Se dice que Emil Zatopek, atleta histórico, fondista, cuádruple campeón olímpico, perdió dos carreras: la del inicio y la del final. Cuando tenía 16 años, iba a la escuela para jóvenes ejecutivos del empresario Tomas Bata, en Zlin, su región natal de Checoslovaquia.
La práctica de deportes era parte obligatoria de su formación. Un día, Emil se vio obligado a participar en una carrera de 1.500 metros junto a los otros alumnos del curso. Jamás había competido, ni se había entrenado para hacerlo.
Él no quería correr, y para no admitir su pereza adujo un dolor de rodilla; el médico de la compañía pensó diferente. Tuvo que entrar en la carrera. Hubo otros 100. Terminó segundo. Sintió que había perdido. Quiso haber ganado. Fue el inicio.
A partir de entonces, aplicó el rigor más absoluto a sus entrenamientos. Un régimen casi militar autoimpuesto, para un hombre que había decidido entrar al ejército. Practicaba en los climas más extremos, incluso en la nieve, y agregaba peso extra a sus botas de la armada -se negaba a usar zapatillas de deportes cuando no eran eventos oficiales- para aumentar el nivel de exigencia.
Su filosofía era simple: “Prefiero sufrir en los entrenamientos y no sufrir en las carreras”.
“Después de mis tres medallas en Helsinki, no pude caminar por una semana. Pero fue el dolor más placentero que sentí en mi vida”, se corrigió después.
También desarrolló un sistema de “entrenamientos a intervalos”, en los que alternaba períodos cortos de alta intensidad (ejemplo: correr 100 metros) y otros de bajísima actividad o descanso. Esto generó desconfianza en los especialistas de la época. Decían que se entrenaba como un velocista. “Cuando arranqué a hacerlo me dijeron: ‘Emil, eres un idiota’. Cuando gané, cambiaron por: ‘Emil, eres un genio’”.
Un genio, quizá, pero técnicamente heterodoxo. Según un entrenador de la época, “hacía todo mal excepto ganar”. Y ganaba en serio, aunque movía demasiado sus brazos y su cintura, aunque sufría los pasos con muecas de dolor, aunque rebuznaba extrañamente, gemía y gritaba en sus carreras (por esos ruidos y por su capacidad atlética lo apodaron “La locomotora humana”).
“No tengo tanto talento como para correr y sonreír al mismo tiempo”, bromeó alguna vez.
Cuatro años después de esa carrera iniciática que no quería correr, Zatopek había roto los récords de su país en 2 mil, 3 mil y 5 mil metros. En el ’48 ganó el oro olímpico en 10 mil metros y la plata en 5 mil.
Entre el ’48 y el ’52, acumuló 38 victorias consecutivas en los 10 mil, y logró 18 récords mundiales.
En Helsinki ’52, completó su mayor hazaña: ganó los 5 mil metros, los 10 mil, y la maratón en apenas 8 días. Logró las tres medallas doradas con récord olímpico. En maratón sacó casi dos vueltas de ventaja (dato latinocentrista: su escolta fue el argentino Reinaldo Gorno).
El conjunto fue perfecto. Nunca nadie había hecho nada similar. Nunca nadie, desde entonces, lo hizo.
Todo terminó en Melbourne ’56.
Seis semanas antes de esos Juegos, Zatopek, de 35 años y considerado por los medios un atleta en declive, había sido operado de una hernia. Igual compitió en la maratón. Antes de comenzar, miró a sus compañeros y les dijo: “Señores, hoy nos morimos un poco”.
El 22 de noviembre de 2000 murió del todo. En su lápida aparece su particular forma de correr esculpida en piedra, junto a los anillos olímpicos y la leyenda “Olimpisky Vitez”. No quiere decir amado esposo, ni persona excepcional, ni padre querido: significa “Héroe Olímpico”.
Una identidad que Zatopek se llevó a la muerte.