viernes, noviembre 22, 2024
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Mito y Realidad: Las Tribulaciones de Mozart

Wolfgang Amadeus Mozart fue una de esas figuras nacidas para la fábula, que generan a su alrededor toda una mitología en la que a veces resulta difícil distinguir la realidad de la leyenda. Desde su temprana muerte en 1791 la literatura, el teatro e incluso el cine han contribuido a enredar su imagen pública hasta el punto de que existen varias imágenes del compositor contradictorias entre sí.

Algo parecido a lo que sucede con los retratos que le son atribuidos, los cuales no se parecen entre sí.

Muchas veces, lo que la gente da por hecho en torno las circunstancias de su carrera y de su vida procede tanto de mitos como de realidades, especialmente cuando hablamos de las dificultades que sufrió en su breve existencia.

De todos modos, tanta mitificación no resulta incomprensible: fue un niño prodigio de cualidades poco comunes que maravilló a media Europa —un asombro registrado en infinidad de crónicas y testimonios de la época—, lo cual siempre despierta una viva fascinación. Gozó de una fama en vida destinada a muy pocos individuos por aquel entonces. Además, murió con sólo treinta y cinco años de edad. Su súbita desaparición sorprendió a toda Europa, y contribuyó a despertar un fervoroso culto a su persona y si obra, como suele suceder cada vez que un gran artista nos deja demasiado pronto. Un culto que, por descontado, dura hasta hoy.

Por otra parte, qué duda cabe de que fue uno de los grandes músicos de la historia. Aunque haya quienes puedan considerar más grandes a otros nombres, Mozart es —indudablemente— el absoluto rey de lo cantabile, el creador de melodías inmortales que la gente ha estado silbando durante generaciones.

Fue como el Beatledel siglo XVIII. Quizá los más exquisitos y los más ansiosos de dejar constancia de su erudición podrían decirnos que su música no es tan compleja como la de Johann Sebastian Bach o Joseph Haydn.

Pero no es realmente necesario: sus melodías, de una viveza infecciosa, se inoculan en la memoria colectiva con una pasmosa facilidad. Todos sabríamos tararear más de una melodía de Mozart incluso aunque desconozcamos que él fue el autor, porque sus melodías tienen vida por sí mismas.

Cosa que es quizá una de las más difíciles de conseguir en música, porque es tanto un producto de la inspiración como del conocimiento técnico, y la inspiración —todos lo hemos experimentado— es caprichosa y esquiva. Gracias al brillo contagioso de sus melodías, puede decirse que Mozart es un compositor del pueblo. Y no porque él lo quisiera así, ni mucho menos, sino porque su música simple y llanamente llega a la gente. Y detrás de su música, a la gente le llega su leyenda.

Cada cual se forma su propia leyenda en torno a Mozart, cabe imaginar. Es lo que sucede siempre con este tipo de personajes. Probablemente haya muchos que la hayan conformado tomando el cine como modelo. Aunque admito que hace ya bastantes años que vi la película Amadeus de Milos Forman y no la recuerdo con mucho detalle, sí sé que me pareció chocante el modo en que describían la personalidad del compositor de Salzburgo, haciendo un retrato bastante distinto a la imagen que me había formado leyendo varias biografías suyas.

Supongo que el retrato de Forman quedó inserto en el imaginario popular como la representación más recurrente del personaje, pero algunos nunca hemos conseguido encajar al Mozart de la película con el concepto que teníamos y tenemos de él. Pero esto, en realidad, ha sucedido siempre con Mozart: su vida se ha transformado en un cuento popular, y los cuentos populares van evolucionando de boca en boca. Durante más de dos siglos han circulado leyendas que forman parte indisoluble del mito mozartiano, habladurías que ya empezaron a extenderse poco después de su fallecimiento y que en muchos casos se trata de invenciones o exageraciones.

Por ejemplo, el que Mozart muriese en el olvido y la más completa ruina, o el que su desangelado entierro se realizase bajo una tormenta con la única presencia del propio enterrador, del cual se dice que abandonó el cuerpo con total indiferencia en una fosa común. Hechos que han resultado ser falsos o al menos verdades a medias.

Al igual que, cómo no, la idea de que Antonio Salieri fuese su enemigo más contumaz. No se puede descartar que hubiese quizá algún encontronazo profesional entre ambos en algún momento. Pero tampoco podemos asegurar con rotundidad que Salieri intentase boicotear a Mozart, pese a que Mozart lo creyó, como podemos deducir de su correspondencia. Desde luego no hubo una enemistad feroz en el grado en que se pinta a veces y mucho menos hasta el punto de que Salieri planease “matar a Mozart” como se ha llegado a afirmar en la tradición oral e incluso en según qué literatura sensacionalista.

Los Mozart fueron la atracción favorita de la aristocracia europea durante varios años.

No negaremos que algunas de esas habladurías en torno a Mozart no por falsas dejan de resultar fascinantes, incluso cuando resultan abiertamente absurdas. Como aquella que habla de un misterioso individuo que, estando el compositor ya muy enfermo, lo visitó en su casa para encargarle el famoso Requiem, la magnífica  obra que no pudo terminar de componer porque falleció poco después.

La leyenda dice que aquel enigmático visitante era realidad la propia Muerte, que venía a encargarle al moribundo su propia música funeraria. ¿Un disparate? Sí, desde luego, pero a veces este tipo de disparates enriquecen la Historia. Es como cuando se dice que Paganini o Robert Johnson vendieron su alma al diablo: sabemos que no es cierto, pero resulta más bonito pretender que sí lo fue, así que fingimos que nos tragamos la historia.

Entre estas leyendas acerca del compositor austriaco se esconden algunos hechos ciertos. Mozart efectivamente murió en la ruina, endeudado hasta las cejas. Y efectivamente tuvo un modesto entierro sin apenas ceremonia, en el que su cuerpo fue depositado en una tumba compartida (que no en una “fosa común”). También es cierto que el Requiem fue encargado por un misterioso desconocido de aspecto tétrico que no desveló su nombre ni su posición. Pero todos estos hechos, y otros varios, además de haber sido adornados y tergiversados, suelen tener una razonable explicación.

No es que a Mozart le ocurriesen estas cosas sencillamente porque eran un capricho del destino; muchas de las circunstancias de su existencia tuvieron una causa más sencilla de lo que parece. Y para buscar las causas de sus problemas hay que empezar, cómo no, por su infancia.

