domingo, noviembre 24, 2024
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Esa Denigrante y Perniciosa Costumbre de Conferencias de Prensa sin Preguntas

La pregunta cae de cajón: ¿cuánto vale un periodista en una conferencia de prensa en la cual no se aceptan preguntas? La respuesta es obvia: no más que su grabadora (y tal vez menos).

Lo han hecho personajes tan patéticos como Dávalos o Jadue, lo hizo Moreira, también Van Rysselberghe y Fulvio Rossi. Y ahora Longueira. Nueve minutos de lectura de un texto escrito, en un tono intenso, para nada depresivo, sin aceptar que ningún periodista lo interrumpa, ni antes, ni durante, ni después de decir lo que quería decir.

Tanto Longueira como todos los que lo hicieron antes y los que más adelante lo harán, están en todo su derecho de convocar a los medios, luego decir que solamente leerán una declaración y que no aceptarán preguntas. Pero ¿qué está en juego cuando los periodistas aceptan esa condición?

Lo que está en juego es la diferencia entre ser periodista o ser convertido en grabadora.

La posibilidad de explorar en serio a la fuente informativa, la capacidad de obtener información que permanece oculta, la oportunidad de indagar más allá de lo obvio, la potencialidad de pasar por encima de lo políticamente correcto y de la acostumbrada hipocresía de los discursos oficiales no es posible si al periodista se le priva de un recurso lingüístico fundamental que es la pregunta.

Como en pocas profesiones, en la nuestra el arte de preguntar está en el centro de la cuestión, permite medir la calidad del ejercicio periodístico, la inteligencia del que pregunta, así como su creatividad. Al preguntar, y al querer hacerlo bien, se cultiva el arte intelectual de cuestionarse uno mismo, de cuestionar lo aparente, de traspasar los simulacros del poder y de desplegar la dialéctica.

Preguntar y mirar la realidad críticamente van de la mano. Despojar al periodista de esa posibilidad es volverlo un inútil, un ventrílocuo de aquel que los hace callar.

Al preguntar, y al querer hacerlo bien, se cultiva el arte intelectual de cuestionarse uno mismo, de cuestionar lo aparente, de traspasar los simulacros del poder y de desplegar la dialéctica. Preguntar y mirar la realidad críticamente van de la mano. Despojar al periodista de esa posibilidad es volverlo un inútil, un ventrílocuo de aquel que los hace callar.

Esta vez, con la castración lingüística impuesta por Longueira, esta denigrante exigencia fue llevada al límite. Los periodistas aceptaron no preguntar nada a un ex candidato a la Presidencia de la nación acusado de cohecho, de posibilitar que lo escrito en una empresa privada se convirtiera en Ley de la República, de beneficiar así hasta el 2025 a una de las empresas más cuestionadas del país. Pero además, sosteniéndose sobre su dictamen, acatado por todos, de no permitir preguntas, emplaza a los medios, a los periodistas y cuestiona su labor investigadora.

Hoy, ante un Chile asolado e indignado por escándalos de corrupción en la política, en el mundo empresarial, militar, deportivo, etc., está en juego, como hace décadas no ocurría, el tipo de periodismo que nuestro país es capaz de ofrecer a una ciudadanía ávida de verdad y de orientación informativa.

Estamos ante un contexto donde para el periodismo lo menos importante, lo más intrascendente son las declaraciones públicas que ofrece el establishment, redactadas por sus asesores, acostumbrados todos ellos a 25 años de marketing político, de impune altivez y de simulacros democráticos.

Y cada vez que se prohíba al periodista hacer preguntas será su decisión personal si se conforma con cumplir un papel decorativo que lo reduce a grabadora-reproductora del poder, o si, por el contrario, cree que su labor puede ser una contribución importante en transparentar las opacidades del poder y así fortalecer la verdadera democracia.

Fuente: El Mostrador

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