crueldad que el público, por supuesto, correspondió abarrotando las cunetas de los grandes puertos. Henri Desgrange tomó buena nota de ello: la alta montaña había llegado para quedarse.

«Puede meterse su minuto por el culo»

En su eterna búsqueda por el más difícil todavía, la organización del Tour había buscado nuevos recorridos y nuevas normas con las que hacer de la carrera una competición más épica, pero sin pensar demasiado en los corredores. En aquellas primeras ediciones los ciclistas no podían recibir asistencia alguna.

Por supuesto tampoco existían avituallamientos. Había un sinfín de normas que poco a poco se fueron suavizando, especialmente cuando los equipos patrocinados comenzaron a hacer su aparición. Con todo, Desgrange continuó afilando las normas para endurecer el Tour.

La frase que abre esta pequeña historia la pronunció Eugene Christophe en 1912. Christophe coronó el Tourmalet escapado y con mucha ventaja. La victoria de etapa y la clasificación general estaban a su alcance. Sin embargo en el descenso rompió el cuadro de la bici. Hoy no habría tenido mayor problema que el de esperar a que su equipo le diera otra, pero entonces era un asunto que debía resolver por sí solo.

Cogió la bicicleta y descendió a pie el resto del puerto hasta llegar a una aldea en la que encontró una forja donde soldar el cuadro. La organización fue tan puntillosa como para protestar por el hecho de que los herreros le acercaran herramientas o le ayudaran con el fuelle. Cuatro horas después Christophe, con el Tour perdido irremediablemente, había reparado su bicicleta.

Un comisario del Tour le informó de que se veía en la obligación de penalizarle con un minuto, teniendo en cuenta las circunstancias. La respuesta de Christophe fue comprensiblemente tajante:

«Monsieur, he perdido cuatro horas, así que puede meterse su minuto por el culo».

Por desgracia aún se tardaría en comprender que reglas tan absurdas, si bien primaban el carácter individualista y heroico de la carrera, desnaturalizaban al mismo tiempo la competición que se trataba de preservar.

«Funcionamos con dinamita»

«No éramos más que ganado», recordaba Roger Lapébie, vencedor del Tour en 1937. Y es que durante mucho tiempo los ciclistas eran los últimos miembros del escalafón en la ronda francesa, y en muchas otras carreras.

Si ya en la década de los setenta o los noventa del siglo pasado el pelotón tuvo razones para protestar (ya fuera haciendo parones o marchando en plan cicloturista) por las condiciones en que corrían o por el absurdo kilometraje de muchas etapas del Tour, con más razón se protestaba en las primeras décadas del siglo. Y es que de vez en cuando ha de surgir forzosamente algún Espartaco en mallas de ciclista que diga aquello de «ya basta».

A principios de los años veinte ese rebelde fue Henri Pélissier, el mayor de los hermanos Pélissier, dinastía de ciclistas de los que era la máxima estrella. Para entendernos, podríamos decir que era como un John McEnroe de la época. Ya en 1920 tuvo un roce con la organización del Tour cuando fue sancionado con dos minutos por tirar un tubular sin bajar de la bici. Como protesta abandonó la competición. En otra ocasión estuvo a punto de llegar a las manos con Desgrange en la redacción de L’Auto.

Y en 1924 llegó el encontronazo definitivo cuando el organizador del Tour decidió que los corredores no podían desprenderse de ninguna prenda durante la etapa, un absurdo teniendo en cuenta que las jornadas comenzaban antes del amanecer, cuando todavía hacía frío, y continuaban el resto del día, con el sol brillando ya en lo alto. Cuando un comisario de la organización quiso averiguar si, como se rumoreaba, el campeón llevaba un maillot idéntico bajo el primero, Pélissier protestó por esa conducta vejatoria. Finalmente él y sus hermanos decidieron abandonar, y como muestra de solidaridad el pelotón impuso la marcha cicloturista.

Un periodista de Le Petit Parisienlocalizó luego a los Pélissier en una cafetería de la estación de tren de Coutances. La entrevista con los hermanos se publicaría al día siguiente y desataría la polémica. Aceptamos el tormento, pero no queremos vejaciones, fue la reivindicación de Henri, quien seguramente expresaba lo que todo el pelotón pensaba.

Pero más que en esa postura sindicalista los lectores se fijaron en la demostración práctica que el corredor hizo al periodista, mostrándole la cocaína, el cloroformo y las pastillas que usaban para combatir el dolor y poder mantenerse en la brecha. «Ahí lo tiene», dijo Pélissier. «Funcionamos con dinamita». Licores, cerveza o vino, cloroformo y demás productos farmacéuticos habían formado parte del avituallamiento de los ciclistas prácticamente desde los inicios del Tour. Pero ahora, por primera vez, el polémico asunto del dopaje saltaba a las portadas de los periódicos.

«Dame tu bici, René»

Si hay un trabajo ingrato en las grandes carreras ciclistas sin duda es el de los gregarios. Ingrato no es la palabra, ya que todo buen campeón sabe que debe agradecer sus triunfos al apoyo de sus compañeros de equipo, y parte del botín conseguido por los grandes se reparte entre los gregarios como en las viejas bandas de forajidos.

Sin embargo pocos son los que se acuerdan de estos corredores, anónimos para la gran mayoría, que tras derrengarse trabajando para su jefe de filas han de sufrir para no llegar a la meta fuera de control y poder permanecer así otro día más al servicio del Anquetil, Coppi, Merckx o Contador de turno. Pero si hay un gregario que se ganó el corazón de millones de franceses y cuyo nombre algunos todavía recuerdan, ése fue René Vietto.

El ciclista llegó al Tour de 1934 como un joven escalador al que muchos auguraban un gran futuro, pero que por el momento corría a las órdenes de Antonin Magne, quien sabía lo que era ganar la ronda gala. Tras la segunda etapa ya vestía de amarillo, y así continuó durante las siguientes jornadas.