Hablar de la infancia de Mozart podría parecer un recurso fácil para resaltar uno de los periodos más novelables de su biografía, pero aquí no trataremos su faceta de “niño prodigio” con afán sensacionalista, ni siquiera con afán puramente biográfico en un sentido lineal, ya que en este artículo queremos hablar más de la génesis de sus vicisitudes que trazar una biografía completa.

Hablaremos de su infancia porque resulta imprescindible describir los primeros años de su vida para poder explicar lo que le sucedió en los posteriores, especialmente a nivel profesional.

Todos sabemos que siendo un niño Mozart viajó por diversos países actuando para emperadores, reyes y grandes personajes de la nobleza. Primero acompañado por su hermana mayor Nannerl —también superdotada para la música— y más adelante en solitario, cuando la chica cumplió dieciséis años y dejó de ser considerada una “niña prodigio”. El padre de ambos, Leopold Mozart, era un compositor de segunda fila más conocido por haber publicado un apreciado tratado sobre la técnica del violín.

Cuando introdujo en la música a sus dos hijos comprobó con asombro que ambos eran extraordinariamente precoces. Nannerl, cinco años mayor que Wolfgang, se destapó como una instrumentista de talento a una edad muy temprana. Pero las capacidades de la niña quedaron pronto eclipsadas en el momento en que Wolfgang empezó a tocar, porque su hermano daba unas muestras de capacidad musical completamente anómalas, que dejaron atónito a su propio padre.

Leopold vio en el talento de sus hijos una manera de buscar fortuna. Wolfgang y Nannerl empezaron a actuar a dúo y se convirtieron en la atracción favorita de las clases altas en toda Europa. No había corte palaciega que no quisiera recibir la visita de los dos fabulosos hermanos, y Wolfgang impresionaba invariablemente a todos cuantos tenían ocasión de contemplar sus habilidades. Los hermanos Mozart recorrieron Austria, Alemania, Francia, Bélgica, Holanda o Inglaterra (Wolfgang, ya en solitario, también actuó como niño prodigio en Italia, Vaticano incluido).

Eran los ojitos derechos de monarcas y nobles; se acostumbraron a recibir un trato de privilegio en una época donde los músicos —incluso los más reconocidos y respetados— eran poco más que sirvientes de lujo o funcionarios de rango modesto.

La infancia entre oropeles de Mozart marcó el desarrollo de su carrera posterior, porque habiendo crecido —literalmente— entre reyes, su mentalidad difícilmente podía ajustarse a la de un simple siervo, cosa que eran los músicos del siglo XVIII. Hagamos una comparación y tomemos a alguien como Haydn, que era por entonces uno de los compositores más respetados y admirados del continente, además de una de las grandes influencias de nuestro protagonista.

El gran compositor vienés, compatriota de Mozart, asumía sin reparos su modesta extracción social, su condición de ciudadano de segunda fila e incluso aceptaba la necesidad de descubrirse ante la presencia de gente de posición “superior” a la suya. Joseph Haydn fue un genio, como Mozart, pero no había sido un niño prodigio de semejante magnitud y había crecido asumiendo su humilde papel de empleado. Haydn era hijo de un mecánico de carruajes, un plebeyo en toda regla, y todo su talento e incluso su fama no le bastaban para creer que había ascendido demasiado en la pirámide social, o que merecía ascender siquiera.

El caso de Mozart era bien distinto. A él le costaba aceptar el statu quo. También era plebeyo, aunque venía de una familia con mentalidad más burguesa. Pero lo importante es que sus primeros contactos con el mundo no pudieron ser más diferentes a los de Haydn. Desde pequeño y hasta su pubertad, Mozart recibió carantoñas —por citar sólo algunos nombres— del rey Jorge III de Inglaterra, del rey Luis XV de Francia, del emperador José II, e incluso del Papa Clemente XIV.

Durante su infancia disfrutó de una condición de superestrella prácticamente inalcanzable para los demás músicos de su tiempo. Además —y esto también es un detalle importante— su padre le inculcó un agudo sentido del orgullo y un ansia de respetabilidad social que, al menos según los cánones de la época, resultaba fuera de lugar para alguien de su condición. El pequeño Amadeus fue educado en la necesidad de aparentar siempre una posición social elevada.

Leopold era un hombre cultivado y muy orgulloso, y convencido de que Wolfgang Amadeus merecía terminar viviendo entre la aristocracia, le enseñó que debía siempre vestir impecablemente y con ropas caras, que debía tener algún criado a su servicio, y que debía comportarse con maneras de aristócrata… aunque estaba muy lejos de serlo. Aquel afán por aparentar estaría detrás de muchos de los apuros económicos de Wolfgang Amadeus Mozart.

A menudo vivió por encima de sus posibilidades. Hasta el día de su muerte usó ropajes finos y tuvo algunos criados, aunque su economía estuviese en severos números rojos. Poca gente pudo sospechar el estado de necesidad económica en que se encontraba realmente y las deudas que había contraído, ya que era demasiado orgulloso para dejar que se conociese públicamente su situación.

Cuidaba con mimo su vestuario y su aspecto era siempre espléndido, así que nadie conocía sus miserias. Sólo algunos de sus amigos más cercanos —especialmente Johann Michael Puchberg, a quien Mozart solía pedir dinero asiduamente en patéticas cartas repletas de súplicas y desesperación— sabían de su difícil situación financiera, pero de puertas afuera Mozart era un hombre acomodado.

De hecho, casi todo el mundo quedó sorprendido al descubrir, tras la muerte del compositor, que a su familia no le quedaba nada excepto aquellas deudas. Si Mozart hubiese sido menos vanidoso y hubiese confesado sus dificultades a más gente, probablemente hubiese recibido más ayudas que las esporádicas de algún amigo, ya que —pese a la creencia que fomentan las leyendas— Mozart no murió olvidado. Su talento era enormemente apreciado en el momento en que falleció.

Antonio Salieri pudo no ser el malvado que ha pintado la leyenda.

Pero, ¿cómo evitar que Mozart fuese un hombre tan orgulloso? Durante sus primeros años no sólo conquistó la voluble simpatía de la nobleza, sino también el respeto de los músicos consagrados, quienes invariablemente se rendían ante el increíble potencial del niño.

