Durante el debate celebrado en Milwaukee la semana pasada, Hillary Clinton se vanaglorió de su papel en la última resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con relación a un posible alto al fuego en Siria.
Y añadiría esto:
«Ya sabe que el Consejo de Seguridad decidió finalmente adoptar una resolución [con respecto a Siria]. El núcleo de dicha resolución es un acuerdo que negocié en junio de 2012 en Ginebra y que establece un alto al fuego para que se avance hacia una resolución política. Todo, para intentar acercar a las partes implicadas en Siria».
Esta es la clase de tergiversación compulsiva que hace que Clinton no sea adecuada para Presidente de Estados Unidos. El papel de Clinton en Siria ha sido el de instigar y prolongar la matanza y el baño de sangre, y no el de propiciar que el conflicto llegue a su fin.
En 2012 Clinton fue un obstáculo, y no una solución, a un posible alto al fuego negociado por el enviado especial de la ONU, Kofi Annan. Fue la intransigencia de EEUU (la intransigencia de Clinton) la que llevó a un fracaso de los esfuerzos de Annan en la primavera de 2012. Un momento bien conocido entre los diplomáticos.
A pesar de las insinuaciones de Clinton durante el debate de Milwaukee no hubo (por supuesto) un alto al fuego en 2012, sino una escalada violenta. Clinton tiene una gran responsabilidad en dicha carnicería. Un conflicto que ya ha desplazado a más de 10 millones de sirios y ha dejado más de 250 mil muertos.
Todo observador bien informado sabrá que la guerra de Siria no tiene relación con Bashar al-Assad. Ni tan siquiera va sobre Siria. Es una guerra de poderes, principalmente en torno a Irán. Y por este motivo, el baño de sangre es doblemente engañoso y trágico.
Arabia Saudita y Turquía, las dos grandes potencias sunitas de Oriente Medio, ven a Irán, líder del sector chiíta, como un rival de poder e influencia en la región. La derecha israelí ve a Irán como un enemigo implacable que controla Hezbolá, grupo militante chiíta que opera ahora en el Líbano, estado fronterizo de Israel.
Así pues, Arabia Saudita, Turquía e Israel claman por acabar con la influencia de Irán en Siria.
Una idea que es increíblemente ingenua. Irán lleva siendo un gran poder en la región desde hace mucho tiempo. De hecho, desde hace unos 2.700 años. Y el Islam chiíta no va a desaparecer. No existe ninguna vía, como tampoco existe ninguna razón, para “derrotar” a Irán.
Los poderes de la región deben forjar un equilibrio geopolítico que reconozca los roles mutuos y en equilibrio de los países árabes del Golfo, Turquía e Irán. En este punto, la derecha israelí es muy ingenua, así como tremendamente ignorante de la historia de la región, si considera a Irán su máximo enemigo a batir.
Especialmente, cuando este punto de vista equivocado lleva a Israel a tomar partido a favor de los yihadistas suníes.
Pero Clinton tomó otro camino. Se unió a Arabia Saudí, Turquía y a la derecha israelí en su intento de aislar, incluso derrotar, a Irán. En 2010 apoyó la negociaciones secretas entre Israel y Siria para tratar de acabar con la influencia iraní sobre Siria. Unas negociaciones que fracasaron. Lo que llevó a la CIA y a Clinton pulsar con éxito el botón del plan B: derrocar a Assad.
Cuando estallaron los disturbios de las primaveras árabes a principios de 2011, la CIA y el frente anti-Irán (compuesto por Israel, Arabia Saudita y Turquía) vieron la oportunidad de derrocar a Assad, y de conseguir con ello una victoria geopolítica. Clinton se convirtió entonces en el principal defensor de un objetivo liderado por la CIA: el cambio de régimen en Siria.
A principios de 2011, Turquía y Arabia Saudita utilizaron las protestas locales en contra de Assad para fomentar las condiciones que llevaran a su destitución. En la primavera de 2011, la CIA y los aliados de Estados Unidos estaban organizando una insurrección militar en contra del régimen. El 18 de agosto de 2011 el gobierno de EEUU hacía pública su postura: “Assad debe irse”.
Desde entonces y hasta el reciente y frágil acuerdo del Consejo de Seguridad de la ONU, Estados Unidos ha declinado tratar de llegar a cualquier tipo de alto el fuego. A menos que Assad sea antes depuesto. La política estadounidense (coordinada por Clinton) ha sido hasta ahora la de pedir primero un cambio de régimen para hablar después de un alto el fuego.
Después de todo, son solo sirios los que están muriendo. De hecho, los esfuerzos de paz de Annan naufragaron por la rígida insistencia (liderada por Estados Unidos) de que el cambio de régimen debía preceder, o como mínimo acompañar, cualquier alto el fuego, tal y como expusieron los editores del semanario estadounidense The Nation en agosto de 2012:
La demanda de Estados Unidos que pide que se aparte a Assad y que se impongan sanciones antes de que empiecen de verdad las negociaciones, junto con la negativa de incluir a Irán en el proceso, condenan la misión de Kofi Annan.