En cuanto el pelotón se adentró en los Alpes, Vietto demostró de lo que era capaz alzándose con una victoria de etapa tras haber coronado el Galibier. Todo marchaba bien; Vietto volvería a adjudicarse otra etapa mientras Magne retenía el amarillo.

Por aquel entonces los ciclistas corrían el Tour por selecciones nacionales, como en un Mundial de fútbol, y la selección francesa dominaba la carrera claramente, por encima de los italianos. Pero la suerte cambió en la decimoquinta etapa, un 20 de julio, jornada pirenaica que discurriría entre Perpignan y Aix les Thermes.

Como habían hecho en otras ocasiones, Vietto impuso un fuerte ritmo para realizar una criba de posibles rivales. Sin embargo el campeón italiano Giuseppe Martano siguió a rueda. Una vez más Vietto demostró que dominaba en las empinadas carreteras de la montaña.

Tras coronar el Puymorens iba ya escapado, en pos de una nueva victoria. Sin embargo detrás surgió el gran contratiempo cuando Magne cayó durante el descenso, rompiendo la llanta de la rueda delantera, momento que Martano aprovechó para atacar.

Cuando Vietto se enteró de lo sucedido hubo de regresar a ayudar a su jefe de filas. Sin tiempo que perder, Magne le pidió su bicicleta, pero Vietto respondió que habría de conformarse con una rueda. Hecho el cambio, Magne salió en pos del italiano, mientras Vietto, contrariado y deshecho, se sentaba en la cuneta a esperar una rueda de recambio.
Un fotógrafo tomó una instantánea del joven gregario, derramando lágrimas como un niño. Una foto que conmovió a los lectores de la época, y por la que algunos todavía recuerdan el nombre de René Vietto, epítome de la frustrante vida del gregario.

«Fausto, espérame, por favor»

Gino Bartali ganó la primera de sus grandes vueltas en 1936, y la última en 1948 (un Tour, diez años después de haber ganado el primero: he ahí un récord que difícilmente será batido). Fausto Coppi ganó su primer Giro en 1940, y el último en 1953. Los dos grandes campeones italianos de la época suelen protagonizar una de las grandes cuestiones de la historia contrafactual del ciclismo: si no hubiera habido Segunda Guerra Mundial, ¿cuántos Tours y Giros habrían ganado entre los dos?

Bien, he ahí una excusa para una tertulia entre aficionados con cervezas y olivas. Lo que sí es cierto es que ambos marcaron una época en el ciclismo.

Bartali, que gracias a la bicicleta pudo escapar de una mísera existencia como campesino, era la fuerza bruta, el empuje suicida, el ciclista de una era que tocaba a su fin, el tipo de corredor que tras finalizar una etapa se encendía un pitillo.

Coppi, en cambio, es considerado un precursor del ciclismo moderno; seguía una dieta específica, se rodeaba de masajistas y ayudantes, en los entrenamientos buscaba la manera de ser más eficaz, y planificaba las etapas cual general de división.

Además, fuera de las carreras era uno de esos deportistas con look de dandyque gustaba del lujo y las bellas mujeres. Dos ciclistas portentosos que batallaban encarnizadamente en el Giro y unían fuerzas en el Tour tratando de dejar bien alto el pabellón de la Italia de Mussolini.

De hecho Bartali, cinco años mayor que Coppi, era un símbolo para el régimen fascista. Poco importó que, como muchos otros deportistas que han competido para países subyugados por una dictadura, se preocupara solo de correr; tras la guerra muchos le despreciaron por haber servido de perro fiel de Mussolini.

Sesenta años después el mundo supo que durante la guerra, con la excusa de sus entrenamientos, había ejercido de enlace llevando fotografías y documentos falsos ocultos en su bicicleta, que habrían de significar la huida y salvación para muchos judíos italianos.

El Tour tardó en recomponerse tras la guerra, pero en 1947 volvía a estar en marcha. Un año después, Bartali se adjudicaba la ronda, pero Coppi estaba ausente. Por fin ambos se reencontrarían en suelo francés durante la edición de 1949, un año en que Coppi había aplastado toda resistencia en el Giro. La ronda no comenzó bien para él, y tras la quinta etapa ya perdía dieciocho minutos.

Con un frente abierto entre él y Bartali, Coppi amenazó con abandonar la carrera porque no se sentía suficientemente respaldado por el equipo. Finalmente le convencieron para continuar, y al llegar los Alpes comenzó su remontada. En una de las etapas alpinas los dos italianos volaron sobre el asfalto, dejando a todos sus rivales atrás.

Era el trigesimoquinto cumpleaños de Bartali. En el Col d’Izoard el veterano corredor comenzó a desfallecer. «Fausto, espérame», imploró. «Hoy cumplo treinta y cinco y ya no volveré a ganar nada, déjame esta etapa».

El sorprendido Coppi accedió, y llevó a Bartali a un ritmo cómodo hasta la meta en Briançon. Gino entró primero y se enfundó el maillot amarillo, pero sería Coppi quien acabaría ganando aquel Tour. Con todo, Bartali demostraría tener cuerda para rato, ganando una etapa al año siguiente, cosechando dos cuartos puestos y un increíble undécimo lugar con treinta y nueve años.

«¡Mira, Bobet! ¡Ferdi caballo!»

A principios de los cincuenta dos suizos, Ferdi Kübler y Hugo Koblet, se convirtieron en los corredores del momento. Koblet fue el primer ciclista no italiano en ganar un Giro; un año después, en 1951, se adjudicó un Tour en el que protagonizó una escapada de ciento cuarenta kilómetros poniendo en jaque a todos los grandes del pelotón. En una instantánea inédita que los más viejos del lugar todavía recuerdan, los líderes del momento —Coppi, Bartali, Bobet, Robic, Géminiani— acabaron poniéndose al frente del pelotón tratando de alcanzar a aquel cohete humano. Pero no hubo nada que hacer. Tipo apuesto y elegante, antes de entrar en meta Koblet se refrescó con una esponja, sacó su peine, se acicaló, y se preparó para su momento de gloria.