Por ejemplo, Johann Christian Bach —hijo del colosal Johann Sebastian y también un reputado compositor— admiró enormemente a Mozart desde que lo conoció durante una de sus giras infantiles. También el gran Joseph Haydn quedó asombrado por el joven prodigio y admiraba sobremanera el ingenio musical de Mozart (“no volverá a existir un talento igual en cien años”).

Con el tiempo, Haydn y Mozart se convirtieron en amigos y profesaban una pública admiración mutua, aunque sus respectivas maneras de asimilar la situación profesional de un músico no podían ser más distintas. Pero volviendo al grano: el pequeño genio austriaco se había metido en el bolsillo al mundillo musical europeo antes de terminar su adolescencia. Incluso entró a formar parte de la Academia Filarmónica de Bolonia —uno de los centros musicales más excelsos del continente— varios años antes de cumplir la edad mínima exigida a los nuevos miembros.

En atención a sus condiciones naturales se le permitió realizar el examen de ingreso sin tener la edad reglamentaria… y superó dicho examen con una brillantez fuera de lo común. Él era consciente, sin duda, de su grandeza. Aunque Mozart es invariablemente descrito por los testimonios de su tiempo como un individuo afable, que tenía un trato cortés y cercano, y que rara vez miraba a alguien por encima del hombro, no es menos cierto que tanta adulación afiló su sentido de la dignidad y lo hizo muy susceptible a la menor crítica.
Eso le hizo difícil adaptarse a las necesidades de su profesión, entre las que había muchos factores extramusicales.

Factores como, por ejemplo, el saber tragarse la soberbia para desenvolverse astutamente con la gente que estaba por encima suyo en el escalafón social, o el saber adular y mover los hilos en ambientes cortesanos y eclesiásticos, como la mejor manera de optar a los buenos empleos que estos ambientes ofrecían.

Como último comentario sobre sus giras infantiles, de cuya influencia en su vida adulta se ha hablado y escrito muchísimo, queda quizá para otra discusión el juzgar la actitud de Leopold Mozart con sus hijos: ¿fueron aquellas giras demasiado exigentes? ¿Hizo la codicia que abusara de las energías de los dos hermanos? Parece ser que Leopold era, efectivamente, severo con sus retoños, pero no hasta el punto del maltrato.

Los educó con esmero, un privilegio del que pocos niños disfrutaban por entonces, y sabemos que Wolfgang y Nannerl recordaban sus respectivas infancias como tiempos felices. Eso sí, por la correspondencia posterior entre padre e hijo comprobamos que Leopold tenía un carácter manipulador y pronto al chantaje emocional, y que su obsesión por figurar podía llegar a extremos de lamentable superficialidad.

Por ejemplo, intentó por todos los medios evitar que Wolfgang se casara con la mujer que amaba, Constanze Weber (prima del importante compositor Carl Maria von Weber), enviando a su hijo diversas cartas cuyos melodramáticos reclamos rayaban lo sonrojante. Para Leopold, Constanze no pertenecía a una familia lo suficientemente bien situada como para merecer desposarse con su talentoso retoño —aunque en realidad pertenecían exactamente a la misma clase social— y se empeñaba en que su hijo debía olvidarse de Constanze y aspirar a casarse con una aristócrata. Pero Wolfgang, aunque había heredado bastantes de los prejuicios paternos, se guió por sus propios deseos y terminó casándose con ella.

Esta anécdota da buena idea del tipo de educación que recibió y de cuál fue la naturaleza de la influencia paterna sobre él.

Eso sí, aunque Leopold pudiera ser codicioso y superficial, no sería del todo justo acusarle de ser el responsable de la posterior mala salud de su hijo, idea que ha circulado en no pocas biografías del compositor. A menudo se arguyó que la exigencia de aquellos viajes infantiles fue motivo de las enfermedades y la permanente debilidad física que sufrió Mozart durante toda su vida. Padeció algunas enfermedades graves mientras viajaba en aquellos extensos “tours”, eso es verdad.

Pero lo cierto es que sufrió los mismos males que aquejaban a muchos otros niños y adultos en aquellos tiempos. Algunas infecciones estuvieron a punto de matarlo, pero no se debían a sus desplazamientos, sino que eran endémicas en toda Europa y afectaban también a la población que no viajaba. Por ejemplo, sobrevivió a la temible viruela en una de aquellas giras, tras pasar una semana al borde de la muerte.

Mientras, la hija del dueño del hotel donde se hospedaba en aquel momento, que llevaba una vida más sedentaria, no pudo superar la enfermedad y murió. El rostro de Mozart, por cierto, mostraría después las secuelas de la viruela; los testimonios recordarían al compositor como de baja estatura y no muy agraciado físicamente, aunque en sus muchos retratos —pocos de ellos fidedignos— no se observan las cicatrices, que lógicamente eran obviadas por los pintores de su tiempo.

En cuanto a las secuelas a largo plazo de sus enfermedades infantiles y que éstas pudiesen haber contribuido a acortar su vida, lo cierto es que tampoco existe mucho fundamento para apoyar esa idea. No se conoce con exactitud qué mal mató a Mozart, pero no hay motivos para pensar que fuese algo que arrastrase desde la infancia. Enfermó y murió; algo que puede pasarle a cualquiera, incluso a los treinta y cinco años, y más en aquellos tiempos.

Pero demos un paso adelante. Al terminar su adolescencia Mozart ya no era un niño prodigio y no podía seguir ganándose la vida actuando como encantador espectáculo de feria para los reyes europeos. Ahora tenía que convertirse en un músico profesional como cualquier otro, y aquí es donde empezaron sus desajustes con el mundillo musical establecido. En torno a sus dieciocho años el talento de Mozart ya era reconocido y respetado; su prestigio no se esfumó cuando dejó de ser un niño. Aún no estaba escribiendo su mejor material, desde luego, pero obviamente se lo consideraba un músico de enormes condiciones.

En Salzburgo, su ciudad natal, era el artista favorito de la gente. Pero en aquellos tiempos el estatus de un músico famoso no se parecía en nada al que gozan las estrellas de hoy día. En realidad, la fama apenas separaba a un compositor del resto, profesionalmente hablando. Para un músico no había demasiadas opciones laborales seguras, por muy famoso que fuese.

La mejor manera de garantizarse unos ingresos fijos era ponerse a sueldo de algún aristócrata, u ocupar alguna de las plazas públicas que ofertaban las autoridades civiles —municipios, por ejemplo— o incluso la Iglesia. Es decir, un músico, sin importar su notoriedad, tenía que convertirse en un asalariado si deseaba gozar de unos ingresos estables.