Clinton ha sido mucho más que un mero actor secundario en la crisis de Siria. Sin ir más lejos, su embajador diplomático en Bengasi, Christopher Stevens, fue asesinado mientras llevaba a cabo una operación de la CIA para enviar armas libias a Siria. La misma Clinton lideró la organización llamada “Amigos de Siria”, un colectivo internacional que tenía como objetivo respaldar la insurgencia dirigida por la CIA.
Sin embargo, en este caso, la política de Estados Unidos resultó ser un gigantesco y espeluznante fracaso. Assad no se fue, y tampoco fue derrotado. Rusia llegó para respaldarlo. Irán llegó para respaldarlo. Los mercenarios enviados para derrocar al régimen resultaron ser, al mismo tiempo, yihadistas radicales con sus propias agendas.
El caos abrió el camino al Estado Islámico, construido sobre los líderes apartados del ejército iraquí (destituidos por Estados Unidos en 2003), las armas estadounidenses capturadas y el considerable apoyo económico que representan los fondos de Arabia Saudita.
Si saliera a la luz toda la verdad del asunto, los múltiples escándalos rivalizarían a bien seguro con el Watergate y harían que se tambaleasen los cimientos del establishment norteamericano.
Pero la arrogancia de Estados Unidos en su enfoque parece no tener límites. La estrategia para el cambio de régimen dirigida por la CIA está tan profundamente entrelazada con los instrumentos que se consideran “normales” en la gestión de la política exterior de EEUU que apenas atrae la atención del público estadounidense o de sus medios de comunicación. Derrocar a otro gobierno va en contra del carácter de Naciones Unidas y de las leyes internacionales, pero, ¿qué son esas sutilezas cuando se habla entre amigos?
Este aspecto de la política exterior de Estados Unidos no representa solo una violación del derecho internacional, sino que supone también un constante fracaso. Más que un golpe de estado único, rápido y decisivo que resolviera un problema de la política exterior estadounidense, cada cambio de régimen liderado por la CIA ha representado, de forma casi inevitable, el preludio a un baño de sangre. ¿Cómo podría ser de otra manera? Hay sociedades a quienes no les gusta ver a sus países manipulados por las operaciones encubiertas de Estados Unidos.
Eliminar a un líder, incluso si se hace de forma “exitosa”, no soluciona los problemas geopolíticos subyacentes, y mucho menos los ecológicos, sociales o económicos. Un golpe de estado invita a la guerra civil del tipo que ahora destruye Afganistán, Iraq, Libia o Siria.
Invita a la respuesta internacional hostil, como la de Rusia respaldando a su aliado sirio y desafiando a la CIA y a sus operaciones orquestadas. La crónica de la miseria causada por las operaciones encubiertas de la CIA llena literalmente tomos enteros hasta este momento. ¿Sorprende, pues, que Clinton considere a Henry Kissinger su mentor y guía?
¿Y dónde quedan, en esta debacle, los medios de comunicación considerados del establishment? El mes pasado, The New York Times cubrió finalmente parte de la historia al describir la conexión entre la CIA y Arabia Saudita, por la que los fondos saudíes sirven para pagar las operaciones de la agencia de inteligencia americana y eludir así al Congreso y a la población estadounidense.
La historia se publicó, pero se dejó morir. Y es que financiar las operaciones de la CIA con fondos saudíes resulta ser la misma táctica utilizada por Ronald Reagan y Oliver North durante el escándalo Irán-Contra de los años ochenta (en el cual la venta de armas a los iraníes se utilizó para financiar las operaciones encubiertas de la CIA en América Central. Todo ello sin el consentimiento o la supervisión de los estadounidenses).
La propia Clinton no ha mostrado nunca ninguna reserva o ningún escrúpulo en desplegar estos modos de la política exterior de EEUU. Su historial de apoyo entusiasta a cambios de régimen dirigidos por Estados Unidos incluyen (aunque no se limite a solo estos) los bombardeos por parte de EEUU a Belgrado en 1999; la invasión de Afganistán en 2001; la guerra de Iraq de 2003; el golpe de estado hondureño de 2009; el asesinato en Libia de Muammar Gaddafi en 2011 y la insurrección coordinada por la CIA en contra de Assad desde 2011 hasta nuestros días.
Hace falta un gran liderazgo presidencial para resistir las desgraciadas acciones de la CIA. Los presidentes se las arreglan y prosperan llevándose bien con los contratistas de armas, los generales y los agentes de la agencia.
De esta manera, se protegen entre ellos de los ataques políticos que puedan venir de la línea dura de las alas más derechistas y conservadoras. Consiguen triunfar exaltando el poder militar estadounidense, no restringiéndolo. Muchos historiadores creen que JFK fue asesinado por sus propuestas de paz hacia la Unión Soviética, propuestas que hizo en contra de las objeciones de la línea opositora más dura y derechista de la CIA y de otras esferas del gobierno de Estados Unidos.
Hillary Clinton nunca ha mostrado ni pizca de valentía, o incluso ni un ápice de comprensión, a la hora de enfrentase a la CIA. Ha sido una firme partidaria de la agencia, y ha tenido éxito en mostrar su dureza respaldando todas y cada una de sus equivocadas operaciones.
Los fracasos, por supuesto, se esconden implacablemente al ojo público. Clinton es un peligro para la paz global. Y tiene mucho a lo que responder en relación al desastre en Siria.
Fuente: El Viejo Topo, sobre artículo publicado originalmente en The Huffington Post.