Kübler era la antítesis de Koblet. Era un tipo alto y fornido, más bien poco elegante sobre la bicicleta. Sus ataques parecían estallidos de locura, y cuando las cosas no iban bien se le veía maldecir, golpearse las piernas y darse ánimos a voz en grito. Había corredores excéntricos, y luego estaba él. En el Tour de 1955, durante una de las etapas de alta montaña, el pelotón había de enfrentarse al Ventoux, una de las montañas más temidas de los Alpes.

Kübler marchaba escapado con su mano derecha, Géminiani. El francés le advirtió: «Cuidado Ferdi, el Ventoux no es un puerto cualquiera». El suizo, chapurreando su característico mal francés, respondió con una de sus bravatas: «Ferdi tampoco ser un corredor cualquiera», al tiempo que aceleraba el ritmo. Más tarde, en las cuestas del Ventoux, el campeón suizo se derrumbó. Así era Ferdi Kübler.

En 1950 Kübler ganaría su único Tour. En aquella edición había noqueado a uno de sus máximos rivales, Louison Bobet, a las primeras de cambio, pero este devolvió el golpe en los Alpes, en las desoladas cuestas del Izoard. Kübler no podía encajar semejante golpe, y al día siguiente se dedicó a acosar a Bobet en plan Muhammad Ali. «¡Bobet! ¡Bobet!», se escuchaba entre el calmado pelotón. «Bobet, ¿preparado? ¡Yo escaparmuy pronto!».

Por desgracia para Louison, el pelotón no era lo suficientemente extenso para esconderse. Bobet, al que muchos apodaron «la Llorona» o «Luisita Bombón» por su aparente propensión a las lágrimas durante su debut en el Tour de 1947, no estaba dotado del carácter de un Laurent Fignon precisamente. No importaba cuántos puestos adelantara, tarde o temprano ahí estaba aquel loco suizo gritándole: «¿Preparado? ¡Ferdi muy fuerte hoy, tú sufrir!».

El martilleo psicológico prosiguió y al parecer hizo su efecto, porque finalmente Kübler cumplió su amenaza al grito de «¡Mira, Bobet! ¡Ferdi caballo!», para a continuación dar un relincho y realizar un ataque fulminante, mientras el viento todavía recogía sus palabras: «¡Bobet, tú sufrir!».

Los principales favoritos salieron a por Kübler, salvo Bobet, quién, paralizado, hubo de echar mano de sus gregarios para iniciar la persecución. Aquel día el francés perdió seis minutos y el segundo puesto en la general. No puedo sino imaginarme la mala noche que debió de pasar Bobet aquella jornada, con el griterío de Kübler todavía resonando en sus oídos: «¡Bobet, tú sufrir!».

«¿Vamos?»

Quienes le vieron subir cuestas cual grácil pluma afirman que ha sido el mejor escalador de la historia del ciclismo. Charly Gaul, luxemburgués, era menudo y de apariencia frágil, y aun así no se le daba mal en la contrarreloj. Se desenvolvía estupendamente en el Giro, pero en el Tour se mostraba mucho más irregular, quizás por ser un ciclista que adoraba los días lluviosos y se aplatanaba con el calor asfixiante.

Fue el gran escalador de su época junto con el español Federico Martín Bahamontes, seis veces (que se dice pronto) campeón de la montaña en la ronda gala. Era habitual verles juntos, escapados en pos de una victoria de etapa en Pirineos o Alpes, o de puntos para el maillot moteado del mejor escalador. En 1958, con un Anquetil en baja forma, Gaul estaba más cerca que nunca de luchar por la general, tercer clasificado ante la llegada de los Alpes.

Pero un día muy caluroso y problemas mecánicos se aliaron para hundirle en la clasificación. Llegó entonces la etapa número 21, una jornada rompepiernas a través del Macizo Central donde se subirían cinco puertos: el Lauteret, el Luitel, el Porte, el Cucheron y el Granier.

Al encarar el segundo puerto una lluvia helada comenzó a regar al pelotón. Gaul, el hijo de la lluvia, sonrió para sí. Era hora de dar un golpe a su denostado Louison Bobet, que le había hecho una jugarreta en el Giro. Dicen que el luxemburgués no solo avisó a Bobet en qué puerto atacaría, sino que incluso le indicó el tramo; nada de ataques sorpresa, así la humillación sería completa.

Y, justo cuando se acercaba el momento, el clima pareció obedecer al plan maestro de Gaul. «¿Vamos?», indicó Gaul a Bahamontes para que le siguiera, como en tantas otras ocasiones. Pero esta vez el español, amante del calor, se apeó pronto de la jugada. Anquetil trató de liderar la persecución, pero Bobet estaba K.O. y el resto de favoritos parecían encogidos por una lluvia que a cada momento se tornaba infernalmente glacial. En la cima del Luitel, Gaul ya aventajaba en un minuto a Bahamontes, y en cinco a Raphael Géminiani, quien había decidido marchar a su propio ritmo para darle alcance kilómetros después, pero su plan obviamente se estaba derrumbando.

Gaul cruza el Porte con mirada decidida. Minutos después llegan los favoritos, desencajados, manchados de barro, pálidos y agarrotados, con los dedos tan congelados que apenas pueden frenar en las bajadas. Los restos del machacado pelotón van cruzando las montañas en pequeños grupos, ateridos y asustados, como la Grand Armée en su retirada de Rusia.

Gaul cruza la meta triunfante, tras una escapada épica. Géminiani llega a catorce minutos, Anquetil a veintitrés… Una escabechina. Aun así el luxemburgués no viste el maillot amarillo, por todo el tiempo perdido durante las dos semanas anteriores. Pero el primer puesto ya está a tiro: apenas un minuto le separa del líder. Llegará vestido de amarillo a París.

«Nunca olvidaré aquella aparición»

Jacques Anquetil y Raymond Poulidor, dos ciclistas franceses que marcaron una época, y que casi dividieron a una nación. Como suele suceder en casos así, el encanto del perdedor humilde acabó imponiéndose sobre el aura mística del campeón a quien todo parecía salirle bien.