La música era uno de los entretenimientos favoritos de los nobles, la mayoría de los cuales recibía formación musical durante la infancia. No todos ellos tenían talento, obviamente, pero los conciertos eran una actividad habitual en sus salones y celebraciones. Tener a su servicio un compositor y una orquesta de cámara constituía además un símbolo de estatus, un alarde y casi una necesidad social. El problema era que, en estos casos, el músico formaba parte de la servidumbre. El trato que recibía dependía mucho del carácter y el capricho de su empleador,  nunca dejaba de ser un vistoso miembro del servicio. No había una gran distancia entre el estatus de un músico y el de otro criado. Había veces en que, si el artista deseaba conservar su empleo y su sueldo, tenía que hacer de tripas corazón y aguantar las veleidades e incluso los desprecios del aristócrata de turno.

En los inicios de su carrera adulta, Mozart obtuvo el puesto de Konzertmeister en la corte de Salzburgo, trabajando directamente para el príncipe-obispo Schrattenbach (una especie de gobernador regional al servicio del Emperador) quien respetaba y admiraba a Mozart. Trataba al músico con deferencia y cercanía. Sin embargo, el puesto conllevaba un salario bastante modesto, nada que se pudiera ajustar a las aspiraciones de un músico que había actuado ya en las mayores cortes europeas y ambicionaba un superior estilo de vida.
Ciertamente, había algunos ingresos complementarios a los que un músico podía optar, pero eran peccata minuta, nada comparado con el hecho de recibir un salario fijo.

Por ejemplo, podía componer obras de encargo para terceros —siempre que los requerimientos de su propio patrón le dejasen tiempo para ello— pero el pago que recibía por estos encargos, además de esporádico, no siempre era suculento y dependía mucho de la naturaleza de la obra.

También dependía de las necesidades de su patrón el que un músico pudiera o no desplazarse para actuar frente a otros contratantes y ganar un ocasional dinero extra. Otra opción era la de impartir clases particulares, que podían convertirse en una fuente de ingresos más o menos regular, y Mozart lo hizo en ocasiones. Sabemos sin embargo que detestaba la docencia —especialmente cuando el alumno de turno no era talentoso, lo cual le hacía perder la paciencia—, sobre todo porque le quitaba tiempo para su tarea preferida: la composición.

Mozart no renunciaba a las ropas caras y la apariencia pudiente, aunque para ello tuviera que endeudarse.

Mozart, pese a lo que algunas personas creen, fue siempre un músico de éxito y ciertamente varias de sus obras alcanzaron una gran repercusión ya en su día (otras no tanto, pero eso sucede con cualquier otro artista). Pero no pensemos que este éxito garantizaba unas enormes ganancias. Por entonces no existía una industria discográfica y los pocos “derechos de autor” a los que Mozart podía aspirar —por ejemplo la venta de partituras de sus obras, la única manera en que la música podía comercializarse globalmente por entonces— eran escasos.

Añadiendo, claro está, el problema de la piratería, ya que también en aquellos tiempos existían copistas que vendían sus propias versiones ilegales de dichas partituras. Una ópera de éxito, eso sí, podía suponer un ingreso mayor, aunque por sí misma tampoco bastaba para enriquecer a un compositor. Si la ópera era especialmente bien recibida y conocía bastantes representaciones, los empresarios del teatro elegían un día en que se destinaba íntegramente la recaudación de taquilla para el bolsillo del autor (descontando los gastos, eso sí).

Esto era una buena inyección financiera, desde luego, pero la obra tenía que triunfar para ser tan rentable —lo que no sucedía siempre— y además una ópera era la pieza musical que más tiempo y trabajo requería… no es que un músico pudiese componer y estrenar óperas cada dos por tres, sino sólo esporádicamente. Otras fuentes de posibles ingresos, como la venta de manuales y cursillos impresos de música, resultaban más bien exiguas. Así pues, para Mozart —como para cualquier otro de sus colegas— sólo existía una vía de obtener ingresos estables: estar bajo contrato.

Esto presentaba serios inconvenientes para alguien de la susceptibilidad y el carácter pundonoroso de Mozart. Cuando murió su primer benefactor, el príncipe-obispo Schrattenbach, el compositor se encontró al servicio del sucesor en el cargo, Hyeronimus von Colloredo. Pero el trato que recibía de Colloredo iba a ser bien distinto.

El obispo solía dificultar el que Mozart realizase encargos para otros. Cuando el músico recibía una oferta para actuar frente a alguna otra persona, Colloredo lo impedía exigiendo que le diese recitales diarios de piano antes de irse a dormir, justo en esas mismas fechas. El arzobispo acaparaba a Mozart, quien se sentía ultrajado y prisionero de los caprichos de su empleador.

Pensemos en Johann Sebastian Bach, el músico más grande de su época (si acaso, como lo es para algunos, el más grande de todos los tiempos), a quien Mozart admiraba pero no llegó a conocer, ya que Bach falleció poco antes de que él naciera. Bach asumió como cosa del destino su condición de siervo y tragó algunos sapos al inicio de su carrera. Cuando estuvo empleado por primera vez en la corte de Weimar, el compositor más insigne de la Historia se había visto obligado a realizar algunos trabajos extramusicales, incluso de naturaleza doméstica. Poco importaba que hubiese sido contratado en condición de músico: era parte de la servidumbre y como tal era tratado.

Después, Bach encontró la estabilidad ocupando puestos eclesiásticos como el de Kantor(director de escuela musical) y Kapelmeister (“maestro de capilla”, encargado de componer y dirigir la música que se interpretaba en las ceremonias religiosas). Estos puestos eran poco menos que un funcionariado común y corriente, pero eran estables y por ello bastante codiciados por los músicos.

Bien es cierto que Bach conseguía negociar salarios muy superiores a lo habitual, ya que se lo rifaban en puestos similares gracias a su enorme prestigio como compositor y organista. Estos empleos fijos de naturaleza eclesiástica quizá no nos parezcan mucho para alguien a quien consideramos uno de los mayores genios de la Humanidad, como lo fue Bach. Pero bastaba para colmar sus modestas ambiciones, ya que no albergaba las ínfulas sociales de Mozart, estaba más gobernado por una idea luterana de la austeridad —Mozart, en cambio, era católico— y se dio por satisfecho con la estabilidad profesional obtenida. Bach no aspiró a más.

