Héctor Roberto Chavero, conocido universalmente como Atahualpa Yupanqui, fue mucho más que un músico talentoso y un adelantado folclorista. Primero fue poeta, y después, una leyenda.
Nacido el 31 de enero de 1908 en Pergamino, provincia de Buenos Aires, y fallecido en Nimes, Francia, en 1992, encarnó como nadie la síntesis de dos raíces: la indígena, heredada de su padre quechua, y la europea, transmitida por su madre vasca.
Su vida, marcada por el exilio, la militancia política y la creación incansable, lo convirtió en uno de los artistas populares más influyentes de América Latina.
Infancia y formación
Criado en un hogar humilde, Yupanqui se nutrió desde niño de las sonoridades criollas y campesinas. El paisaje pampeano, los viajes a Tucumán y los relatos de los trabajadores rurales modelaron su sensibilidad. Aprendió guitarra siendo adolescente, y pronto entendió que el instrumento no era solo un medio de expresión artística, sino un vínculo con la memoria colectiva de su pueblo.
A los veinte años comenzó a recorrer el norte argentino, recopilando coplas, bagualas y zambas, que luego integraría en su repertorio con una impronta personalísima. En esos viajes descubrió que su misión no era la fama inmediata, sino ser puente entre la voz olvidada de los campesinos y la conciencia urbana.
El nombre y el destino
El seudónimo elegido, Atahualpa Yupanqui, fue una declaración de principios. “Atahualpa”, último emperador inca, evocaba la resistencia indígena; “Yupanqui”, expresión quechua que significa “lo que has de contar”. Bajo esa bandera, Chavero asumió el rol de cantor de lo telúrico, cronista de la injusticia social y portavoz de los olvidados.
Con el correr de las décadas, Yupanqui se consolidó como el gran maestro de la guitarra argentina. Obras como El arriero, Luna tucumana, Los ejes de mi carreta, El alazán o Camino del indio se convirtieron en clásicos ineludibles del folclore latinoamericano.
Su estilo austero, casi monástico, privilegiaba la sobriedad sobre la espectacularidad. No buscaba deslumbrar, sino transmitir. Una guitarra y una voz grave bastaban para convocar al silencio respetuoso de auditorios enteros. “El silencio es música también”, solía decir.
La poesía de Yupanqui bebía de la observación de la vida rural: los arrieros que cruzaban montañas, los caballos criollos, la luna sobre el cerro, el hombre que empuja su carreta resignada. Esa cotidianidad, transfigurada en arte, alcanzó dimensión universal porque hablaba de la dignidad, del dolor y de la esperanza.
Antonietta Paule Pepin Fitzpatrick: la sombra creadora
Pocos saben que muchas de las composiciones que llevan la firma de Yupanqui fueron obra de su compañera de vida, la pianista francesa Antonietta Paule Pepin Fitzpatrick, conocida como “Nenette”. Por razones legales y culturales de la época, publicó bajo el seudónimo de Pablo del Cerro.
De su pluma surgieron joyas como El alazán, La nostálgica y Luna tucumana. Yupanqui nunca ocultó esa colaboración, aunque fue la historia posterior la que tardó en reconocer la magnitud del aporte de Nenette. Ella representó un sostén vital y creativo, sin el cual gran parte del repertorio del trovador argentino no habría existido.
En tiempos hostiles para el reconocimiento de autoría femenina, ese nombre supo abrir caminos y sostener una casa donde la música era oficio y destino.
Reconocer a Nenette es comprender mejor la entereza de la obra.
El compromiso político y el exilio
La vida de Atahualpa estuvo signada por su militancia comunista. Convencido de que el arte no podía separarse de la justicia social, adhirió tempranamente al Partido Comunista Argentino. Eso le valió persecuciones, censura y cárcel, especialmente durante el peronismo de la década de 1940.
En 1949 debió exiliarse en París, donde Edith Piaf le abrió las puertas de los escenarios europeos. Su guitarra y su voz, cargadas de paisajes sudamericanos, impresionaron al público del Viejo Continente. Desde allí recorrió el mundo, llevando su mensaje de dignidad campesina y fraternidad universal.
Su compromiso político no estuvo exento de contradicciones: tras su regreso a Argentina rompió con el Partido Comunista, decepcionado por su dogmatismo.
Sin embargo, nunca abandonó la convicción de que el arte debía ser útil al pueblo.
Pensamiento y legado intelectual
Yupanqui no solo fue un músico. Fue un pensador que plasmó en ensayos y entrevistas una concepción crítica del arte y la sociedad. Para él, la misión del artista consistía en dar testimonio de su tiempo, sin concesiones al mercado ni a la moda.
Rechazaba la trivialización del folklore y denunciaba la mercantilización de la cultura. Creía en la austeridad expresiva como camino de autenticidad. En ese sentido, su vida entera fue coherente con su prédica: vivió con lo justo, sin ceder a tentaciones de fama fácil.
Frases como “Yo nunca me voy, siempre estoy volviendo” o “El hombre tiene que aprender a escuchar la voz de su tierra” condensan esa filosofía de fidelidad a lo esencial.
Reconocimientos y últimos años
A partir de los años setenta, Yupanqui recibió múltiples homenajes en Argentina y el extranjero. Fue distinguido por la UNESCO y consagrado como Patrimonio Cultural de la Humanidad viva. Sin embargo, mantuvo hasta el final una relación ambivalente con la oficialidad: aceptaba los premios, pero recordaba que lo importante no era él, sino el pueblo al que daba voz.
En sus últimos años alternó residencias entre Francia y Argentina. Murió el 23 de mayo de 1992 en Nimes, a los 84 años. Sus restos descansan en Cerro Colorado, Córdoba, lugar al que siempre consideró su verdadero hogar espiritual.
Influencia continental
El legado de Atahualpa Yupanqui desborda lo musical. Inspiró a generaciones de artistas: Mercedes Sosa, Víctor Jara, Violeta Parra, Inti-Illimani, Silvio Rodríguez y tantos otros encontraron en él una brújula ética y estética.
Su influencia también se dejó sentir en la literatura: escritores como Eduardo Galeano y Julio Cortázar reconocieron la hondura de su obra. Galeano lo definió como “un árbol cuya raíz está en la tierra y cuyas ramas tocan el cielo”.
En toda América Latina, Yupanqui simboliza la resistencia cultural y la dignidad popular. Su guitarra austera y su voz profunda son recordatorio de que la belleza puede nacer de la sencillez, y de que el arte puede ser un arma contra la injusticia.
Una vida, un destino
Atahualpa Yupanqui fue, ante todo, un testigo del pueblo. Supo que el hombre común no necesita discursos altisonantes, sino que alguien le devuelva, con respeto, la poesía de su existencia. Por eso, mientras otros artistas buscaban escenarios luminosos, él eligió las peñas oscuras y los pueblos olvidados.
Su vida fue sacrificio y su destino, exilio. Pero nada lo apartó de la misión que él mismo se impuso: contar lo que había que contar. Y lo hizo con la guitarra, con la palabra y con el silencio.
En suma, Atahualpa Yupanqui no fue solo un músico: fue la voz de la tierra, el poeta de los humildes y el faro ético de la canción latinoamericana. Su legado permanece vivo en cada acorde, en cada copla y en cada hombre y mujer que lucha por un mundo más justo.
Extraordinaria entrevista a Atahualpa Yupanqui, en «A fondo», TVE-1977, por el periodista Joaquín Soler.
Entrevistas eran las de antes.