Sí, en la Francia de finales de los cincuenta y principios de los sesenta era más fácil encontrar seguidores de Poulidor que de Anquetil, apodado «Monsieur Crono» por su matemática forma de correr, calculando siempre cuántos minutos tenía que ganar y cuántos podía ceder, racionando esfuerzos como si se tratara del agua de un náufrago.

Con su elegante forma de pedalear, sus cabellos rubios y su cara de ángel, Anquetil parecía correr siempre entre algodones, mientras Poulidor se retorcía bajo el sol como si las fuerzas de su interacción gravitatoria fueran de muchos más Newtons que las del resto.

El gran choque deportivo entre ambos se produce en 1964. Anquetil aspira a ganar su quinto Tour, tras haber dominado en el Giro de forma incontestable, y Poulidor llega más fuerte que nunca, como vigente campeón de la Vuelta a España.

En los Alpes quedó claro que aquel Tour se dirimiría entre los dos franceses, con un Bahamontes que todavía tenía piernas para ganar alguna etapa y andar rondando los primeros puestos. En la décima jornada Poulidor tan solo cedió treinta y seis segundos en la contrarreloj, la gran especialidad de Anquetil. Sin duda las espadas estaban en todo lo alto.

La jornada de descanso llegó con Anquetil segundo, a poco más de un minuto del líder, Joseph Groussard. Lo que habría de ocurrir al día siguiente parece debido al orgullo del ciclista. En aquel día de descanso Anquetil aceptó acudir a una velada en su honor, donde el champán regó una abundante cena con cordero asado como plato principal.

Dicen que el jefe deportivo de Poulidor, Antonin Magne, quien en sus días de ciclista destacó por sus dotes estratégicas, se enteró de la francachela y ordenó a su estrella que atacara sin mirar atrás. Otra versión cuenta que los rivales de Anquetil observaron en los periódicos fotos en las que se veía al travieso Jacques sosteniendo una pata de cordero entre las copas de licor.

Bastante tenían con las afrentas deportivas del francés como para encima aguantar el que se fuera de comilonas mientras ellos se enfrentaban un día más a los espaguetis hervidos. Los líderes del resto de equipos se reunieron y acordaron montar una emboscada para dar una lección al por entonces tetracampeón del Tour, aprovechando que en la siguiente etapa que partía de Andorra la escalada comenzaba prácticamente desde la salida.

Sea como fuere lo cierto es que aquella jornada se iba a convertir en un infierno para Anquetil. Los españoles Bahamontes y Julio Jiménez arrancaron pasados cinco kilómetros, siguiéndoles en tromba todos los grandes rivales del francés: Groussard, Anglade, Poulidor, Adorni.

La ofensiva fue todo un éxito, dejando a Anquetil clavado mientras sus fieles gregarios trataban de enmendar el desastre. Al coronar la cima del Col d’Envalira perdía ya cuatro minutos. Géminiani, director deportivo de Anquetil, se acercó a infundir ánimos (dice la leyenda que con bidón de champán incluido) a su hundido líder: no podía dejarse vencer; había de recurrir nuevamente a su talento bajando, como hiciera antaño, para evitar una derrota total y definitiva.

El ciclista rubio asintió, y se lanzó a bajar el puerto en una persecución casi suicida que se tornó más épica y peligrosa debido a la niebla que cubría gran parte del recorrido. Penetró en la bruma, donde apenas se distinguían las luces de los coches de equipo y de las motocicletas, y no se volvió a saber de él durante varios angustiosos minutos.

Se dice que Géminiani paraba su coche cada dos por tres, tratando de atisbar en las cunetas si su campeón se había despeñado por algún terraplén. El corredor Henry Anglade lo recordaba así: «De repente, por el exterior de la curva, una figura pasó como un misil. Intenté seguirle, pero no volví a verlo hasta que terminó la bajada y nos reagrupamos. Entonces lo vi: era Anquetil. No me lo podía creer. Nunca olvidaré aquella aparición».

Surgido de entre la bruma cual dios nórdico, Anquetil neutralizó la emboscada y partió a reclamar su trono, mientras a veinte kilómetros de meta Poulidor sufría pinchazos y otras de esas calamidades que el destino siempre parecía tenerle reservadas. El eterno rival de Anquetil continuó atacando y bregando en la montaña, pero nada impediría que Monsieur Crono entrara en la leyenda ganando su quinto Tour.

«Si hacen falta diez para matarte, tomaré nueve y ganaré»

En el primer Tour que corrió Tom Simpson acabó en la vigesimonovena posición, un debut nada desdeñable para un novato. No tardaron en llegar algunas victorias en grandes premios e incluso alguna clásica como el Tour de Flandes, demostrando que era un corredor con buenas capacidades; era una época en que entrar en el ciclismo profesional continental era si cabe tan difícil o más que en la actualidad.

La segunda vez que corrió la ronda francesa consiguió el raro honor de llevar el amarillo, aunque fuera por un día. Aquella edición acabó sexto. Ambos fueron logros que los ciclistas británicos tardarían en repetir. La primavera siguiente llegó un espectacular triunfo en la Milán-San Remo. Sin duda Simpson tenía el físico para competir por la victoria en las clásicas de un día. Sin embargo los ganadores de las grandes vueltas están hechos de una pasta especial, y muy a su pesar, Tom Simpson no era uno de ellos.

Por lo demás todos sabían que las grandes leyendas del ciclismo han de forjarse tarde o temprano en una carrera como el Tour. Para su desgracia, la ambición de Simpson le llevaba más lejos de lo que podían llevarle sus piernas. Pero aquel día en que vistió de amarillo algo cambió en su interior.

13 de julio, 1967, etapa de montaña entre Marsella y Carpentras, con el gran Ventoux como punto fuerte del día. Es un día caluroso, muy caluroso, de esos en que el asfalto lucha por fundirse con los neumáticos de las bicis y los pulmones se vuelven algodón.