Pero Bach, que además escribía mucha música religiosa precisamente porque se ajustaba a su mentalidad, se sentía por temperamento más identificado con la solemne monotonía de un puesto eclesiástico que con las inestabilidades de un empleo cortesano. Mozart también compuso obras religiosas, cómo no, pero era otro tipo de músico. Le gustaba escribir una música más laica y “comercial”, destinada a un público más general, y además deseaba intensamente lograr el éxito social, algo que a Bach nunca había preocupado lo más mínimo como tampoco preocupaba a su contemporáneo Haydn.

De todos modos, los puestos eclesiásticos como los que había ocupado Bach no eran fáciles de obtener. Eran empleos por lo general vitalicios, y sus titulares los mantenían hasta que fallecían o la salud los forzaba a retirarse, así que rara vez quedaban disponibles. Y para seleccionar a un nuevo músico que ocupase una nueva vacante existía —además de la arbitrariedad de los electores— una regla no escrita de jerarquía basada en la veteranía. Los músicos que llevaban más tiempo esperando el puesto y que se lo “merecían” más, solían ser los mejor situados para obtenerlo. Así que, siendo aún tan joven, Mozart lo tenía difícil para obtener uno de aquellos empleos.

Hay que contar también con las posibles envidias y la competencia desleal de otros músicos, que podían surgir cuando un puesto apetecible estaba en disputa. Mozart solía quejarse amargamente en sus cartas de las maniobras malintencionadas de sus colegas, aunque probablemente exagerase la mayor parte de las veces. Buena parte de la leyenda sobre la famosa enemistad con Antonio Salieri surge precisamente de las propias cartas de Mozart, quien en alguna ocasión culpó al veneciano de haber conspirado contra él.

Por ejemplo, durante sus últimos años acusó a Salieri —con quien teóricamente se llevaba bien— de haber conspirado para intentar que su ópera Las bodas de Fígaro fracasara. Se lo tomaba como algo personal, como si aquella rivalidad con Salieri fuese la única que importaba (aunque de hecho su libretista, Lorenzo da Ponte, estaba abiertamente enemistado con otros libretistas del momento: el mundillo musical se encontraba plagado de rivalidades). No vamos a negar tajantemente que —quizá— Salieri le hubiese puesto alguna vez la zancadilla a Mozart. Si hacemos caso a Mozart, fue así.

Pero si hacemos caso a otras evidencias, no hay demasiado motivo para creerlo. Si hacemos caso al sentido común… quién sabe. Lo cierto es que al italiano se lo vio aplaudiendo con entusiasmo en el estreno de algunas obras de Mozart. Aparecieron juntos en público, parecían tener buena relación y, por si fuera poco, Salieri acudió al entierro de Mozart. Es más, cuando Salieri obtuvo el puesto de Kapellmeister en Viena eligió para la ceremonia de celebración por su nombramiento… ¡una obra del propio Mozart!

Es posible —sólo posible— que Salieri fuese, por qué no, un hipócrita. Que su buena relación fuese un paripé y que realmente le hubiese hecho una jugada a su supuestamente admirado colega. Pero no podemos afirmarlo como tan alegremente lo aseguraba Mozart en sus cartas. De hecho, las maquinaciones de Salieri podrían haber existido sólo en la mente del joven Amadeus.

Nunca lo sabremos con seguridad y ambas posibilidades resultan igualmente plausibles. Lo que sí sabemos es que Mozart tenía la tendencia a ver conspiraciones en todas partes. Cuando, cansado de las veleidades del obispo Colloredo y motivado por la ambición (“Salzburgo es una ciudad pequeña para mis anhelos”) Mozart se tomó una excedencia para intentar encontrar otro empleo en París, se sintió disgustado por lo que encontró en los círculos musicales parisinos, algo que describió como un ambiente hostil, repleto de conspiraciones, de puñaladas por la espalda y de desinterés hacia su persona.

Pese a la ayuda entusiasta del barón Friedrich Grimm —secretario del Duque de Orleans—, que hizo lo que pudo para que Mozart se estableciese en Francia, el joven músico fracasó en su intento de prosperar en París y como de costumbre culpó a las conspiraciones urdidas por otros. Pero no es que Mozart fuese paranoico por naturaleza, sino que había heredado de su padre la costumbre de buscar culpables en el exterior.

No en vano Leopold creía —sin fundamento alguno— que el fracaso de su joven hijo en París se debía a las envidias del compositor Cristoph Glück. Sin embargo, una carta de Grimm a Leopold nos da una versión distinta sobre el posible origen de las dificultades de Wolfgang para establecerse:

“Wolfgang tiene un carácter demasiado magnánimo y carente de iniciativa, por lo que se le puede embaucar con facilidad. Tampoco tiene el mejor criterio para elegir el camino que conviene a su propia fortuna. Te digo que preferiría que tuviese la mitad de su talento y el doble de diplomacia y habilidad social. Aquí en París sólo existen dos maneras de alcanzar una posición digna: dar lecciones o dedicarse a la composición. E

sta última le resulta grata, pero lo otro le supone un verdadero sacrificio. Además, para encontrar un número suficiente de alumnos hay que recorrer diariamente las calles de París, y no creo que su salud le permitiese soportar la dureza de tan ingrata labor”.

Para Colloredo, Mozart era poco más que un criado de lujo.

El fracaso en París le conllevó nuevas humillaciones. Había viajado a Francia con el permiso del obispo Colloredo —bajo cuyo contrato estaba todavía, aunque no veía la manera de perderlo de vista— pero finalmente se vio obligado a regresar a Austria. En honor de Colloredo hay que señalar que siguió pagando el salario de su empleado durante la estancia de éste en Francia.

Al volver, el compositor hubo de desplazarse a Viena, ya que la orquesta de Salzburgo iba a actuar allí durante las fiestas. En la capital austriaca, Colloredo demostró el bajo concepto que tenía de los músicos: Mozart se vio rebajado a comer en la mesa de los criados y ni siquiera podía sentarse cerca de la presidencia de la mesa —ocupada por los pajes— sino entre los cocineros, quienes le dirigían burlas y sarcasmos no demasiado sutiles (no olvidemos que Mozart había sido y seguía siendo famoso).