Un clima idóneo para un caféraid, una práctica ya desterrada, consistente en el asalto por parte de los ciclistas del primer bar o cafetería que tuvieran a mano para hacerse con todo el líquido que pudieran guardar en sus uniformes; en aquellos tiempos solo podían repostar en los puntos de avituallamiento, no había entrega de bidones durante la carrera, así que cuando la sed apretaba los corredores simplemente se convertían en modernos vikingos que desvalijaban bares en vez de monasterios.

Por supuesto, cualquier líquido valía, y no siempre se trataba de agua o refrescos, el alcohol también podía servir si era lo que estaba más cerca de la puerta.

Séptimo en la general, Simpson tenía aquel día marcado en rojo en su calendario. La gloria habría de forjarse en el Ventoux, para ser solidificada en la meta. Poulidor y Jiménez marchaban escapados, y el británico se encontraba en el grupo perseguidor.

Conforme los kilómetros de subida empezaban a quedar atrás, el pedaleo de Simpson comenzó a hacerse más errático. Su ritmo disminuía mientras era sobrepasado por más y más corredores. Cuando comenzó a dar tumbos de un lado a otro de la carretera fue la señal de que estaba totalmente reventado.

A punto estuvo de dirigirse al precipicio que bordeaba el recorrido, pero en el último momento cambió la dirección para irse a la otra cuneta, adentrándose en una zona de gravilla, donde cayó como un tronco.

Uno de sus mecánicos fue a asistirle para ayudarle con los calapiés y sacarle de la bici, pero el ciclista no dejaba de mascullar que le subieran de nuevo al sillín. Tras incorporarse como pudo, montó de nuevo y empezó a pedalear, pero apenas recorridos unos cuantos metros volvió a zigzaguear, totalmente hundido sobre el manillar. Su director deportivo paró el coche y entre varios acudieron a socorrerle.

Le tumbaron en una cuneta, aferrado todavía al manillar y con las piernas pedaleando en un acto reflejo. Para entonces Simpson ya estaba inconsciente. Le movieron brazos y piernas, le refrescaron con toallas húmedas, y cuando por fin llegó el servicio médico le practicaron masajes cardíacos y respiración boca a boca. Por una vez la horrorizada audiencia televisiva ya no estaba preocupada por quién iba en cabeza.

Cuando llegó un helicóptero para trasladarle a un hospital, el corredor ya había fallecido. Una combinación fatal de calor, sobreesfuerzo, anfetaminas y alcohol le había reventado el corazón. Su mecánico apuntillaría: «El estimulante que mató a Tom Simpson se llamaba Tom Simpson». Tras aquella increíble tragedia la organización del Tour introdujo los primeros controles antidopaje.

«Yo soy Luis Ocaña»

«Silba ahora que puedes. Llegarán días en que no podrás hacerlo. Yo me encargaré de que esos días lleguen». La advertencia se la hizo Luis Ocaña a Eddy Merckx durante la París-Niza de 1971. El palmarés de Merckx por entonces ya asustaba: dos Giros, dos Tours, un Mundial y un buen puñado de clásicas y grandes premios.

Y ciertamente no se limitaba solo a ganar. Desde su aplastante debut en el Tour de 1969, en el que ganó cinco etapas y se vistió todos los maillots posibles, la prensa le inmortalizó como «el Caníbal».

Quizás sería exagerado decir que el pelotón le temía, pero ciertamente le respetaba enormemente. Si atacabas a Merckx más valía que lo tumbaras a la primera, porque si despertabas a la bestia sus contraataques podían convertirse en una escabechina.

Pobre Raymond Poulidor, protagonizando lo que sería una longeva carrera profesional en la que cuando por fin se había librado de Anquetil, llegó Merckx. Desde luego el francés nació sin suerte.

En 1968, mientras Merckx devoraba clásicas y ganaba su primer Giro, debutaba como profesional Luis Ocaña, español afincado en Francia desde niño. En sus piernas había un ciclista excepcional, aunque llegó al ciclismo casi de rebote. Para muchos fue, junto a Merckx, el corredor más dotado de su tiempo.

Sus dos primeras participaciones en el Tour tuvieron final accidentado, pero mientras tanto había ganado una Vuelta, una Dauphiné Liberé y varias de las clásicas españolas más importantes. Merckx dijo de él que si hubiera tenido la cabeza más fría habría podido llegar más lejos, pero ciertamente Ocaña no era Anquetil.

Cuando atacaba se lo llevaba todo por delante y, o bien llegaba solo a la meta o se quedaba por el camino. Pero quizás fue precisamente ese arrojo algo alocado lo que le indujo a plantar cara al gran campeón belga, a tener la confianza suficiente como para ver en Merckx a un rival al que se podía batir, no a un ser sobrehumano.

En el Tour de 1971 Merckx había dejado de silbar. En la undécima etapa Ocaña y varios otros rivales le habían dejado atrás, con su equipo deshecho y perdiendo cuatro minutos. Mientras, ascendiendo el puerto de Noyers, el español seguía pedaleando de forma salvaje, deshaciéndose de sus propios compañeros de fuga.

No dio tregua a sus músculos en la bajada, y casi asaltó la meta en la estación de esquí de Orcières-Merlette. Aquel día el número de corredores que llegaron fuera de control fue tan grande que la organización hubo de repescarlos a casi todos. Merckx entró tercero a casi nueve minutos. «Estábamos desesperados, no había más corredor que Merckx, y he aquí que todo ha cambiado», afirmó un extasiado Louison Bobet. Un nuevo líder había llegado al Tour.

Sin embargo si algo caracterizaba a Merckx era que no tiraba la toalla fácilmente. Tras una jornada de descanso, a las primeras de cambio, el equipo del belga se lanzó al ataque haciendo caso omiso de territorios neutralizados o banderines de salida. La media de velocidad aquel día fue brutal.

Cuentan que cuando el alcalde de Marsella, localidad donde finalizaba la etapa, se presentó en la meta para presidir el podio, los obreros ya estaban desmontando las gradas. Con aquella emboscada, que no gustó nada a Ocaña, Merckx no recuperó el liderato, pero dio un golpe de aviso. Todo se vino abajo un par de días después, cuando en una jornada de calor que acabó en granizada, la carretera se hizo mantequilla y descendiendo el Portet d’Aspet el español se fue al suelo junto con Merckx.

El belga continuó, pero Ocaña fue alcanzado por otro corredor que también se vio incapaz de frenar. Otro más tropezó luego con ellos, hasta que se hizo una montonera sobre el líder, motorista incluido. El Tour había acabado para él. Merckx, privado así de una gloriosa victoria sobre su mayor rival, perdió por una vez el apetito y se negó a llevar el maillot amarillo.

Al año siguiente la revancha que todos esperaban no se produjo; un Ocaña enfermo acabó abandonando la carrera. Y en 1973 Merckx prefirió centrarse en la Vuelta y en el Giro, detalle que a su vez tampoco gustó al español. Por fin llegaría primero a París, pero sin haber tenido la oportunidad de batir al belga en buena lid.

Aquella edición descafeinada suscitó escépticos comentarios que no agradaron nada a Ocaña. Aunque Merckx no estuviera, demostraría a todos que era tan bueno como él, convirtiéndose él mismo en un caníbal. Forjó una alianza con el equipo Kas, que le apoyaría en su lucha por la general a cambio de ceder alguna etapa a su líder, José Manuel Fuente, «el Tarangu». En cuanto llegaron los Alpes Ocaña se vistió de amarillo. Pero Fuente, prototipo de corredor atolondrado cuya única estrategia era dar más pedales que los demás y hacer saltar todo por los aires, decidió que aquello del pacto no iba con él y al día siguiente atacó en el Télégraphe.

Ocaña y otros corredores no tardaron en ponerse a su rueda. Ya metidos en harina, y con cuatro puertos por delante, Ocaña decidió reventar la carrera, invitando a Fuente a acompañarle. Este respondió atacando de nuevo. Mientras aquellos dos españoles locos se maldecían y atacaban el uno al otro, el resto de favoritos se fue quedando en el camino. Zoetemelk, Thévenet, el eterno Poulidor… Figuras distantes que se empequeñecían hasta desaparecer, mientras Fuente no dejaba de lanzar ofensivas.

Pero Ocaña resistió hasta que vio que el asturiano comenzaba a flojear. Entonces llegó su turno: «Sígueme ahora, si puedes». Fuente le siguió, en efecto, como un alma en pena, boqueando en las cuestas del Galibier, asfixiado en el Izoard, moribundo en el camino hacia Les Orres.

A treinta kilómetros de meta un pinchazo le dejó por fin fuera de combate. Ocaña ni pestañeó. Siguió pedaleando hasta completar una victoria agónica, derrumbándose nada más cruzar la meta. Fuente llegó poco después. Thévenet perdió siete minutos. Zoetemelk cedió quince. Poulidor, más de veinte. Mientras Ocaña descansaba en su hotel, grupúsculos de cadáveres pedaleantes seguían llegando a la meta. En el podio de París, Thévenet fue segundo a más de quince minutos. Los periodistas compararon las gestas del español con las de Coppi, Bobet y otros grandes. El campeón zanjó la cuestión: «Yo soy Luis Ocaña».

«Le estoy educando»

Si alguien se decidiera a filmar una comedia sobre ciclismo o el Tour de Francia, creo que no habría mejor inspiración que la edición de 1986, durante la cual la ambición y competitividad de Bernard Hinault, el corredor francés más laureado de todos los tiempos, llegaron a límites tales que acabó provocando situaciones realmente delirantes. Pero para comprender lo que sucedió en aquel Tour será mejor echar un vistazo a los antecedentes.

Hinault comenzó su carrera como profesional en 1974, y cuatro años después debutaba en la Vuelta y el Tour con sendas victorias. En 1983 ya acumulaba dos Vueltas, dos Giros y cuatro Tours, amén de un saco de clásicas y grandes premios. Ese año una tendinitis le impidió correr la ronda francesa, y al año siguiente uno de sus antiguos gregarios, Laurent Fignon, le arrebató el triunfo de forma incontestable.

El tiempo pasaba e Hinault debía ganar un quinto Tour para igualar a Anquetil y Merckx antes de que fuera demasiado tarde. Para asegurarse la victoria en 1985, su equipo, La Vie Claire, fichó a Greg LeMond, un norteamericano que había acompañado a Fignon e Hinault en el pódium de París. A cambio de su apoyo, el francés prometió ayudarle a conseguir la victoria al año siguiente.

La ayuda de LeMond fue en efecto indispensable, especialmente después de que Hinault tuviera una grave caída y se rompiera la nariz. Con la cara hinchada y dificultades para respirar, el campeón francés siguió corriendo hasta la victoria en París, donde de nuevo reiteró su intención de ponerse al servicio del norteamericano en la próxima edición. Todo el mundo sabía que de no ser por el lastre de Hinault, LeMond podría haber optado a la victoria final.

Así llegó el Tour del 86, con LeMond, Hinault, Fignon y el español Pedro Delgado como principales aspirantes. Y bien, como no podía ser de otra forma, en cuanto llegaron las primeras cuestas pirenaicas Hinault se olvidó de su ya famosa promesa y atacó llevándose a Delgado a rueda.

Los galones seguían siendo los galones, y LeMond se vio obligado a quedarse en el pelotón, hasta que los minutos perdidos comenzaron a doler y decidió salir a la persecución junto al colombiano Luis Herrera. Pero ya era demasiado tarde; Delgado se llevaría la etapa y el francés se vestiría de amarillo.

Si las miradas matasen, cuando el norteamericano llegó a la meta nadie habría salido vivo. Por supuesto la cosa no quedó allí; al día siguiente, una jornada de alta montaña con cuatro grandes puertos, Hinault se fue de nuevo descendiendo el Tourmalet, el primer pico del día. El francés gustaba de atacar pronto, al estilo del viejo ciclismo, devorando puertos y metiendo sacos de minutos a sus rivales.