El músico, que consideraba a aquellos criados de rango inferior al suyo, no se dignaba responderles y soportaba estoicamente las ofensas, sin decir una sola palabra. Pero en su fuero interno se sentía dolorosamente vejado y no soportaba este tipo de desprecios, que a su modo de ver constituían el penúltimo insulto por parte de Colloredo. ¿Y cuál fue último insulto?

El príncipe-obispo insistió en que Mozart ejerciese como mensajero para llevarle un paquete postal. Aquello fue demasiado para el compositor. Este es el orgullo mozartiano del que hablamos: su rígida —y heterodoxa—consciencia de clase le impedía relativizar y tomarse con humor aquellos momentos embarazosos en la mesa de los criados, o aquellos encargos que consideraba indignos de su persona. No sabía pensárselo dos veces y considerar si no le convenía transigir de vez en cuando para conservar el empleo.

Enfurecido, pidió a Colloredo que lo liberase de su contrato, cosa que éste hizo al parecer de buena gana, tras haber tenido alguna que otra fea discusión. Estos son tan sólo algunos ejemplos de las dificultades que, por su carácter, encontraba Mozart para abrirse camino en el mundo de la música.

Carecía de diplomacia a la hora de manejarse con su patrón y no siempre sabía callarse frente al hombre que le pagaba su salario. Una actitud que desde cierto punto de vista podemos considerar admirable, sin duda,  pero que no lo ayudaba demasiado a progresar en su carrera.

Tras romper su contrato con Colloredo, y harto de las restricciones de su Salzburgo natal, Mozart se trasladó nuevamente a Viena, pero en esta ocasión ya por libre y destinado a quedarse en la capital. Allí, trabajando para sí mismo, empezó a conocer un triunfo poco habitual en la época. Ya fuese como compositor —en Viena estrenó su exitosa ópera El rapto del serrallo y la mal recibida por la crítica pero igualmente taquillera

Las bodas de Fígaro— o sobre todo ejerciendo como pianista. Sus habilidades interpretativas atraían a un nutrido público y rápidamente se convirtió en el concertista de moda en la ciudad. Recién casado con Constanze Weber, Mozart se habituó a un nuevo y más derrochador estilo de vida… ni más ni menos que el que siempre había considerado adecuado para sí mismo, por su bagaje y su capacidad.

Tras poner una pica en Viena, se trasladó a Praga y allí continuó su triunfo, ejemplificado en la ópera Don Giovanni y en más conciertos de piano en los que invariablemente llenaba los recintos en donde actuaba. Fueron los años más dulces de su carrera adulta, en los que ganó más dinero y vivió mejor. Tenía el reconocimiento de toda la esfera musical, ya fuesen nombres consagrados o nuevas promesas. Se rumorea incluso que pudo recibir la visita de un jovencísimo Ludwig Van Beethoven, gran admirador suyo, pero no hay manera de comprobar el dato.

Gracias a sus triunfos y su fama, finalmente pudo obtener un puesto fijo como compositor de cámara del Emperador José II. El empleo tenía un título sonoro, aunque en la práctica no pasaba de ser un contrato más bien de poca monta, nada similar a lo que Mozart consideraba merecer, y probablemente lo consideraba con razón.

Recibía una paga modesta por componer la música de los bailes palaciegos una vez al año: un dinero fácil por un trabajo mínimo. De todos modos, Mozart estaba en boga y mediante sus actuaciones ingresaba todo lo que un músico podía razonablemente esperar en aquellos tiempos, que no eran grandes fortunas, pero sí lo suficiente como para vivir con ciertos lujos y permitirse sus caprichos (algunos criados, una casa bonita, aficiones caras como la equitación, etc.).

Era una estrella, sólo que no tan adinerada como las estrellas de hoy. Pero la bonanza no sería eterna. Las modas van y vienen y ningún reinado musical dura por siempre.

Pasados unos años, a Mozart empezaron a surgirle competidores: nuevos pianistas con nuevas técnicas y nuevos estilos que se convertirían en la novedad del momento, sustituyéndolo como concertista de moda en Viena y llevándose a buena parte de su público. Ello, unido a una crisis económica provocada por la guerra, que recortó la frecuencia y consistencia de los encargos que recibía, obligó a Mozart a cambiarse de domicilio primero —ocupando cada vez casas más modestas y baratas— y a emprender nuevas giras por Austria y Alemania después, en las que no siempre obtenía los beneficios que planeaba.

Las cosas empezaban a no pintar bien para él. Los éxitos ocasionales ya no bastaban para paliar sus apuros económicos, agravados por el estilo de vida manirroto al que se había acostumbrado. Porque Mozart siguió vistiendo impecablemente y manteniendo un asistente para él y una doncella para su esposa Costanze incluso en sus peores momentos de apretura… todo ello a base de préstamos y más préstamos.

Por más que se vio forzado a dejar atrás los domicilios más lujosos, necesitaba seguir aparentando… aquello no estaba sometido a discusión. Pero su estado de ánimo estaba decayendo rápidamente y en ocasiones la desesperanza se apoderaba de él.

Retrospectivamente, un Mozart más hábil socialmente, que hubiera sabido jugar astutamente sus cartas y cultivar con más cuidado sus contactos, podría quizá haber optado a algún puesto mejor remunerado en la propia Viena o en cualquier otra corte —ya que, aunque no fuese ya el favorito del público, su fama europea y su prestigio no se desvanecieron—, algo que le hubiese proporcionado un mayor soporte que el rimbombante pero accesorio puesto de Kammermusicus imperial que ocupaba por entonces. En cierto modo, era una estrella del rock antes de que tal concepto existiera: si bien no tenía grandes vicios, sí se consideraba destinado a una existencia más que cómoda y a un reconocimiento social elevado.

Sea como fuere, su economía fue decayendo y la cantidad de acreedores crecía constantemente. Finalmente no tuvo más remedio que mudarse a una modestísima casa de renta menor; no renunció a las ropas caras y los criados, pero sí a otros gastos que no estaban relacionados con las apariencias. Su aspecto atildado permanecía idéntico, pero su calidad de vida estaba disminuyendo rápidamente. Forzado por la situación, hasta se obligó a volver a dar clases particulares, algo que jamás le había gustado. Hizo también otros sacrificios. Lentamente, la caída libre se fue atenuando.