Pero esta vez sus piernas no le llevaron tan lejos, y un grupito de corredores, LeMond entre ellos, le dieron caza en el Peyresourde, el tercer puerto. Siempre inasequible a la derrota, Hinault atacó de nuevo en la última cota de montaña, pero la ofensiva resultó infructuosa. Cuando Andrew Hampsten, compatriota de LeMond, lanzó a su vez otro ataque, el francés perdió rueda.

Los dos yanquis se lanzaron en pos del triunfo, que acabó correspondiendo a LeMond. Hinault perdió mucho tiempo, pero no el suficiente; conservó el liderazgo por unos escasos cuarenta segundos.

El bueno de Bernard continuó su ofensiva en la prensa, renegando de su promesa y afirmando que LeMond era demasiado conservador para ser un gran campeón. Pero lo cierto es que el francés ya no era el ciclista imbatible del pasado, y en la siguiente jornada de montaña tuvo que acabar cediendo el maillot al norteamericano, siendo vísperas de la etapa reina en los Alpes con el Galibier, Télégraphe, Croix de Fer y Alpe d’Huez como protagonistas.

Supuestamente LeMond era ahora el líder del equipo, y sus compañeros debían asegurarse de que llegara vestido de amarillo a París. Sin embargo Hinault tenía otros planes; llegó a un entendimiento con uno de los gregarios del equipo, Steve Bauer, y en la cima del Galibier, a un gesto suyo, se desató la ofensiva.

Bauer e Hinault comenzaron a descender la cima como diablos, dejando atrás a un enfurecido LeMond que tuvo que aliarse con Pello Ruiz Cabestany para tratar de interceptarlos, cosa que lograron durante el ascenso al Télégraphe. El mundo asistía atónito a una escena cuasi inédita en la que dos miembros de un mismo equipo no cesaban de pelear entre sí, contraviniendo cualquier lógica táctica. Y bien, en cuanto los cuatro corredores coronaron el puerto, ¿qué hizo Hinault? ¡Demarrar, por supuesto! LeMond consultó con su director deportivo, que bordeaba el ictus y que le dijo que hiciera lo que le diera la gana.

Entonces, él y Cabestany comenzaron a relevarse para atrapar al francés. De nuevo reunidos, los escapados salieron en pos del Croix de Fer donde el cuarteto se tornó en dúo, dejando a LeMond e Hinault con su lucha mano a mano. La audiencia contuvo la respiración, todo parecía posible.

Pero finalmente se había enterrado el hacha de guerra. Hinault aceptó que LeMond estaba demasiado fuerte, y como un humilde gregario le llevó apaciblemente de la Croix de Fer hasta la cima del Alpe d’Huez, donde tras departir unos momentos se abrazaron y cruzaron la meta cogidos de la mano.

Cuando se le había preguntado a Hinault el porqué de los ataques a su compañero, el campeón lo resumió con ese paternalista «Le estoy entrenando». Ya en París, donde LeMond se había coronado nuevo rey del Tour, el francés explicó que todas sus ofensivas y declaraciones habían sido una forma de forjar su espíritu, una suerte de entrenamiento para soportar las presiones que conlleva el vestir el maillot amarillo.

Más bien parecía evidente que la tentación de ganar un sexto Tour había sido demasiado fuerte, y ciertamente el papel de Hinault convertido en señor Miyagi no hizo demasiada gracia a LeMond, quien declararía: «En Alpe d’Huez, Hinault me pidió por favor que no le atacase y que le dejase ganar la etapa, porque el Tour ya era mío. Si llego a saber lo que iba a declarar después, le meto cinco minutos». Bernard Hinault; a su manera, el Charlie Chaplindel ciclismo.

«No, monsieur, soy el tipo que ganó dos veces el Tour»

Lo comentábamos al principio de este artículo: en la ronda gala una derrota puede ser tan recordada como una victoria. En los últimos años muchos recordarán por ejemplo la caída de Joseba Beloki en la edición de 2003, disputando la general al por entonces intocable Lance Armstrong, y que significó su abandono del Tour, marcando un antes y un después en su carrera. Pero si en las últimas décadas ha habido una derrota épica, esa ha sido sin duda la de Fignon en 1989, el Tour más ajustado de la historia.

Aquel año significó el regreso a lo grande de dos de los mejores ciclistas de su época, Laurent Fignon y Greg LeMond, quienes debido a lesiones y accidentes habían estado tiempo sin competir o rindiendo por debajo de sus posibilidades. Pedro Delgado partía como gran favorito defendiendo su victoria del año anterior.

Fignon había ganado el Giro, y LeMond por su parte era el que sembraba más dudas tras haber firmado hasta el momento una más que discreta temporada. A las primeras de cambio el español se autoeliminó de la carrera llegando tarde a la salida de la etapa prólogo, cediendo casi tres minutos en la contrarreloj y acabando el día como último clasificado en la general. Sin nada que perder, y tras superar unos días de lógica depresión, Delgado corrió a la ofensiva convertido en una máquina furiosa que poco a poco fue remontando puestos hasta acabar tercero en París.

Con el español descartado, el público esperaba un duelo sin cuartel entre LeMond y Fignon, cuya escuadra demostró ser la más fuerte en la contrarreloj por equipos. Sin embargo en la primera contrarreloj individual el norteamericano se alzó con la victoria y la general, desplegando una panoplia tecnológica (casco aerodinámico, manillar de triatlón) que sorprendió y llamó la atención de muchos, aunque el asunto apenas quedó en mera anécdota.

En los Pirineos, mientras Delgado corría su carrera de penitente (al concluir la segunda jornada pirenaica ya era cuarto en la general), LeMond y Fignon, siempre vigilantes, comenzaron a probarse. Escalando el Superbagnèrès el líder probó al francés, que quedó descolgado momentáneamente para después lanzar un furioso contraataque que LeMond no pudo seguir, cediendo el maillot amarillo por apenas siete segundos.

La alegría le duró a Fignon unas pocas etapas: en la cronoescalada de la decimoquinta jornada la codiciada prenda dorada volvió a cambiar de manos, con un margen de cuarenta segundos. Tras un día de descanso llegó la primera etapa alpina, donde LeMond arrancó otros trece segundos a su rival. Al día siguiente, en las interminables curvas de l’Alpe d’Huez, Fignon se tomó la revancha, recuperando el primer puesto con veintiséis segundos, cifra que al acabar la alta montaña había aumentado hasta los cincuenta segundos de ventaja. La victoria del Tour estaba en un brete.

En las circunstancias habituales el francés ya habría sido declarado vencedor virtual de la carrera, pero aquel año la ronda finalizaba en París con una contrarreloj individual de veinticuatro kilómetros y medio, una distancia demasiado corta, a tenor de los expertos, para que LeMond pudiera revertir la situación.

Era un 23 de julio. Como segundo clasificado, LeMond sería el penúltimo corredor en salir. Había ordenado que no le pasaran referencias. Aislado en su casco aerodinámico, su único objetivo era pedalear sin descanso, como no lo había hecho en su vida.

Todo dependía de un Fignon que desde hacía unos días sufría de molestias en la parte baja de las nalgas, en un sitio muy inconveniente para un ciclista, que no le dejaban descansar bien. Con todo, subió a la rampa de salida confiado, sabedor como muchos otros de que su rival no podía recortarle tanto tiempo en tan poca distancia.

El francés sí iba a tener referencias. Tratando de concentrarse en su ritmo olvidándose del dolor («era como ser acuchillado»), la información que le llegó en el primer punto de control no era buena: LeMond le sacaba veintiún segundos. Impertérrita, la Torre Eiffel contemplaba cómo el americano le sacaba dos segundos por kilómetro al francés. De seguir así, en meta Fignon podría perder unos aterradores cuarenta y nueve segundos.

Ser derrotado en su ciudad, en la última etapa, no entraba en sus planes. El corredor se alzaba sobre el sillín, apretando los dientes, buscando quizás un alivio momentáneo, pero las imágenes de televisión parecían mostrar lo evidente, que Fignon no acababa de encontrar su ritmo mientras LeMond pedaleaba tan regular como el horario de un tren japonés, entrando en los Campos Elíseos poco después que Delgado, a quien recortaba minuto y medio.

La última referencia había marcado veintinueve segundos de ventaja sobre Fignon, pero en esos momentos ya debían de ser unos cuantos más. Vista al frente durante unos segundos para volver a bajarla, retornando a una mejorada y estética posición aerodinámica, y vuelta a repetir el proceso. LeMond parecía uno de esos pájaros bebedores de juguete, que suben y bajan el pico a intervalos regulares. Mientras, Fignon seguía castigando sus piernas, sus incisivos, su mente.

El norteamericano dobla la última curva y sigue dándolo todo, recorriendo el último tramo de la etapa. Cruza la meta pocos segundos después que Delgado. Un par de kilómetros más y le habría interceptado. Ha mejorado el mejor tiempo en treinta y tres segundos. Todo indica que ganará la etapa. ¿Podrá ganar el Tour? Sin casco ni gorra, con sus gafas, su coleta rubia y sus eternos aires de intelectual revolucionario de 1848, Fignon toma la última curva con veintiséis minutos y siete segundos.

Está perdiendo cincuenta segundos exactos con LeMond. Y todavía queda la larga recta de los Campos Elíseos hasta la meta. Una fila, casi un pelotón de motos y coches siguen su estela, como si fuera un fugitivo al volante en una de esas viejas películas de los setenta. Los segundos parecen multiplicarse y la meta parece que cada vez esté más lejos.

El maillot amarillo alcanza y rebasa el tiempo de LeMond, mientras segundo a segundo el cronómetro sigue contando, implacable. Dios mío, si conserva el maillot será por muy poco. Restan todavía unas decenas de metros cuando el francés alcanza la cifra maldita. El mundo asiste atónito. Veintisiete minutos y cincuenta y cinco segundos, Fignon cruza la meta y se derrumba. Ha perdido el Tour. Por ocho miserables segundos.

Casi asfixiado, solo acierta a repetir una pregunta: «¿Bien? ¿Bien?». Nadie se atreve a contestarle. Un cámara graba cómo engulle alguna bebida isotónica, mientras LeMond llora de puro éxtasis. Por fin, alguien le ametralla con tres palabras que se clavan como dagas: «Has perdido, Laurent».

Incrédulo, incapaz de procesar la información, se queda sentado, con la mirada perdida. Para la posteridad, para gran parte del público, de forma dolorosa, él ya no será Fignon, el campeón, sino Fignon, el ciclista que fue abatido por el margen más escaso de la historia. Ah, sí, ya sé quién eres, el tipo que perdió por ocho segundos. De forma respetuosa pero gélidamente firme, el francés siempre corregirá a su interlocutor: «No, monsieur, soy el tipo que ganó dos veces el Tour».

Así puede ser la épica del ciclismo, del Tour, tan cruel como la propia carrera, tan dulce como el alivio agónico de cruzar la meta dejando atrás cuatro grandes puertos de montaña. Tan engañoso como el amor de una meretriz. Dicen que el ciclismo ha muerto, que el dopaje mató a la bestia.

Quienes nunca se han interesado por él ahora lo consideran una farsa; otros que amaron su pureza se han alejado de él como amantes despechados. Desde luego yo creo que las heridas han sido graves, pero mientras siga viendo rostros desencajados, bocas abiertas y desesperantes, cabeceos y zigzags, mientras no vea a un profesional escalar el Izoard con cara de estar dando un paseo cicloturista, creo que seguirá mereciendo la pena echar un vistazo a las vicisitudes del pelotón.

Ya lo dijo Carl Sagan: «Si las constelaciones se hubieran nombrado en el siglo XX, creo que veríamos bicicletas en el cielo».

Fuente: Jot Down
Bibliografía:
Plomo en los bolsillos, Izaguirre, Ander, 2012
The Story of the Tour de France, McGann, Carol y Bill, 2006

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