Estaba aún endeudado hasta el cuello, pero gracias a esos esfuerzos experimentó ciertos alivios momentáneos. Escribir música de cámara para el Emperador no conllevaba un gran sueldo pero le supuso algunos encargos de otros nobles. Su nueva ópera La flauta mágica —que Salieri, por cierto, acudió a ver acompañado por el propio Mozart, y que ovacionó con entusiasmo, jaleando en italiano “Bravo! Bello!” prácticamente tras cada pasaje— fue un gran éxito. Mozart pudo incluso hacer frente a algunas de sus deudas, lo cual por lo menos le permitía salvaguardar un poco su nombre. Pero cuando las cosas remontaban un poco en lo económico (mejoraban pero no dejaban de estar desesperadamente mal) su salud empezó a deteriorarse a toda velocidad.

En 1790 falleció el Emperador José II, benefactor de Mozart y Salieri. El italiano, siempre envuelto en intrigas (no necesariamente contra Mozart) fue despedido de su puesto de Kapellmeister. Pero el nuevo Emperador Leopoldo II mantuvo a Mozart en su empleo de compositor de cámara. El músico albergaba algunas esperanzas de que se le ofreciese un cargo mejor remunerado, pese a que la Emperatriz —la infanta española Maria Luisa— no mostrase gran aprecio por el trabajo de Mozart e incluso calificase la ópera La clemenza di Tito como una “porquería alemana”.

Pero nada sucedió. No llegó el ansiado ascenso en la corte. Otra de sus aspiraciones era la de convertirse en segundo del nuevo Kapellmeister de Viena, Joseph Weigl. No hubo suerte. Tampoco se contó con Mozart para escribir la ópera que celebraba la boda de las princesas de Nápoles, pese a que el libreto era de su antiguo asociado Lorenzo da Ponte, junto a quien había cosechado varios éxitos.

Aún peor, su contrato como Kammermusicus le impidió oficialmente participar en la composición de música conmemorativa para la coronación de Leopoldo en Frankfurt, pese a lo cual Mozart acudió a la ciudad —hubo de empeñar sus objetos de plata para costear el viaje— con la esperanza de obtener, con motivo de la solemne ocasión, algunos encargos de terceros… que nunca se produjeron. En Frankfurt dio algún concierto, en el que hubo poco público y ganó poco dinero —si es que ganó algo, porque tenía que pagar un alquiler a los teatros donde actuaba—, aunque su capacidad para maravillar a los espectadores seguía intacta: los pocos que fueron a verlo tocar, salieron entusiasmados.

Haydn, a la vez ídolo, admirador y amigo de Mozart.

Las esperanzas de mejora empezaron a disiparse otra vez. Las dificultades económicas no se esfumaron y se sumaron a una veloz decadencia física y anímica. Su admirado Joseph Haydn le insistió para que viajasen juntos a Inglaterra, desde donde habían llegado ofertas para que ambos músicos actuasen en una gira e incluso existían razonables posibilidades de establecerse en Londres. Mozart se negó, por motivos que nunca estuvieron demasiado claros; quizá se sentía demasiado débil para emprender la tarea, o quizá estaba deprimido. El caso es que no acompañó a su apreciado colega y finalmente Haydn partió en solitario hacia las Islas Británicas; se cuenta que cuando Mozart vio partir a su amigo, le dijo emocionado “temo que no volvamos a vernos”.

Nunca se sabrá cuál fue la enfermedad que postró a Mozart en cama y terminó con su vida, aunque se manejan varias teorías al respecto. Sabemos que en una ocasión le dijo a su mujer entre lágrimas “creo que me han envenenado”. También sabemos que era consciente de su inminente final y que lo afrontó, por así decir, con una actitud resignada que reflejaba sus firmes creencias católicas (Mozart, además, era masón, algo íntimamente relacionado con el catolicismo por entonces). Pese a su juventud, las fuerzas le abandonaban y pronto no pudo ni abandonar su domicilio. Empezó a pasar la mayor parte del día sentado en un sillón o tendido en la cama.

Fue por entonces cuando un desconocido de aspecto siniestro llamó a su puerta y le solicitó la composición de una obra funeraria, la que terminaría siendo el famoso Requiem. Mozart nunca supo quién le había hecho el encargo. Sólo después de su muerte se supo que el desconocido era Anton Leitgeb —efectivamente se suele describir su aspecto como más bien siniestro, así que este detalle al menos no es una exageración—, quien hizo la petición en nombre del conde Walsegg-Stuppach.

El conde deseaba un réquiem para el funeral de su esposa  y al parecer fue Puchberg —el amigo que más ayudó a Wolfgang con sus préstamos— quien recomendó al aristócrata que le hiciese el encargo a Mozart, pese a que el compositor no era especialmente conocido por su música religiosa. Mozart, pese a su precario estado de salud y el convencimiento de que probablemente le estaba llegando el momento, se tomó la tarea muy en serio. Además de que el encargo iba a estar bien pagado, Mozart estaba pendiente de que quedase vacante el puesto de director musical de la catedral de Sankt Stephen, cuya titularidad había solicitado. ¿Qué mejor práctica y carta de presentación que todo un réquiem? El músico se aplicó de lleno en la composición.

Sin embargo seguía languidecienco día tras día y al final se vio obligado a dictar la partitura sentado en su sillón o incluso desde el lecho, del que llegó un momento del que apenas no se podría mover. Recibió con angustia la noticia de que el puesto que había solicitado había quedado libre y… que lo habían elegido a él como nuevo director musical de la catedral.

Precisamente ahora que estaba demasiado enfermo para hacerse cargo, había obtenido un empleo más seguro.

Pese al desánimo volvió al dictado de su postrera obra: notando que iba a morir pronto, siguió dándose prisa por terminar el Requiem y ganar los honorarios correspondientes para su viuda. Probaba diversos pasajes de la nueva composición en casa, con algunos cantantes y músicos amigos suyos que acudían para ayudarle con los ensayos. A finales de noviembre —una semana antes de su muerte— los médicos sentenciaron que ya no había esperanza alguna.

Sus amigos, empero, siguieron echándole una mano con el Requiem. Alguno de ellos, intentando animarlo, interpretaba partes de La flauta mágica al piano, y Mozart lo agradecía con su afable sonrisa. Sin embargo no podía evitar venirse abajo en algunos momentos… ante la congoja de los presentes, Mozart se echó a llorar delante de todos mientras ensayaban un pasaje de la obra funeraria, el Lacrimosa.

El 4 de diciembre, Mozart aún trabajaba en el Requiem, dictando partes y dando indicaciones a su ayudante y discípulo Franz Süssmayer. Ese mismo día fue a visitarlo Sophie Weber, la hermana de Constanze, y el compositor la recibió con un “ah, me alegra que hayas venido, has de quedarte esta noche y presenciar mi muerte”. Una predicción certera.
En la medianoche, el médico de Mozart estaba sentado en el teatro viendo una representación tranquilamente cuando fue abordado con urgencia, le traían noticia de que se lo necesitaba de inmediato en casa del famoso compositor. El doctor acudió y encontró a su paciente inconsciente. Ordenó ponerle compresas frías, pero ya no pudo reanimarlo. En la madrugada del 5 de diciembre, Wolfgang Amadeus Mozart murió en su cama sin haber podido terminar su última obra.

A su entierro, es cierto, acudió poca gente. Pero no fue culpa del temporal —no hubo tal tormenta— ni tampoco porque hubiese caído en el olvido. Las ceremonias multitudinarias habían, por así decirlo, “pasado de moda” porque el Emperador José II había impuesto una nueva norma social de austeridad fúnebre. Mozart era un hombre famoso cuando murió, por más que hubiese pocos testigos —entre ellos, Salieri— en su enterramiento.

De haberse organizado un funeral con más repercusión, hubiese acudido mucha más gente. Tampoco fue volcado en una fosa común, como a veces se dice. Sí es verdad que ocupó una tumba compartida, pero eso era lo habitual para quien no podía costearse una sepultura individual, considerada un lujo. La viuda de Mozart no podía pagarle una tumba con su nombre. Quizá de haberse sabido este detalle antes de su entierro, alguien se hubiese preocupado de que la tuviera.

De hecho, justo tras su muerte se conoció públicamente la precariedad económica en que había vivido durante la última etapa de su vida, y cundió el estupor. Leopoldo II se sintió profundamente turbado al saber que uno de los artistas más relevantes de su imperio —y hasta hace muy poco su notable empleado— había vivido acosado por las deudas; el Emperador respondió otorgándole una pensión a Constanze. La viuda, mientras tanto, había escrito urgentemente al músico de la corte Joseph Eybler para que terminase a toda prisa, y en secreto, lo poco que faltaba del Requiem, imitando el estilo de su difunto marido.

Así, su comprador creería que el propio Mozart había tenido tiempo de completar hasta la última nota y que el Requiem era íntegramente obra suya, y así pagaría el precio estipulado sin regatear. Sin embargo, Eybler comprobó que el discípulo que había estado ayudando a Mozart en los últimos días, Franz Süssmayer, podía completar la obra con mayor fidelidad al estilo mozartiano, y de este modo fue Süssmayer quien terminó el Requiem y le dio los últimos retoques.

El fallecimiento del músico cogió por sorpresa a toda Europa y se produjo una renovada fiebre por la obra y la biografía del compositor. Las leyendas más o menos fantasiosas comenzaron a extenderse rápidamente y su figura adquirió proporciones gigantescas en todo el continente. Había muerto Mozart, el hombre, y había nacido Mozart, el mito.

En cierto modo, Mozart murió en un momento significativo: justo antes del estallido de la Revolución Francesa, del ascenso de Napoleón y de la difusión de las ideas románticas que contribuirían —entre otras muchas cosas— a cambiar el estatus de los músicos, propiciando la actitud rebelde de compositores como Beethoven. Podría decirse que, al menos en este aspecto, Mozart fue el “último clásico”, uno de los últimos grandes representantes de la servidumbre musical, del genio sometido a los caprichos de la aristocracia.

Es por ello que en el espacio de sólo unos breves años empezó a mirarse a Mozart como a la víctima de un régimen obsoleto, y también como un “revolucionario” involuntario, un ejemplo de la manera en que la injusticia social se había cebado incluso con los más geniales de los creadores. Por ello se exageró el retrato de Mozart como objeto de conspiraciones, maltratos y olvidos. Obviamente una visión acalorada y tendenciosa, pero no exenta de cierto fundamento verídico o al menos de cierta justificación histórica.

La aristocracia europea mimó a Mozart mientras éste les resultó útil y atractivo como juguete, concediéndole unos privilegios y un trato cercano que desaparecieron cuando Mozart se convirtió en un músico adulto y, por tanto, en un empleado más. Pese a su éxito, podría decirse que Mozart fue en parte un “juguete roto”. No se puede negar que el propio compositor no tuvo cabeza para manejar su propia economía y que unos cuantos de sus problemas fueron exclusivamente culpa suya.

Pero resulta más difícil culparle de que no supiera cómo ascender en sociedad, cuando durante su infancia y adolescencia había estado en contacto con las altas esferas sin más requerimiento que su talento natural, ¿por qué su talento no habría de bastarle como adulto?, eso debió de pensar. Tampoco fue culpa suya que en aquella época para un músico —incluso para uno de los más famosos de Europa— resultara tan difícil hacer fortuna y properar socialmente.

Y aún menos buscando el triunfo por su propia cuenta, como Mozart hizo o intentó hacer. Un músico no podía llegar muy lejos sin tener que convertirse en siervo de la nobleza o en un pseudofuncionario con poca probabilidad de promoción. En los siglos XX y XXI nos hemos acostumbrado a recompensar a los grandes artistas con un lugar de privilegio en el pináculo social y un enorme éxito económico y social nos parece una consecuencia inevitable del éxito artístico, pero esto no siempre fue así.

Mozart peleó por establecerse en lo más alto, y sólo durante sus años de mayor triunfo pudo vivir de manera relativamente desahogada, para lo cual hubo de terminar endeudándose pese a que sus partituras nunca dejaron de circular por todas partes y muchos de los individuos más poderosos del continente disfrutaban con sus composiciones. En cuanto su triunfo amainó un poco las circunstancias le recordaron dolorosamente que, pese a todos sus sueños y aspiraciones, nunca dejó de ser solamente un plebeyo.

En estos tiempos actuales de severa crisis que vivimos, pensemos en la belleza que él fue capaz de crear en mitad de la siempre torturante desesperación financiera, aunque sólo sea como fuente de inspiración moral. Por suerte, su música no conoce de clases; eso es algo que los plebeyos del mundo podemos afirmar con orgullo.

Fuente: Jot Down

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